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La invención de Camboya

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Asomarse, disparar y salir. Máximo cinco segundos. Da tiempo de sobra, salvo que quieras mirar. En la entrada de Angkor Wat, el templo más grande de la antigua capital del Imperio jemer, una turista en pantalones cortos da la espalda al atardecer y fotografía entusiasmada a unos niños medio desnudos que piden limosna. Un chico indonesio que ha llegado ayer de Bali lamenta que todos los templos de Angkor se parezcan tanto entre sí. La camarera del hotel de Angkor nunca ha estado en las playas sureñas de Sihanoukville. La camarera del hotel de Sihanoukville nunca ha estado en los templos de Angkor. El conductor del tuk-tuk de Kampot no ha estado ni en las playas sureñas de Sihanoukville ni en los templos de Angkor, y además está hasta los cojones de los vietnamitas y, añade nervioso mirando alrededor, del gobierno corrupto ladrón que subasta a empresas extranjeras los recursos turísticos del país en concesiones de 99 años. Un chico joven se contorsiona sobre la entrada adoquinada de Angkor Wat para fotografiar a un mono que bebe a morro un zumo de melocotón que acaba de arrancarle a una adolescente holandesa. Pero la postal turística que más me llamará la atención es la de unos viajeros suecos que sonríen en blanco y negro a las puertas de Angkor. La foto fue tomada por un jemer rojo en 1976 y la veré expuesta en una sala del centro de torturas del Museo de los Crímenes Genocidas Tuol Sleng, en Phnom Penh.

Sentados junto a la piscina de azulejos azules del hotel, unos americanos repasan los encantos de la ciudad: el mercado central de época colonial francesa (una bóveda amarilla que parece una ópera, un templo o una estación de tren), el palacio real, el mercado ruso, el estadio olímpico. Y “el centro de torturas, tienes que ir a ver el centro de torturas”, ordena uno de ellos.

A la salida del centro de torturas, unas adolescentes se fotografían excitadas junto a un anciano superviviente que vende su libro protegido bajo una sombrilla. La tienda del museo vende gorras y camisetas con la inscripción “Say no to genocide”. La Lonely Planet recomienda tomarte una cerveza después de visitar el centro de torturas. Sobre una pared, Jon, from Southampton, UK, desea more happiness in the future. Viva Cambodia, añade Kevin, from Ireland, Cork, 2010. Caminando por celdas llenas de fotos de asesinados, calaveras y grilletes, una chica explica a su amiga los pormenores amorosos de su compañero de piso. Caminando por las celdas donde torturaron y mataron a entre 12.000 y 20 mil personas, niños incluidos, es fácil caer en la tentación de la sátira. O, peor aún, en la tentación moralista. Hace poco he leído en el periódico una entrevista a un fotógrafo, Tézenas, que acaba de publicar un libro sobre el interés turístico que despiertan lugares como Auschwitz o Chernóbil. “¿Y si, bajo el pretexto del deber de la memoria, no nos hallásemos simplemente en presencia de un mercado de la barbarie humana?” “¿El reclamo exacerbado de lo macabro, que se oculta tras la coartada cultural, es ética?”, se pregunta Tézenas. Igual que el naturalista Henri Mouhot atrapó el interés de sus coetáneos comparando Angkor con las pirámides egipcias, Tézenas ha escrito un libro acorde con la sensibilidad de la época, esto es, la sátira y censura moral del turismo. Es la misma corriente que fotografía a turistas gordos y feos en playas baratas. Es la misma corriente que he utilizado yo en los párrafos anteriores. Un juego supuestamente sofisticado para un público que se cree sofisticado. Un juego de fotoperiodistas, intelectuales, artistas y obispos. ¿Y si, bajo el pretexto de la reflexión, la ironía o la denuncia, no nos hallásemos simplemente en presencia de un mercado de superioridad y esnobismo moral?

En 1975, la izquierda recibió con euforia la caída del dictador Lon Nol y la toma de Phnom Penh por parte de los Jemeres Rojos. No fueron los únicos. Ya fuera por convencimiento, por odio al dictador o por cansancio de la Guerra Civil, gran parte de la población camboyana deseaba el triunfo de ese misterioso grupo revolucionario. De ellos sólo se sabía que habían combatido con éxito al dictador corrupto apoyado por el ejército estadounidense que llevaba años arrasando el país desde al aire. Se sabía que el rey Sihanouk los había elogiado desde su exilio en China. Fue el rey quien, en un arrebato poético, bautizó a sus antiguos enemigos como Jemeres Rojos. Se sabía en los círculos ilustrados de Phnom Penh que sus cabecillas procedían de la intelligentsia urbana educada en París. Los Jemeres Rojos eran los buenos.

Una revolución puede decepcionar a quienes la hicieron posible, puede matar a quienes mataron por ella, puede provocar nostalgia de tiempos peores, pero toda revolución está bendecida por un primer espejismo de euforia. En Camboya, la ensoñación duró sólo unas horas, las que tardó el nuevo gobierno en evacuar la ciudad y trasladar a la población a campos de trabajo. Comenzó entonces la historia de la República Democrática de Kampuchea: en los siguientes tres años, dos millones de personas murieron ejecutadas, por hambruna o por agotamiento.

Cuenta el periodista italiano Tiziano Terzani que cuando llegaron las primeras noticias de las matanzas de los Jemeres Rojos, ni él ni muchos reporteros que habían cubierto la Guerra de Vietnam las creyeron. Propaganda de la CIA, pensaron. Los americanos llevaban años mintiendo sobre Vietnam, ¿por qué iban ahora a decir la verdad sobre los comunistas camboyanos que habían apoyado a los vietnamitas en la guerra? ¿Por qué iban a decir la verdad sobre Camboya los que, años atrás, en boca de Kissinger, habían ordenado “una masiva campaña de bombardeo en Camboya; cualquier cosa que vuele sobre cualquier cosa que se mueva”?

Entre los asesinos imperialistas y los campesinos revolucionarios, fue fácil tomar partido por el experimento social de los Jemeres Rojos. Por todo el mundo surgieron decenas de asociaciones de apoyo al nuevo régimen camboyano. Una de las más activas fue la Asociación para la Amistad Suecia-Kampuchea que, en 1978, fue oficialmente invitada a conocer la realidad del país de primera mano. Los afortunados elegidos cenaron con Pol Pot, visitaron comunas de trabajadores felices, bromearon con niños que aprendían en colegios construidos con cañas de bambú, admiraron fértiles plantaciones de arroz.

(De todas las alucinaciones del viaje, la de la producción agrícola fue la más real: Kampuchea logró aumentar su producción de arroz, aunque los excedentes no fueron destinados a alimentar al pueblo en marcha, sino a comprar armas a China para atacar a los antiguos aliados vietnamitas y reclamar territorios irredentos. Kampuchea se había despojado de todos los vicios burgueses —ciudades, dinero, universidades, gafas, intelectuales, familia—, salvo del nacionalismo y las reivindicaciones territoriales).

La cumbre del viaje fue la visita a los templos de Angkor, en donde los maoístas nórdicos posaron sonriendo delante de la cámara de un soldado jemer. En las fotos en blanco y negro que cuelgan de las paredes del centro de torturas se adivina ese ambiente de camaradería y complicidad de los viajes de fin de curso. A su regreso a Suecia contaron lo que habían visto o imaginado que habían visto en el país de las maravillas. Contaron también lo que no habían visto: según Jan Myrdal, no habían visto ni ejecuciones ni apenas soldados. No eran tan ingenuos los suecos. Daban por sentado, así lo pusieron por escrito en sus libros de propaganda, que había habido asesinatos y torturas, pero se trataba de excesos necesarios para construir la nueva utopía.

Gunnar Bergström regresó a Camboya 30 años después para realizar el viaje inverso. Recorrió el país contando las atrocidades de los Jemeres Rojos. Pidió perdón, hizo autocrítica (“mis gafas de Mao me impidieron ver la realidad”), escribió un libro. Otros compañeros suyos siguen hoy defendiendo la experiencia revolucionaria jemer. Pertenecen a la raza elegida de quienes siempre lo han tenido todo claro, los que nunca han dudado, los que nunca han rectificado, los que nunca han dejado que la realidad ensucie sus euforias, sus certezas y sus sueños.

Construir una ciudad nueva es tan emocionante que a nadie le apetece perder el tiempo con el alcantarillado o el transporte público. Es como mudarte a una mansión abandonada y ponerte a reparar las tuberías. Lo que apetece es comprar muebles nuevos: presas, rascacielos, aeropuertos, megacasinos con campos de golf en mitad de parques naturales. Estados Unidos, Corea del Sur y China capitalizan la inversión extranjera con la que el gobierno adorna sus datos macroeconómicos de crecimiento sostenido por encima del 7 por ciento.

El dinero, que no la riqueza, empezó a llegar a Camboya con el desembarco de la ONU en la década de los 90, cuando todas las facciones políticas firmaron un acuerdo de paz auspiciado por la Autoridad Provisional de las Naciones Unidas en Camboya (UNTAC, por sus siglas en inglés). Desembarcaron entonces miles de funcionarios que cobraban 140 dólares en dietas al día, el equivalente al sueldo medio anual de un camboyano. “No se gastaron tres mil millones de dólares en Camboya, se gastaron tres mil millones a través de Camboya”, dice un miembro de la UNTAC en el libro Off the rails in Phnom Penh: Into the Dark Heart of Guns, Girls, and Ganja.

Construir una ciudad nueva fue el sueño del rey Sihanouk en los años 50. Quiso sembrar Phnom Penh con un puñado de hitos arquitectónicos que desparramaran progreso y riqueza y orgullo nacional sobre el país recién independizado de Francia. Eran los años anteriores a la Guerra Civil, a los bombardeos norteamericanos y a los Jemeres Rojos. Convocó a un grupo de jóvenes arquitectos educados en Francia y les pidió que desarrollaran un nuevo estilo arquitectónico vanguardista con raíces camboyanas, es decir, racionalismo de Le Corbusier con motivos ornamentales tradicionales. Toda esta palabrería produjo, sin embargo, resultados asombrosos.

El estadio olímpico se inauguró en 1953 en presencia del general De Gaulle bajo los acordes de la Sinfonía del nuevo mundo de Dvorak y la mirada orgullosa del arquitecto, Vann Molyvann. Aparte del estadio olímpico, Vann Molyvann había diseñado una biblioteca en forma de araña gigante inspirada en un sombrero tradicional jemer y una aulas de facultad que imitaban las viviendas palafitos del mundo rural. Luego la historia fue destrozando todas sus obras. Primero los Jemeres Rojos, luego los inversores extranjeros. Un grupo de estudiantes lleva años documentando y reivindicando la obra de Vann Molyvann. Organizan visitas guiadas a los edificios que aún siguen en pie y organizan campañas para evitar su derribo. Imaginan los edificios desaparecidos estudiando hasta las sombras de las cornisas que encuentran en viejas fotografías en blanco y negro.

Vann Molyvann fue el producto de la nueva política educativa de la joven nación independiente, que enviaba a la élite a estudiar a París. El joven Saloth Sar, también.

Vann Molyvann estuvo becado en París en 1947. Saloth Sar estuvo becado en París en 1950. En Francia se introdujo en círculos del Partido Comunista Francés y viajó a Zagreb en verano para trabajar de artesano y conocer de cerca el naciente experimento yugoslavo. Recorrió los puestos de libreros del Sena, donde descubrió y leyó con entusiasmo El contrato social de Rousseau: la vuelta a la arcadia feliz, ese estado natural del hombre alejado de los vicios de la civilización, una sociedad regida por una “voluntad general” que hay que defender, si es necesario con la muerte, de los “seres antisociales”.

La toma de Phnom Penh por los Jemeres Rojos sorprendió a Vann Molyvann en un congreso en Suiza. La toma de Phnom Penh por los Jemeres Rojos sorprendió a Saloth Sar en Camboya. Se había cambiado el nombre. Nada estridente ni metafórico como Ho Chi Minh (el que ilumina) o Stalin (acero), sino algo más acorde con su carácter tranquilo y educado. Un nombre común, de campesino jemer: Pol Pot.