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Joachim Koester: Espectros narrativos

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Con la obra de Joachim Koester (Copenhague,1962) uno tiene la sensación de que el artista ha ideado un mecanismo con el que viajar a sucesos o momentos que habían quedado ocultos o sepultados por el peso de los años, décadas y siglos. Koester rescata gestos, acciones y figuras como un modo de reconstruir una Historia en suspenso e invitarnos a releer nuestro presente, oscilando entre lo que es y lo que podría haber sido. Aprovechando su visita a Barcelona, donde expone Hacer cuerpo con la máquina, una muestra comisariada por Anna Manubens en la Blueproject Foundation que se cierra esta semana, tuvimos una conversación con él sobre las piezas que integran la exposición y otras que vimos anteriormente.

La primera vez que vi tu trabajo fue en la exposición que el Centre d’Art Santa Mónica de Barcelona te dedicó en 2006. Casualmente, en esas mismas fechas estaba leyendo Los anillos de Saturno de W. G. Sebald e intuí varias conexiones entre vosotros por el modo de abordar situaciones, lugares, momentos. Igual podríamos comenzar hablando de él o de tu interés por la literatura.

—Leí a Sebald hace años y, efectivamente, me gusta mucho. De hecho, si me metí en esto es porque desde siempre me ha atraído la narración, el lenguaje. He sido un gran lector y también me gusta escuchar las historias que me cuenta la gente. Quizás por eso soy algo inquietante. Recuerdo lo que otros han olvidado (risas). Aunque no vivo la lectura como una dedicación. Para mí siempre ha sido un hobby. Creo que, en general, los hobbies son importantes. A mis alumnos de la Malmö Art Academy siempre les recomiendo tener una o varias aficiones, porque te permite apasionarte de las cosas sin ninguna presión. Ahora, por ejemplo, me paso un montón de horas absurdas viendo boxeo en YouTube. No es que tenga un propósito determinado, pero hay algo que me interesa de todo eso.

Quizás sea ese duelo de gestos llevados al límite, como en The Places Of The Dead Roads, que es una de las tres piezas que expones aquí y que describes como un “intento por acabar con el hechizo de la violencia histórica al abrir fisuras en la armadura del cuerpo”.

—Sí. En este caso partía del western, un género que me hace sentir cómodo porque tiene unos códigos claros, sobre todo en lo que se refiere a los movimientos, y a mí me apetecía jugar con ellos, distorsionarlos, revisar los estereotipos que construye el cine. Como en Tarantism, que es una obra anterior basada en una tradición medieval italiana. Recurrí a un grupo de bailarines pero no dirigí sus pasos, no me veía capaz de hacerlo. Entonces les leí el concepto, tal y como lo escribí, y empezamos a trabajar a partir del texto. No es algo que defienda pero, en conexión a lo que dije antes, creo que en según qué aspecto puede ir bien no saber demasiado sobre el área en lo que uno va a meterse.

En curioso porque cuando uno ve tus vídeos, su estética sugiere que todo ha sido pensado o está bajo control: la luz, el sonido…

—No identificaría lo estético con la idea de control, porque en general mi forma de proceder es algo caótica e intuitiva, aunque siempre hay un momento en el que el material que he generado gravita hacia algo que se vuelve más específico. Esto puede sonar críptico, pero quizás podemos pensar esa gravitación como el personaje de una narración. Una vez está en su sitio, ese personaje tiene un cometido y empieza a hacer cosas. A esta fase podríamos llamarla “crear la etapa del personaje”; es luego que me hago una idea más aproximada de hacia dónde va todo.

Siguiendo con este vídeo, citas a Wilheim Reich: “Cada contracción muscular contiene la historia y el sentido de su origen”. En tus piezas parece que quieras recuperar ese pasado que está más allá del lenguaje verbal.

—Me gusta pensar que la historia existe a distintos niveles. Esa frase también podría asociarse a una experiencia que tuve en una de las Islas Vírgenes, en el Caribe, donde los daneses fueron un poder colonial. Fui porque me invitaron a hacer alguna obra ahí. Cuando me enseñaron la isla recuerdo que hacía mucho calor, el ambiente era algo surrealista. Entonces, a lo lejos, vi a un tipo que venía hacia nosotros. Caminaba de una manera muy rara. Yo empecé a reírme. Le pregunté a mi acompañante por qué que andaba así (lo imita); entonces me explicó que en el pasado los hombres negros no podían caminar como los blancos, con las manos pegadas al cuerpo, porque era ilegal. Ese gesto tiene una historia y pensé: ¿por qué no disponer de un archivo de gestos?

Esto nos recuerda a Aby Warburg, que intentó hallar las mismas figuras simbólicas en diferentes culturas, como imágenes que danzan a través del tiempo y sobreviven. Pero también nos recuerda a algo que dice Max Kommerell: cuando habla del hombre moderno, el que nace con la expansión de la burguesía y las técnicas de observación y supervisión social, lo describe como aquél que ha perdido los gestos. ¿Qué opinas al respecto?

—De entrada, el gesto de la anécdota que os acabo de mencionar no es universal, así que se distingue de lo que buscaba Warburg. Lo que vi pertenece al índice invisible de las cosas y los acontecimientos y aborda una historia y una situación muy específica. Lo que me interesa es cómo los gestos pueden desbloquear historias. Y no creo que los hayamos perdido en absoluto. Al revés, yo creo que los gestos y el movimiento aún hacen de puerta de entrada a un vasto espacio de historias, imágenes y emociones que figuran en el límite de las palabras.

En la segunda obra de la exposición, Of Spirits And Empty Spaces, recuperas la figura del activista americano John Murray Spear (1804-1887), quien intentó descifrar el mecanismo de una máquina de coser induciendo a un grupo a una especie de trance colectivo. ¿Qué es lo que más te atrajo de esta historia?

—Sucedió a mediados del XIX, en la época del telégrafo y la electricidad. Entonces se esperaba que la mayoría de la población pudiera beneficiarse de esta clase de inventos, pero en seguida se vio que no iba a ser así, porque con las patentes los beneficios se reservaban a una minoría que vendría a ser la élite, los Rockefeller, etc. Spear creía que los planos de esa máquina ya existían de una forma inmaterial y que podrían ser revelados a través de un ritual. La danza tenía una dimensión muy sexual, lo que en 1871 debía ser bastante controvertido, porque además pretendía facilitar la vida a las mujeres al permitirles fabricar sus propias máquinas. Creo que ese baile podría ser un buen ejemplo de un futuro abandonado. En Department Of Abandoned Futures retomo de alguna manera esta idea con un audio que construye espacios con los que cualquiera podría vincularse. Pienso que en general no deberíamos descartar las cosas por ser imaginarias, hay muchas construcciones en nuestras vidas y sociedades que lo son y resultan muy poderosas.

Si se valora tu obra en conjunto, uno tiene la impresión de estar frente un puzzle cuyas piezas no acaban de encajar aunque todas nos remitan a un mismo mundo. Hay una conexión que no siempre es visible o literal y que se nos escapa o queda como en el aire.

—Es una descripción muy aproximada de cómo funciono, aunque más que un puzzle yo pienso en constelaciones o pequeños puntos de luz en una oscuridad inmensa. Por ejemplo, a menudo expongo My Frontier Is An Endless Wall of Points, un vídeo alrededor de las experiencias de Michaux con la mescalina, con la pieza Tarantism porque en esa escritura yo veo un patrón, una electricidad. Sus gestos tienen algo elegíaco pero también podrían ser anotaciones del cuerpo. Me gusta pensar que cada combinación de mis obras ofrece diferentes posibilidades, como si mi trabajo fuera una máquina que cuenta varias historias a la vez.

Hablas de Michaux. Otros los escritores que mencionas (Castaneda, Burroughs, Baudelaire…) han escrito bajo el efecto de diferentes tipos de substancias, como “fuera de sí”. ¿Dirías que la literatura es un estado de conciencia alterada?

—Desde luego muchos textos se han producido en ese estado. Tengo una pieza, From The Secret Garden Of Sleep, que es una cita de Proust. Él, que era asmático, tomaba belladona, cannabis, opio… Además escribía tumbado, aislado en una habitación, así que es evidente que lo hacía bajo el efecto de esa clase medicamentos que hoy se consideran drogas.

¿Has intentado alguna vez escribir o leer bajo esos efectos?

—Escribir no, pero sí que he experimentado desde muy pronto con sustancias y he tenido más de una experiencia extracorporal. Es una sensación muy vívida que a veces puede trasladarse a las descripciones que hacemos de las cosas. El audio que escribí sobre los futuros abandonados, por ejemplo, viene de ahí.

¿Cuánto puede durar una experiencia así?

—Depende de si usas un suplemento. Algunos se pueden comprar en farmacias, como la galantamina. Yo la he tomado en dosis de 8 mg pero a los enfermos de asma se le receta 25. El efecto puede durar una hora.

Hablando de episodios extracorporales, quizá puedes contarnos lo que viviste en Kaliningrado. ¿Qué sucedió exactamente?

—Fui en noviembre de 2003 para investigar los paseos que Kant hacía regularmente allí, pero la ciudad había cambiado dramáticamente desde entonces. Sentí que estaba entre dos tiempos: su pasado soviético y la nueva era neoliberal. En el aeropuerto recuerdo ver el símbolo de la hoz y el martillo y, al caminar, vías de tren a ninguna parte, monumentos medio destrozados, una casa que había sido amputada… Yo había leído en los libros de texto que Kant nació en la antigua Kaliningrado, es decir Königsberg, pero al anexionarse a la Unión Soviética, su pasado quedó completamente borrado y hasta llegó a ser ilegal tener mapas antiguos. De alguna manera percibí esa tensión, como sucede en el psicoanálisis con lo que es negado. En la mayoría de ciudades tenemos un modo de lidiar con el pasado, se decide qué se restaura, es una relación más organizada. No tienes castillos germánicos en lo que ahora es una zona semi-industrializada.

Es cierto que es una imagen muy rara.

—Estar presente en ese mundo, caminando solo bajo la lluvia, con los olores, las sensaciones…, fue todo un impacto, como si transformara mi percepción del presente. Me acordé de Robert Smithson y cambié una frase de su texto sobre Passaic, que él describió como un sitio lleno de agujeros. Además, Kaliningrado es una ciudad tan filtrada por las historias y rumores sobre los paseos que dio Kant. Cada cual apunta hacia una dirección o camino distinto. Yo me guié por lo que me dijo el profesor Kalinnikov, que ha dedicado su vida a estudiarlo. No soy especialista en Kant, pero si lo hubiéramos escuchado quizás todo hubiera sido distinto, porque en el hecho de eliminar a alguien por ser judío o gitano no entra ninguna noción de lo universal. Es más una exigencia de la Historia, que yo entiendo como una fuerza enorme y caótica, aunque tengamos la tentación de creer que las cosas pasan por una razón o siguen una secuencia lineal.

La relación que estableces entre tu paseo y el que hizo Smithson nos recuerda a otras “revelaciones” como la que tuvo Fredric Jameson en Buenaventura Hotel, Dan Graham en los atrios de Nueva York o la de Rem Koolhaas en el aeropuerto de Logan, en Boston. La descripción de estos lugares sirve a estas personas para pensar el presente. Sin embargo, en tus obras las referencias geográficas suelen ser más melancólicas, como si fueran hilos sueltos del pasado. Cuando hablas de Calcuta, Siracusa o Transilvania parece que quieras desplazarte a otro tiempo. ¿Te imaginas trabajando en un paisaje o con un tema más contemporáneo?

—(Piensa un rato) La última vez que conduje alrededor de Times Square me llamó la atención la profusión y tamaño de las pantallas de video. Había muchas más y eran mucho más nítidas y brillantes que hace años. Todo parecía muy nuevo, fruto de una economía en auge que genera imágenes a máxima velocidad y desarrolla sorprendentes formas de comunicación. Pero también recuerdo ir en bicicleta por las calles desiertas en Dumbo, un barrio de Brooklyn, un día gris a finales de noviembre de 2001, cuando Nueva York había caído en un hoyo profundo después del 11-S y no pasé ante ni una sola pantalla en funcionamiento, ni ningún negocio o anuncio durante más de 15 minutos. Si lo menciono no es para alzar mi dedo y decir “después de la fiesta habrá una resaca”. Lo que quiero señalar es que lo que experimenté en Times Square podría cambiar mañana. Tenemos la tendencia a ver el presente como algo dado, algo que todos sabemos aceptar y desde donde avanzar. Esto es lo que aborda Alexander Kluge en su película El asalto del presente sobre el resto del tiempo. Este presente, que en realidad es sólo uno de los presentes, el del progreso tecnológico y económico, nos vuelve ciegos no sólo ante el pasado, sino también ante los otros futuros que están latentes en este momento.

 

1. The Places Of The Dead Roads, 2013.
2. Of Spirits And Empty Spaces, 2012.
3. Vista de la exposición en la Blueproject Foundation.