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Estética (descompuesta) 24/7 y arte (estrictamente) bipolar

Confesiones hipnóticas tras ver llorar a un youtuber
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“Gracias a una extensa red de sensores, podremos vernos a nosotros mismos con los ojos de Dios. Por primera vez podremos mapear con precisión el comportamiento cotidiano de grandes masas de personas” (Alex Pentland)

En la década de 1820 se inventa la taxidermia, que viene a producir la ilusión de vida en lo muerto anticipando lo “siniestro” freudiano. La psicosis moderna va desde esos animales fríos y sin pulso a la madre en descomposición pero capaz de imponer su mandato esquizofrénico sobre Norman Bates. El retorno de lo reprimido necesitaba de la construcción familiar (completamente sórdida) de la “ceguera” edípica mientras que el regodeo en el seno de lo sintomático caracteriza la precariedad contemporánea. Uno de los grandes logros de los estudios culturales es, como sostiene Adrian Rifkin, la aparición de los Teletubbies, figuras aparentemente “simpáticas” pero inquietantes, incluso en su “vecindad homofónica” con los talibanes. De la petrificación de lo salvaje al entretenimiento infantilizante hay una deriva semejante a la que lleva de las barricadas decimonónicas y la pulsión que derriba las columnas monumentales a la gestualidad “muda” del asamblearismo interminable que está ensamblado, con frecuencia, en un antiinstitucionalismo insípido. Cuando surgen por doquier textículos de críticos que bailan aunque no les guste, exponentes de la conciencia de culpa post-hipsterizada, no dejan de proliferar viralidades frikis. No necesitamos decorar con lo “bestial”, ni siquiera tiene que repugnarnos la cabeza de un jabalí en una pared, con colmillos transformados en percheros; nos basta y sobra con tener encendida la televisión, sin necesidad de mirarla, repartir raciones de likes resbalando por muros de Facebook y wasapear con los colegas sin poder exorcizar el miedo a estar perdiéndonos algo.

A altas horas de la noche he visto a Elrubius entrevistado por Risto Mejide, sentado en un sofá como mandan los cánones del “periodismo intimo-incisivo” (podría decirse del pasteleo-postureo), atrapado en mi particular adicción 24/7. El famoso youtuber tiene más de 11 millones de seguidores en su canal de Youtube y 3 millones y medio en Twitter. Cuando viajó “clandestinamente” a Buenos Aires se montó la mundial en el aeropuerto porque aparecieron, como de la nada, 1.500 fans que montaron un caos indescriptible inflamados por el deseo de grabar la llegada del personaje y colgar todo lo acontecido en la red en una suerte de tiempo-hiper-polaroid. Cuando el “entrevistador listillo” le espetó que sus movidas en la red (encaramadas en la vertiginosa cifra de dos billones de visionados) no tenían ninguna gracia, Elrubius respondió, en clave de marketing: “no eres mi target”. La defensa de internet que realiza este tipo atrapado prematuramente en el Síndrome de Peter Pan es tan superficial cuanto efectiva, especialmente al advertir que ahí “todo es más directo” pero sobre todo al indicar que los que le siguen “sienten que estoy con ellos”. También seguían a Forrest Gump en esa demostración pre-silogística: “Shit happens”. Bombardeados por el magma-spam tenemos la opción “divertida” o deprimente (estrictamente bipolar) de “pasar el rato” con un youtuber que hace declaraciones de identidad (comercial) verdaderamente abismales: “yo puedo ser yo mismo mientras vendo”.

Matamos el tiempo con la “producción de significantes vacíos” y, aunque creemos que estamos desplazándonos aceleradamente, puede que nuestra imaginación esté siendo sometida a un proceso “taxidérmico”. In Google We Trust. Convencidos de que podemos encontrar todo lo que buscamos, depuesta la memoria en el archivo, fragmentada la experiencia en las múltiples pantallas, devoramos toda clase de gadgets para convertirnos en el perfecto Homo Ciberneticus. Provistos, por ejemplo, de un Apple Watch (el reloj inteligente), el iPhone y un Hummer, asumido el argumento post-cartesaniano (iPod Therefore I am), tratamos de sublimar el hastío por la vida que nos toca vivir, en una completa crisis de presencia. El Comité Invisible nos recuerda en A nuestros amigos (Ed. Pepitas de Calabaza, Madrid, 2015) que la nueva sociedad “metropolitana” se distribuye sobre un espacio plano, abierto, expansivo, “menos liso que fundamentalmente baboso”. El rizoma era, a pesar de la cháchara “mesetaria”, un patatal y en este “multiverso” reticular nos empantanamos mientras producimos torrentes o, valga la metáfora oceánica, tsunamis de datos. La datificación atropellada del mundo posibilita el marketing invasivo y la generación de fenómenos oraculares (desubicados). “Tras la promesa futurista —leemos en “Fuck off Google” del Comité Invisible— de un mundo lleno de personas y objetos totalmente conectados en el que los coches, los refrigeradores, los relojes, las aspiradoras y los consoladores estarían directamente conectados entre sí, y también a Internet, hoy tenemos algo que ya es directamente observable: el funcionamiento del sensor más polivalente de todos: yo”. Vivimos, valga la paradoja, distanciados de nuestro desapego, mientras algunos presumen de ir, a la manera narodnik, hacia el pueblo cuando en realidad están “apantallados” en el desierto de las redes sociales. Tenemos, no lo puedo negar, cantidad de amigos (nada “aristotélicos”) gafapastas, tropa de choque de la “seductora” distopía de la smart city cuando hace tiempo que todos habitamos (si eso es posible) en Detroit.

Se ha venido a considerar que el éxodo y la defección de la multitud, añadido a la política viral de la redes, son rasgos vertebrales del presente. Ranajit Guha sostiene que el subalterno inevitablemente le da la espalda o traiciona a cualquier proyecto hegemónico: rechaza darle consenso al consenso. Pero esta (presunta) fuga y esta (anhelada) resistencia contrastan con el éxtasis colectivo ante la celebrificación que puede utilizar lo “marginal” como perfecto escenario para su implosión global. Recordemos a Michael Jackson grabando en las favelas de Santa Marta de Río de Janeiro y el barrio del Pelourinho de Salvador de Bahía el vídeo de They don´t care about us, con una imponente presencia policial o la reciente “aparición” de Rihanna en La Habana, con la turbamulta de cubanos provistos de celulares para grabar tan inesperada “epifanía”. No hay una deconstrucción (subalterna) de la hegemonía, si bien es cierto que no hay un pacto que lo incluya todo. Llevamos tiempo asistiendo a la consumación de los mecanismos de inversión reactiva de la cultura en Estado, del afecto en emoción, del hábito en opinión, de la multitud en pueblo. El Comité Invisible advierte que así como la ideología de la fiesta significa la muerte de la verdadera fiesta, “o la ideología del encuentro significa la imposibilidad real de encontrarse, la tecnología es la neutralización de todas las técnicas particulares”.

We don´t need another hacker, convencidos de que nada, ni siquiera las “malas digestiones cibernéticas” o el bricolaje expandido en la red, nos liberara del neo-panoptismo biopolítico. Sufrimos y gozamos con la hipnosis del dispositivo, cuando la cibernética (el proyecto de una racionalización sin límites) es la nueva tecnología de gobierno que, propiamente, pone fin a lo político. Heidegger no estaba desnortado cuando apuntó que la cibernética, en tanto que teoría eficaz para la planificación y organización del trabajo humano, es el destino del hombre que, para ser más preciso, terminará por convertir al hombre en un “factor de perturbación”. Sin duda, las sociedades de control tienen, como sugería Deleuze, “fugas por doquier” y, aunque parece que todo está a punto de desaparecer o, como le gusta decir en plan letanía a Bauman, devenir “líquido”, parece que “no se termina nunca con nada”. Los largos bloques de tiempo dedicados exclusivamente a ser espectador están pasados de moda. Disponemos de infinidad de juegos on line, cantidad de pornografía en internet y toda clase de videojuegos para saciar nuestras ilusiones de dominio, ganancia y posesión. En verdad, los deseos (innombrables) articulados en esta red pulsional no quedan nunca satisfechos. Nos mantenemos en una vigilia interminable porque queremos más de todo: siempre hay algo más impresionante y divertido, en cualquier recodo de la “navegación” puede aparecer la “experiencia freak” anhelada. Hay que estar conectados full time aunque eso suponga agravar el aislamiento social o instalarnos en una desolada insularidad.

La economía (regresiva) del deseo ejecutada gracias a la intensificación cibernética del consumo supone una disponibilidad ilimitada de información e imágenes, pero también una sincronización global masiva, esto es, una homogeneización industrial de la conciencia y de sus flujos. Jonathan Crary comparte en su excelente libro 24/7 (Ed. Ariel, Barcelona, 2015) el diagnóstico de Tiqqun según el cual nos hemos convertido en habitantes inofensivos y flexibles de las sociedades globales urbanas: elegimos hacer lo que nos dicen que hagamos. El sujeto obediente abdica absolutamente de la responsabilidad por la vida. Nos basta con encender el televisor y “deslizarnos” hacia ninguna parta, colocados en una disponibilidad verdaderamente adictiva. El vacío neutral de la tele ofrece horas y horas de naderías, alaridos, plegamientos biográfico-pseudo-escandalosos, tertulianismo ejecutado atropelladamene por idiotas pluscuamperfectos, rituales deportivos, el show de una realidad descaradamente aburrida o una planetarización del Tratamiento Ludovico. Una serie de espectadores enganchados reconocieron, en un estudio de Kubey y Csikszentmihalyi, que ver la televisión durante mucho rato les hacía sentir peor que cuando no la veían, sin embargo, se encontraban obligados a seguir viéndola. La conclusión es demoledora: cuanto más la veían, peor se sentían. El placer ha sido, hace tiempo, sustituido por la necesidad de repetición, conduciéndonos a un estado de neutralización y desactivación, con una completa incapacidad de ensueño.

Todo este espacio visual baboso procede, en cierto sentido, del discurso del riesgo. Alex Pentland apuntó, en un artículo publicado en 2011, que necesitamos reinventar los sistemas sociales “en un entorno controlado”. La hipótesis cibernética favorece la estasis (inequívocamente venosa) aunque soñemos (si tal término tiene ya algún sentido) con una experiencia nomádica. “En la actualidad —escribe Jonathan Crary—, la experiencia está hecha de cambios repentinos y frecuentes que van desde el ensimismamiento en una burbuja de control y personalización hasta la contingencia de un mundo compartido e intrínsecamente resistente al control”. La manía puede ser espoleada por la manera en que la cultura contemporánea da forma a la imagen que nos hacemos de nosotros mismos. “Se estimula a las personas —indica Darian Leader en su libro Estrictamente bipolar (Ed. Sexto Piso, Madrid, 2015)-— a venderse, a transmitir sus logros y a generar cada vez más productos o derivados de su identidad”. Algunos sujetos afectados por el trastorno maniaco-depresivo comparan su experiencia con El show de Truman, como si solamente pudiéramos “formar parte de algo” en la juego mediático de la “existencia”. Cientos de millones de personas toman nuevas mezclas para la depresión, la hiperactividad o la bipolaridad y otras patologías. La farmacopea contemporánea libra un (rentable) combate sin cuartel contra la vergüenza, la angustia, el deseo sexual variable, la distracción o la tristeza. El síntoma capital de la manía se definió en otro tiempo, como nos recuerda Darian Leader, como el intento compulsivo de conectar con otros seres humanos: “actualmente esto es casi una obligación: si no estás en Facebook o en Twitter, algo debe andar mal en ti”. No es infrecuente que se pase de la euforia al abatimiento; los esquizofrénicos pueden ser ruidosos y charlatanes, pasando de un tema a otro con evidente descuido. Sin duda, uno de los colectivos punteros en el desajuste de los sistemas nerviosos es el del “artisteo”, verdadero caladero para la mercadotecnia de la bipolaridad. El marchante de arte Andy Behrman documenta en Electroboy: diario de una manía (Ed. Maeva, Madrid, 2003) las espirales maniaco-depresivas de una mente que está inundada de ideas y necesidades rápidamente cambiantes: “mi cabeza atestada de colores vibrantes, imágenes salvajes, pensamientos extravagantes, detalles penetrantes, códigos secretos, símbolos y lenguajes extraños. Quiero devorarlo todo: fiestas, gentes, revistas, libros, música, arte, películas y televisión”. Pero, para entregarse a ese fast-food cultural, no hay que dejar de ingerir una buena ración de pastillas diariamente.

La medicalización del sujeto hiper-activo es una consecuencia de la adicción a las pantallas 24/7, en ese literalismo imperial que transforma nuestras vidas en patéticos reality-shows. Frente a la nostalgia de una armonía que no existió nunca o la vindicación de un diálogo ideal (absolutamente quimérico), Tiqqun despliega el “antídoto” de la hipótesis cibernética, a saber, en vez de más transparencia o democracia, “queremos más opacidad y más intensidad”. Se trata de construir Zonas Opacas y Ofensivas cuando las intenciones comunicativas están absolutamente podridas. “Hace falta —leemos al final de La hipótesis cibernética (Ed. Acuarela & A. Machado, Madrid, 2015)— un desvío de la palabra. Crear ha sido siempre otra cosa que comunicar. Lo importante será quizá crear vacuolas de no-comunicación, interruptoras para escapar del control”. Lo malo es que ese “bloque negro” no es solamente el de los “antagonistas” sino que la opacidad es propia del sistema político apalancado. Pretender que el ciberespacio posibilitará estrategias de sabotaje y contra-manipulación es tan quimérico como postular que ahí se favorecen “encuentros reales”. “Si las redes no están —indica Jonathan Crary— al servicio de las relaciones sociales existentes, forjadas a partir de la experiencia compartida y la proximidad, siempre reproducen y refuerzan la separación, la opacidad, el disimulo y el interés individual que es inherente a su uso. Cualquier turbulencia social cuyas fuentes principales sean el uso de las plataformas electrónicas y los medios sociales será inevitablemente efímera e intrascendente”.

Acaso podamos entender algunas manifestaciones del arte contemporáneo como actos deliberados de ralentización de los flujos de mercancías y personas. La estética del festina lente en el seno del imaginario computacional 24/7 tiene bastantes “performers del tiempo dilatado”. Desde las one-year-performance de Tehching Hsieh a la “presencia escópica” de Marina Abramovic en el MoMA, en la lectura continua de El Capital planteada por Isaac Julien en la actual Bienal de Venecia o con la “clandestina” recitación que Tania Bruguera, durante la Bienal de la Habana (sometida inclusa a “actos de repudio” en su reclusión policial), hace de Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt, de las plúmbeas coreografías “para-lacanianas” de Dora García a la “mímica retro-sesentera” de Tino Sehgal, no dejamos de asistir a ceremonias que tratan de intensificar la experiencia del tiempo. En su entusiasmo aparentemente “transgresor” anida la bipolaridad de una “monumentalización del documento” que propiamente desactiva, diríamos que en impotencia sintomatológica, las potencialidades críticas. Tenemos que evitar la euforia “retro-nómada” o la retórica de las líneas de fuga, comprendiendo, de la mano de Prigogine y Stengers, que cuanto más rápida es la comunicación en el sistema, “más grande es la proporción de fluctuaciones insignificantes, incapaces de transformar el estado del sistema: más estable es ese estado”. Tal vez el “tamaño crítico” (la relación entre el volumen donde tienen lugar las reacciones y la superficie de contacto o el lugar de acoplamiento) de las cacareadas resistencias artísticas sea descomunalmente insignificante.

La rebelión no tiene ni mucho menos una “base inatacable”, careciendo, en bastantes ocasiones, de plano de consistencia. La estética actual puede llegar a favorecer el trastorno por déficit de atención con hiperactividad especialmente si uno forma parte de las tropas de la flânerie bienalística. Estamos sometidos a la construcción de falsas necesidades o deficiencias respecto de las cuales las nuevas mercancías son la solución esencial, de la misma forma que en los “eventos artísticos” cualquier pre-texto (hasta el más banal revisionismo de la rareza daliniana como se ha planteado en el Pabellón Español de la Bienal de Venecia) puede facilitar el balanceo de integración y fluctuación. Se consumen cantidades ingentes de metanfetaminas y otros fármacos para mejorar el rendimiento y la competitividad en el lugar del trabajo. Freud consideraba que soñar “es una parte de la vida anímica infantil superada” y para el sujeto práctico-inerte, en el sentido sartreano, contemporáneo, no hay posibilidad de enfocar imágenes con los ojos cerrados. Acaso podemos entender ciertas manifestaciones artísticas “provocadoras” como el placebo adictivo que permitiría mantener la logorrea de una utopía que oscila entre la pirotécnica y lo estetizadamente cochambroso. Se tiene que citar cualquier cosa, convirtiendo la lectura en teatrocracia, para que “no pase nada” o, mejor, con la esperanza de conseguir la recompensa glacial: un guiño de complicidad de los enteradillos.

En este campo de servidumbre a fuerzas mecánicas y aparatos antisociales, cuando el capitalismo revela que su fundamento es la producción continuada de soledad, algunos mantienen su agitación bipolar entregados al indeseable “arte” de trolear. “La temporalidad 24/7 —señala Crary— ha producido una atrofia de la paciencia y el respeto que son esenciales para cualquier forma de democracia directa: la paciencia para escuchar a los demás y esperar el turno para hablar”. La impaciencia alimenta los muros y sirve de cimiento para los blogs que pueden contribuir al final de la política. Elrubius, con su humor (característico de Internet) “estúpido y aleatorio”, declara que los políticos “si quieren llamar la atención de los jóvenes deberían emplear otras formas de comunicación” e incluso elogia a Pablo Iglesias (uno de sus seguidores en Twitter) porque “llega a más público dando espectáculo”. Sentados en un sofá que parece más incómodo que un Chester, el publicista “intelectualizado” y el youtuber que antes estuvo trabajando de becario en “curros por enchufe”, encarnan aquel “autismo generalizado” que Debord describía con rabia. “El sueño —indica con lucidez Crary— coincide con la metabolización de lo que se ingiere durante el día: drogas, alcohol, el detritus de la integración con pantallas luminosas y, también, corrientes de ansiedad, temor, duda, deseo, fantasías de éxito o miedos al fracaso”.

Estamos embobados en una “dominación sin hegemonía” o, como señala Guha, en la “producción de una hegemonía espuria” en la que nadie cree, pero que sirve. Esperamos, sin apasionamiento, algo esencial para la experiencia de estar juntos, para la posibilidad de una comunidad. Mientras tanto, artistas de distintas latitudes (Martin Creed o Mario García Torres) hacen remakes del sprint en el Louvre de los jóvenes en Banda Aparte de Godard, como si quisieran con esa “percepción distraída” enterrar definitivamente a la pintura histórica. Reformateados por el storytelling tarareamos la canción de Michael Jackson que formaba parte del álbum HIStory, clarividente revelación de que no tendríamos nada que contar, anticipando el posteo de todo lo “urgente” destinado a ser instantáneamente olvidado. Recientemente se ha lanzado una aplicación para smartphone, con el nombre de GPS for the Soul, que supuestamente remedia el hecho de que “nuestra conexión las 24 horas en el mundo digital nos desconecta del mundo real a nuestro alrededor”. A altas horas de la noche, sin brújula ni gps, asistí al “performance definitivo” de Elrubius que, tras contar que había pasado un año encerrado en su casa sin poder salir ni a comprar leche, asediado por sus fans, en una bunkerización en la que el frikismo de Youtube podía favorecer una regresión taxidérmica, reclinó la cabeza hasta límites peligrosos, se apretó los ojos con furia y, a la postre, soltó un par de lágrimas de cocodrilo.

Esta escena de “patetismo de sofá” casi me hace vomitar pero mi morbosa curiosidad 24/7 favoreció que no se rompiera el hechizo. “La gente no sabe lo que es esto”, declaró el friki con millones de seguidores. “Me había rallado conmigo mismo”, apostilló sin pestañear. La descripción de ese “momento oscuro”, esa secuencia pastoral, requería de “los ojos de Dios” o de un reciclaje artístico (pura táctica de hibernación), aunque lo más lógico es que todo pasara por el crisol de la viralidad. Yo© me rallé también, como un desalmado más, sin el gps deseado.