Contenido

Como un pálido mártir en su camisa de llamas

Modo lectura

— 

La habitación olía a desinfectante y a comida para animales y había unas doce o catorce jaulas en ella, no todas ocupadas; en una, un gato que parecía envuelto en una camisa en llamas y se encogía sobre sí mismo procurando no ser visto, con la expectativa de que no abrieran su jaula, no lo sacaran de ella con esfuerzo, no lo pusieran en brazos de los visitantes. Al cogerlo, su cabeza colgaba de su cuello como si lo hubiese abandonado la vida o lo que sucediese con él le pareciera irrelevante. Nos dijeron que estaba enfermo, que no sabían cuánto más viviría, pero que, desde luego, no sería mucho; nos dijeron que tenerlo sería una lucha constante contra una naturaleza incomprensible y contra una enfermedad para la que no existe cura; nos aseguraron que no tenía chance alguna, y nosotros dijimos “Es éste”, y lo llevamos a casa.

— 

No parece mucho lo que se puede decir acerca de un gato, y posiblemente todo lo que había para decir haya sido dicho ya por autores como Charles Baudelaire, Colette, Émile Zola, Robert Walser, Ernest Hemingway, Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, Rudyard Kipling. En una historia de este último titulada “The Cat that Walked by Himself”, el gato se cuela en una vivienda a raíz de un error de su propietaria sin hacer los votos de lealtad y sumisión que hacen los otros animales domésticos; la suya es una situación intermedia, entre el bosque del que proviene y la casa, entre la sumisión y la independencia, pero el gato no carece de resolución: es la resolución misma, disfrazada de arrogante displicencia. En otra historia, de Kurt Tucholsky, el narrador conoce en los Campos Elíseos a una gata que resulta ser su compatriota y narra su vida en París con gracia y acento berlineses. Sin embargo, la mayor parte de las historias de gatos tiene como tema la ruptura amorosa: el extraordinario cuento de la (por lo demás) relativamente mediocre escritora francesa Colette titulado “Saha” cuenta la de una pareja, que se produce cuando él descubre al regresar a su apartamento que la gata ha caído del balcón, o más bien, que ha sido arrojada por ella (por celos, por aburrimiento, porque la gata encarna algo que es importante para él pero no para la joven), lo que le lleva a abandonarla. (Colette volvió a contar la historia en su novela La gata, pero lo esencial de ella está en “Saha”.) En el cuento de Eugen Roth “Die Katze” [El gato], la imposibilidad de ayudar a un gato enfermo hallado en un camino rural y la rapidez con la que el narrador de la historia y su novia olvidan el asunto (que el narrador imagina como una “prueba de Dios” que no han superado) introduce en su relación un elemento de desconfianza mutua que conduce a la ruptura de la pareja. En el cuento de Hemingway “Cat in the Rain”, el deseo de una joven turista estadounidense de rescatar a un gato bajo la lluvia no es resultado realmente de la piedad, sino del aburrimiento y de la falta de perspectivas de su relación.

— 

Quizás la razón por la que los gatos son presentados en estos cuentos como un elemento disruptivo en relaciones aparentemente armónicas es porque, más que ningún otro animal doméstico, representan la irrupción de la naturaleza en un ámbito creado explícitamente para tener a esa naturaleza alejada. En los gatos, más que en los perros (y más incluso que en aquellos que en los últimos años se han convertido en animales de compañía, como las iguanas, las chinchillas y los cerdos), la naturaleza salvaje parece estar a flor de piel, dispuesta a desbocarse ante la primera oportunidad y por causas nunca del todo muy claras para quienes vivimos con ellos: un pájaro en el alféizar de la ventana, una bola de papel, una visita inmotivada, una sombra despiertan en el gato un frenesí que carece de explicación, que es salvaje; y ya se sabe que las relaciones amorosas han sido concebidas de espaldas a la naturaleza y tienen en ésta a su rival más importante. El perro es sentimental (“un alma simple” lo llama T. S. Eliot en uno de sus poemas); el gato es pragmático; el perro es un ser humano en un mundo ideal (es decir, en un mundo en el que el humanismo no fuese lo que es en realidad: la legitimación filosófica de una naturaleza humana que tiende al engaño y al crimen); el gato, en contrapartida, es el ser humano de la naturaleza: patea a un perro y volverá siempre; patea a un gato y se vengará apenas pueda hacerlo, como todos nosotros.

— 

Mao Tsé-Tung, por el contrario, llegó a nuestra casa como una especie de pegamento entre mi esposa y yo, como una forma de estrechar nuestra relación, y también como un experimento. Acerca de lo segundo, es poco lo que se puede decir, excepto que parece evidente que el experimento ha arrojado resultados negativos y que mi capacidad para cuidar de otros es limitada o nula (lo que, supongo, es una pésima noticia de cara a la paternidad, que es el fondo sobre el que se recorta la experiencia con el gato). En cuanto a lo primero, y siendo la razón de una preocupación común, el gato nos ha unido de maneras nuevas y con la misma intensidad con la que él mismo vive y con la que vivimos mi esposa y yo desde hace años. Una manifestación, si acaso banal, del modo en que el gato nos ha unido: mi esposa y yo solemos encontrarnos bajo las sábanas cada noche, procurando ocultarnos cada vez que Mao decide que ha llegado la hora de despertarnos, de darle de comer, de entretenerlo; o cuando decide correr por toda la casa, tirándolo todo, y nosotros nos acurrucamos uno junto al otro unidos por el temor y el deslumbramiento ante esa fuerza carente de control moral que es Mao.

— 

Una nota al pie de la historia de la miseria política de nuestros días en España: cuando alguien quiere saber cómo se llama nuestro gato y le respondemos “Mao”, nos pregunta si es “por la cerveza”.

— 

Mao Tsé-Tung no debe su nombre al de cierta cerveza, sino al hecho de que es amarillo y rojo, como El Gran Timonel (si has visto Inside Llewyn Davis y recuerdas al gato o a los dos gatos que aparecen en ella, ya sabes a qué me refiero); esto, posiblemente, sea considerado por muchos una trivialización de la figura del líder chino o, dependiendo de las tendencias de quien se sienta interpelado por ello, del régimen de terror que instauró. En el primer poema de su muy bello El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum, T. S. Eliot afirma que “ponerle nombre a un gato es harto complicado” y que éstos deben tener tres nombres: “El que le damos a diario”, “uno más especial, / que sea peculiar, algo más digno. / ¿Cómo, si no, va a alzar su rabo vertical / o atusar sus bigotes y mantenerse altivo?” y otro “que sólo el gato sabe y no confesará” (la traducción es de Regla Ortiz Mogollón). Además del primero (del que prefiero no decir nada aquí, ya que es relativamente indigno) y de Mao Tsé-Tung, que es su segundo nombre, Mao parece tener un tercero, del que no sabemos nada y que sólo utiliza cuando alguno de los gatos del barrio lo observa desde los tejados, al otro lado de la ventana, en una muestra de interés y de desafío. De hecho, no sabemos nada acerca de Mao Tsé-Tung, a excepción de que fue recogido en un descampado al sur de la ciudad (en Valdemingómez, Usera o Villaverde, no lo recuerdo), lo que lo convierte en un caso social, uno más de los muchos desatendidos por las autoridades.

— 

De Mao Tsé-Tung sabemos también que, cuando llegó a nuestra casa, tenía las almohadillas de las patas quemadas y que sólo se le regeneraron después de un largo tiempo; también, que tiene que haber tenido una existencia previa (posiblemente) como gato de piso, ya que se ha desenvuelto perfectamente en el nuestro desde que llegó a él; también, que posiblemente sea más viejo de lo que parece o de lo que creemos. Sabemos una cosa más: tiene un virus de inmunodeficiencia felino, una especie de sida de gatos que carece de cura y que en su caso (y al menos de momento) hace que tenga la garganta permanentemente infectada; cuando bosteza, y lo hace a menudo debido a la escasa espectacularidad de mis actividades (leer y escribir, principalmente, que para él constituyen un enigma poco atractivo), su garganta es un agujero rojo de dolor. Al parecer, sus defensas son insuficientes para combatir la placa bacteriana que producen sus dientes, con lo que la única solución que se presenta a los veterinarios consiste en quitarle las piezas dentales para que no haya placa bacteriana. A estas alturas, Mao ha perdido ya todas sus muelas, así como todos los dientes a excepción de los colmillos y los pequeños dientes delanteros, en operaciones costosas desde el punto de vista económico y emocional que nos dejaron devastados, al gato y a nosotros. Ante el hecho de que la infección no ha remitido, mi esposa y yo hemos decidido no someterlo a ninguna extracción más, cosa que parece ser del agrado de Mao. Una amiga, sin embargo, lo llama “el desdentadito”.

— 

Veamos un ejemplo reciente de la actividad literaria de Mao: “´ç.ljdtrsazeeeeeeeeeeeeeeee”. Acaba de escribirlo al echarse sobre el teclado, de modo que quizás requiera que vuelva sobre el texto en algún momento antes de su publicación. Cuando tienes un gato, la escritura se convierte en aquello que haces allí donde éste no está echado: en la zona del teclado que no ha ocupado aún, en el margen del papel que no ha convertido todavía en su asiento. “Sombra de una sombra azulada sobre el papel azul”, llamó Colette a alguno de sus gatos, ya que tuvo decenas de ellos a lo largo de su vida; y la historia literaria recuerda los nombres de Spider, el gato de Patricia Highsmith, Bébert, el de Louis-Ferdinand Céline, Beppo, el de Jorge Luis Borges (“El gato blanco y célibe se mira / en la lúcida luna del espejo / y no puede saber que esa blancura / y esos ojos de oro, que no ha visto / nunca en la casa, son su propia imagen. / ¿Quién le dirá que el otro que lo observa / es apenas un sueño del espejo?”), Taki, la gata de Raymond Chandler, Catarina, la gata de Edgar Allan Poe a la que éste solía escribirle largas cartas cuando se encontraba de viaje, y Williemina, la de Charles Dickens, que había aprendido a apagar las velas con una pata para que su amo se fuese a la cama. ¿Mi historia favorita de gatos? Aquí va: ya viejo, Richard Matheson puso en peligro su vida al internarse en su casa en llamas para salvar a su gato (y sólo un escritor puede comprender la importancia de ese gesto: no entró a salvar sus manuscritos, sus libros o sus fetiches; entró a salvar a su gato).

— 

Naturalmente, mi esposa y yo sabíamos de su enfermedad al adoptar a Mao; no éramos conscientes, sin embargo, del tipo de implicación emocional que íbamos a desarrollar en torno a ella. La vida de Mao está supeditada a unos cambios abruptos de humor que se vinculan, estrechamente, con el volumen de dolor que siente: a veces se encuentra bien, pero en ocasiones está mal y casi no puede comer. En esas épocas, suele pasar decenas de horas en la cama o en alguno de los sitios de la casa que le parecen relativamente seguros, como los bajos del sofá; su vida quizás no sea muy feliz, pero tampoco lo es la nuestra, y a pesar de ello es una vida, a la que él y nosotros nos aferramos. Mao es indiferente a sus dueños durante buena parte del día (a menudo esta indiferencia es preferible al interés, porque ese interés se expresa en rasguños en los brazos, en las piernas, incluso en la frente de sus dueños) y tiene terror a los extraños, a los que supongo que culpa por el período que pasó en la calle: durante años, el crepitar de una bolsa plástica lo hacía huir, y tardó mucho tiempo en comprender que no teníamos intenciones de meterlo en una. Al igual que del resto de su historia, no sabemos nada del tipo de experiencias que tuvo durante el período que estuvo en la calle, ni cuánto duró ese período; tampoco quiénes fueron sus dueños anteriores. Quizás fuese conveniente saberlo, pero, ante la imposibilidad de hacerlo, Mao se refuerza frente a nuestros ojos como lo que todo gato es: un misterio, a caballo entre la sumisión y la independencia, entre la naturaleza salvaje y una vida civilizada precaria y contingente, entre un pasado terrible y un presente francamente mejorable, y en ese sentido es como el resto de nosotros.

— 10 

Mao Tsé-Tung debe más en su carácter a La gatomaquia de Lope de Vega (“Así los gatos iban alterados / por corredores, puertas y terrados, / con trágicos maúllos, / no dando, como tórtolas, arrullos”), al gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll y al gato Fellini del argentino Liniers que a Tom, a Silvestre o a Garfield; al Krazy Kat de George Herriman y al Félix de Pat Sullivan que al Fritz de Robert Crumb o a Los aristogatos de Walt Disney. No hay nada dulce en relación a Mao Tsé-Tung, ya que su vida es enfermedad y dolor y un refugio para la tormenta que quizás haya llegado demasiado tarde, como sucede siempre. No sabemos cuánto tiempo más vivirá, pero sabemos que lo hará sin plan, sin utilidad, sin obligaciones; libre para ser cómicamente serio y también para vivir su enfermedad. En su existencia, prolongada o breve, hay una enseñanza, y creo que fue Robert Gernhardt quien afirmó que “Aprender del gato es aprender a vencer”; claro que el nuestro tiene la batalla perdida de antemano, pero en eso tampoco se diferencia del resto de nosotros. A Mao Tsé-Tung le gusta afilarse las uñas en el sofá, ver cómo le arrojas una pelota de goma (nunca va a buscarla, por supuesto), dormir en nuestra cama (a diferencia de la mayor parte de los gatos, no lo hace hecho un ovillo sino extendido, con ambos brazos estirados haciendo lo que llamamos “un Superman”; si sólo estira un brazo, hace “el medio Superman”), amasar una manta marrón que ya consideramos de su propiedad, vomitar, meterse dentro de la maleta cuando estamos a punto de salir de viaje, echarse sobre la ropa negra, comer pavo braseado, babear sobre nosotros cuando estamos durmiendo, meterse en los armarios, escuchar ciertos discos (parece evidente que sus dificultades para alimentarse se reducen si se lo expone a la escucha ininterrumpida de la versión de Frank Zappa de Stairway to Heaven). A mí me gusta verlo hacer todas esas cosas, asomarme al misterio de una existencia sin concesiones, saludar en él, con Kurt Tucholsky, “a todo lo que es bello y misterioso, innecesario y móvil, insondable y solitario y siempre apartado de nosotros: al gato y al juego y al agua y a las mujeres”.