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La obesidad como signo exterior de pobreza

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El niño tiene doce, diez, quizá ocho años, pero camina igual que un anciano con problemas de cadera: primero una pierna, luego, lentamente, la otra. Es un cuerpo bamboleante como un barco golpeado por el viento de una tormenta. El chico es rubio y llega a la altura del pecho de su madre, una señora igualmente portentosa que le heredó los ojos azul acerado, el rubor en las mejillas, dos enormes tetas. El niño hace un intento por parecer un niño normal: la camiseta dos o tres tallas más grande y unos calcetines blancos que apenas asoman por encima del cuello de las zapatillas negras, basquetbolísimas, Nike. El chico es alguien a quien, en cualquier lugar, le echarían una mirada indiscreta, con cuchicheos a la espalda, pero eso apenas sucede aquí.

Esto es Tempe, una ciudad universitaria en el desierto de Arizona, y es un restaurante que se llama Sweet Tomatoes, y es la barra del restaurante donde venden ensaladas, sopas y platillos bajos en calorías. Y es un lugar donde la mitad de las veinteañeras que almuerzan está excedida de peso, donde la mayoría de sus compañeros pertenecen a esa categoría indefinible entre musculoso y empacado a grasa, donde casi todos los ancianos sentados a las mesas de fórmica son obesos, muy gordos, regordetes. Por eso el chico casi no atrae más que a los delgados, los apenas barrigones, que esconden pronto la mirada, un poco con culpa. Sin ellos, poco hay que ver. Allí está un nene, ya cansado y sudoroso, descargando el trasero en la silla de un scooter motorizado. Nadie ve en él a un chico perdido ni un chasis ya viejo que incuba infartos. Sólo algo parecido a la normalidad.

La obesidad en Estados Unidos es una colección de cifras.

Arizona está entre los diez estados con mayor número de niños obesos en edad preescolar en todo el país. La combinación sobrepeso y obesidad está en el cuerpo de uno de cada tres chicos entre los seis y once años. No importa si son republicanos o demócratas, los expertos dicen que, de continuar la tendencia, en veinte años la mitad de los niños y niñas de hoy serán hombres y mujeres obesos. Hoy ya hay trece millones de niños y adolescentes obesos en este país, más que la población combinada de Suiza y Noruega.

The Land of the Free compite con México, kilo a kilo, por el título de la nación más fofa del mundo. El país no siempre fue gordo, pero, como en una película fatalista donde los científicos informan a un cariacontecido presidente sobre el avance de un virus asesino, la obesidad ha crecido sin cesar entre hombres y mujeres, educados y analfabetos. Tan pronto como en 2018, la obesidad le costará a EE UU alrededor de 350 mil millones de dólares al año.

La obesidad es, también, una colección de razones.

La disponibilidad de tentaciones simples ha sido la levadura del asunto. Comida en exceso, pereza en exceso. Si alguien quiere tomar drogas debe procurarse un distribuidor confiable, pero la gordura está al alcance del dedo índice: sólo los cajeros automáticos compiten en omnipresencia con las máquinas expendedoras de snacks, y pierden. Hay galletas, fritangas, dulces y refrescos en los cines, teatros, estadios y clubes de todo el país, y los hay a la salida de los baños públicos y en los pasillos de los gimnasios de Washington DC. Hay expendedoras en cada gasolinera, y las hay en las escuelas y en las iglesias. Por ubicua, la posibilidad de engordar equivale a respirar aire. En el pasado, los niños se ponían rellenos en casa; hoy el consumo es tan omnipresente que la grasa y el azúcar son portátiles.

Los niños estadounidenses comen más calorías vacías que nunca porque el mundo está patas arriba: productos básicos como frutas y verduras son más caros que la comida procesada. Treinta años atrás, los padres de los niños que ahora son obesos comían un snack diario: sus hijos tragan no menos de tres. Comer perdió su valor social y comunitario y se convirtió en una parada en el proceso de producción. Llenarse para seguir la marcha. Las porciones son ahora hasta cinco veces más grandes que en los setenta. En la cadena The Cheesecake Factory ofrecen una pizza infantil idéntica a una para adultos en Europa, y el tamaño promedio del vaso de refrescos es de seiscientos mililitros e incluye hasta cuarenta sobres de azúcar. En total, según cifras oficiales, en EE UU se consume 31% más calorías que hace cuatro décadas, 56% más grasas y aceites, y un 14% más azúcares y edulcorantes.

En este país la boca es la parte del cuerpo que más se ejercita. Demasiadas escuelas no tienen programas de educación física y, para rematarla, sus cocinas no envían a la mesa comidas saludables sino platos fritos y ricos en carbohidratos. Los cuarentones de mi generación gastamos nuestros días en tropelías en el vecindario, pero en las últimas tres décadas las formas de entretenimiento cambiaron de manera drástica. Hoy, los niños americanos pasan un cuarto del día frente a una pantalla de TV, con videojuegos o en la computadora. En sociedades donde la inseguridad tiene categoría de temor maniático, parece haber una incómoda aceptación de que, antes de arriesgarlos en la calle, es preferible tener a los chicos anclados en el sofá de la sala con una Coca-Cola por sonda, una mano en el control remoto y la otra en el bowl de Doritos.

En un país que mide todo, la obesidad infantil en EE UU también es un asunto contable: si un chico tiene grasa en exceso, dicen, es porque el input (las calorías ingeridas) excede al output (las calorías gastadas). Algunos estudios dicen que los niños flacos y gordos no comen de manera muy distinta; la diferencia radica en que los primeros gastan lo que ingieren.

Tratar al cuerpo como hacían nuestros antepasados —echarlo a correr, saltar, caminar— está en el corazón de una buena nutrición. En EE UU hay más autos que nunca y, por miedo o comodidad, los padres no salen con sus hijos a pasear por las calles de sus barrios, los niños van menos en bicicleta al parque, caminan poco a la parada del bus ni corren al campo de béisbol, que, en el país más suburbano del mundo, jamás queda a tiro de pelota.

En la nación de los velocistas de pista, casi la mitad de los jóvenes obesos no hace mucho más que caminar entre la cama y el auto. En 2012, la Asociación Nacional para los Deportes y la Educación Física constató que sólo seis de los 50 estados exigen a las escuelas que den educación física hasta los doce años, y en más de la mitad del país aún se mantiene la abolición de los recreos, decidida hace tres décadas para mejorar los resultados académicos de los estudiantes. Todavía hoy los administradores escolares creen que la salud de los estudiantes es asunto sólo de padres, no de maestros. Cuando hay problemas de presupuesto, las clases de arte y educación física están entre las primeras en desaparecer, en especial en los barrios más pobres.

Philippa Clarke, epidemióloga de la Universidad de Michigan, comparó un grupo de cuarentones que eran flacos cuando adolescentes pero ganaron peso con los años con otro de hombres que ya eran gordos a los 19. Los gordos históricos mostraron una mayor probabilidad de interrumpir los estudios al egresar de la secundaria y un 50% más chances de llegar desempleados, solteros o con ayuda pública a los 40. Barrigón, soltero y desempleado: la L de loser escrita en la frente. La obesidad es una condena anticipada que no precisa pruebas ni culpas: al gordo chico le va mal en la escuela, al gordo grande le toca peor en la vida.

Los científicos dicen que el infarto y el cáncer, los dos mayores matadores del mundo, son enfermedades que no comunican: liquidan con el sigilo de espías de la Guerra Fría, a escondidas y sin avisar. La obesidad es uno de los gatillos del mal corazón y las células alocadas. Un prepúber de casi cien kilos está marcado por problemas cerebrales y hormonales, en el corazón y los pulmones, los huesos y el páncreas, el hígado y la vesícula. La diabetes de adultos es ahora más frecuente entre niños, y es altamente probable que uno de cada tres nacidos en este siglo sufra la enfermedad en algún punto de sus vidas. La existencia prolija y exitosa de los países desarrollados se acaba cuando se cruza la aduana de la obesidad: por primera vez en la historia, los niños estadounidenses pueden vivir menos que sus padres.

A un adulto gordo no le hace ningún favor la conmiseración. Los especialistas dicen que, en la última década, la discriminación contra los gordos ha aumentado casi un 70%. Según la psicóloga Kelly Brownell, que dirige el Rudd Center for Food Policy and Obesity en la Universidad de Yale, es posible que muchos crean que un adulto gordo es gordo por su propia culpa: alguien que no hace suficiente por sí mismo. Es un modo simple de que todos nosotros evitemos mirar debajo de la alfombra de la sociedad que hemos creado. Brownell se pregunta si no es el desastroso clima social y el ambiente de la comida tóxica lo que hace que más y más gente tenga dificultades para resistirse a tragar en vez de alimentarse: “Eso explica la prevalencia de la obesidad, así que es injusto poner a las personas en un escenario donde hay una elevada posibilidad de ganar peso y luego culparlos porque engordan”.

Hay un círculo vicioso que se monta sobre esas condiciones: nosotros mismos. Si los padres son obesos, los hijos tienen diez veces más chances de serlo. Según los científicos, no más del 40% de la obesidad es de base genética; la mayor proporción es social. Hoy, la gordura mórbida es, sobre todo, una enfermedad de pobres. La pobreza es letal por violenta y excluyente, pero también por alimentar la paradoja de matar por hambre o saciedad.

Los ricos hacen yoga y Pilates y comen frutas y verduras frescas cuando quieren. Los pobres pertenecen al Imperio del Carbohidrato y de la Grasa: alimentos baratos, llenadores y energéticos. En EE UU, uno de cada cinco niños negros y uno de cada seis latinos en edad preescolar tienen cuerpo y cuello y cara y manos y brazos y piernas y, claro, vientres hinchados de grasa.

Hace un tiempo, a tres calles de la Casa Blanca, vi bajar una veintena de personas de un bus turístico. Reconocí el acento cerrado de los habitantes de las lomas de West Virginia, un estado pobre a tres horas al noreste de la millonaria capital del país más poderoso del mundo. Pero también reconocí su origen de una manera morbosa: una buena proporción de los viajeros eran obesos. Tenían los dientes careados y la piel tersa y ruborosa del gordo hipertenso. Algunos cargaban vasos enormes de refresco, otros salían a la calle con un sándwich tamaño zapato. Entre ellos encontré el mismo modelo de niño que años después iba a ver en Arizona: un prepúber inflado, de mirada esquiva, tímido o moralmente golpeado. La diferencia es que a este chico lo ayudaron a bajar, lo sentaron en un scooter y le conectaron una mascarilla de oxígeno.

La escasez y el exceso comparten mesa en las casas de los más pobres. Según un estudio del Departamento de Salud y Servicios Humanos, los negros y los mexicano-americanos, que representan la gruesa proporción de latinos en el país, son más obesos a medida que ganan más dinero. El acceso a mejores recursos cuando se proviene de la pobreza se traduce en acumular lo que siempre escaseó, llámese dinero, estatus o comida.

Han cambiado los símbolos del poder y no-poder. Hasta hace poco era común representar a los millonarios barrigones y orondamente cachetones, y a los pobres, cenceños como ramas. Pero ahora cada vez vemos a los mejor nutridos delgados y a los pobres gordinflones. La mala alimentación cierra el futuro. En las naciones pobres, la falta de comida en cantidad y calidad procrea niños bajitos, famélicos, un poco lentos. En las naciones ricas, el exceso de comida de mala calidad produce pobres enormes, un poco torpes. El chef Tom Colicchio dice que la gente no entiende que la obesidad es un síntoma de pobreza, no un estilo de vida de personas que eligen comer porque es más cómodo que hacer ejercicio.

Mientras unos pueden darse el gusto de elegir, para los demás la urgencia ralentiza el sentido común. El pobre trabaja muchas horas, duerme poco, se alimenta mal y, por efecto transitivo, sus hijos viven mal, estudian peor, comen fatal. Para un escolar pobre, sin padres en casa que lo cuiden y guíen, no hay niñera más entretenida que la tele ni nutricionista más accesible que el refrigerador.

En EE UU, la correlación entre pobreza y obesidad comienza a cultivarse en el campo. James Tillotson, profesor de política alimentaria en la Universidad Tufts, sostiene que su modelo de subsidios agropecuarios favorece la obesidad a expensas de prácticas nutricionales más saludables. Procura incrementar las eficiencias, y los granos en que los granjeros estadounidenses son más eficientes son unos pocos y subsidiados, como la soja, el trigo y, en especial, el maíz.

El apoyo a estas semillas ha llevado a que los campesinos reduzcan la producción de frutas y vegetales. El mercado está inundado de productos elaborados con granos subsidiados, desde grasas hidrogenadas con soja hasta edulcorantes de jarabe de maíz de alta fructosa. Con ellos es posible fabricar comidas rápidas, aperitivos envasados, enlatados, refrescos carnes y hasta panes. Hoy, un kilo de pollo es más barato que un kilo de kiwi, y un kilo de plátano cuesta más que una oferta de Big Mac que incluye papas fritas y Coca-Cola de libre reposición. Los científicos dicen que este modelo aumenta el contraste de precios: los vegetales frescos de Whole Foods son objetos de lujo, mientras que los sobreendulzados e hiperengrasados de Wal-Mart van a parar a la mesa del más pobre.

Si la buena salud es impagable, el incentivo a vivir sano es bajo. Engordar es casi gratuito visto cuánto cuesta mantener el peso.

Cambiar es tan difícil como hacer dieta: uno prefiere dejarlo siempre para el próximo lunes.

Huntington es una ciudad de 50.000 habitantes ubicada en la esquina sur de West Virginia, en el límite con Ohio. Tiene primaveras de abedules plateados, fresnos rojos y castaños que lamen los techos de las casas de madera. Allí nació el coronel Tom Parker, el representante de Elvis Presley. Huntington, poblada por una mayoría blanca sin mucha educación, creció a partir de acereras y ensambladoras de trenes hasta que en los 70 la siderurgia regional se desmoronó y envió al desempleo a miles de obreros. Algo de esa depresión se hizo carne. Con las décadas, Huntington se apropió del deshonroso mérito de la ciudad menos saludable de EE UU. El 45% de sus adultos son obesos. La mitad ha perdido o se hizo sacar toda la dentadura. La diabetes y los infartos matan sin contemplación. En Huntington hay más pizzerías que clubes de deportes en todo West Virginia y el refresco Mountain Dew se bebe más que el agua de los grifos.

Allí llegó hace unos años Jamie Oliver, el chef progre que anda en Vespa por Londres. Oliver, que producía el show Jamie Oliver’s Food Revolution, se propuso cambiar los hábitos alimenticios de Huntington. Cuando visitó la escuela local, el desayuno de los niños era pizza y leche chocolatada, y el almuerzo, nuggets de pollo y papas, todo procesado y frito. En clase, los niños no distinguían entre tomates y papas. Oliver acabó llorando cuando los lugareños lo enfrentaron por pretender quitarles su comida, las leches saborizadas y los refrescos de la escuela.

El chef no se dio por vencido y, con sentido del show, volcó un contenedor repleto de grasa amarillenta frente a un grupo de madres para que reflexionaran sobre qué daban de comer a sus hijos. Poco después, el alcalde de Huntington, un señor ancho como un neumático, le dijo que la salud no era un problema preocupante en su pueblo y un presentador de radio le aclaró que sus paisanos no se pasarían el día comiendo lechuga sólo porque un chef británico proclamase la bondad vegetal.

—¿Quién —le dijo— te ha elegido rey a ti?

Dos años después, los resultados del show de Oliver eran variados. Algunas escuelas habían incorporado sus platos, como un pollo a la barbacoa con arroz negro, zanahorias, pasas y vinagreta de naranjas, y ensaladas en las que mezclaban pepinos, manzanas y miel. Padres y alumnos habían aprendido a preparar sopas en clases gratuitas de cocina. Pero una evaluación del Health Research Center de la Universidad de West Virginia encontró que el 77% de los estudiantes preferían los nuevos menús oficiales —establecidos por el estado tras los reportes oficiales de obesidad— a los de Oliver, que eran menos grasosos pero más caros de producir. Las leches saborizadas que combatió el chef siguieron en los menús escolares; también las pizzas y los chicken nuggets.

No ha de haber transformación más morosa que el cambio cultural. Como muchas otras escuelas, las de Huntington dependen en buena medida de las donaciones de las empresas al Departamento de Agricultura de EE UU, nada abundantes en productos frescos. Los administradores escolares de Huntington dicen que debieron comprar comidas procesadas y envasadas para equilibrar el presupuesto desbalanceado por el menú más sano pero más costoso de Oliver. Al final, Huntington ha mejorado un poco: en 2013 ya no era la primera sino la tercera población más gorda del país. ¿Fue por influencia del chef inglés? Nadie lo sabe, aunque Oliver ha insistido en que deben acelerarse los cambios. Cuando el Congreso aprobó un presupuesto de 4.500 millones de dólares para mejorar la nutrición de los niños hacia 2020, comentó con mala cara: “Es el momento más oscuro de la salud en EE UU, ¿y eso es todo lo que tienen?”.

En la película Wall·e los humanos son una especie adiposa que vaga sin destino por el universo pues la Tierra acabó tapada por las basuras del consumo. Los viajeros han cedido la toma de decisiones a una computadora, que elige por ellos del clima al alimento. En vez de caminar, la carcasa rechoncha del humano del futuro viaja en asientos automatizados. El mayor ejercicio consiste en empinar el codo con un vaso gigante de refresco, mientras en las guarderías los bebés, que no gatean, ruedan como bolas rosadas de bowling.

La Corporación Buy ‘n’ Large maneja el mundo de Wall·e y parece fácil ver el paralelo con nuestras industrias del hiperconsumo. Las empresas alimentarias de refrescos y comidas envasadas son fácilmente caricaturizables como los robber barons del siglo XXI. Alimentan sin paradojas la sed y el hambre de ganancias poniendo comida en exceso en boca de otros. No hay demasiadas dudas de la responsabilidad corporativa en el engrasado de los niños. En el Journal of Public Health Policy, las expertas Alexandra Lewin, Lauren Lindstrom y Marion Nestle recuerdan que, hacia los 80, las compañías debieron expandir sus ventas a nuevos mercados ante la competencia global creciente. Encontraron el espacio ideal en los niños, un nicho casi virgen.

La industria alimentaria suele decir que el problema capital de la gordura son las decisiones personales de los consumidores, como si la abundante disponibilidad de comida chatarra fuera inocente e inocua. Es una cruel paradoja que quienes deban alimentar provean armas para la muerte, pero la industria nada dice sobre la promoción de sus combos hipercalóricos como objetos de deseo, coloridos y crocantes, tal cual en el pasado las tabacaleras prometían el placer, cuando no la buena salud, de fumar sin culpas. En un mundo sedentario con gordos condicionados por el ADN resistente de un gen mohicano, las campañas de las cadenas de comida rápida equivalen a la promoción de balas para suicidas.

La industria rodea, sitia y conquista, como un disciplinado ejército al bando enemigo. Las empresas de alimentos gastan en EE UU 10 mil millones de dólares al año para llevar sus ofertas de consumo a los niños a través de la TV, la radio, internet y los periódicos y revistas. Otro tanto va a anunciar sus productos en videojuegos y promociones, y una porción menor, pero creciente, aparece como mensajes de texto en los teléfonos celulares.

The Kaiser Family Foundation, una organización de California que analiza políticas de salud, ha comprobado que siete de cada diez anuncios para niños en la TV son de dulces, cereales procesados y comida rápida. Incluso los canales escolares tienen anuncios de refrescos o snacks; porque en EE UU aún se pueden publicitar bebidas y chocolates en las escuelas. La ecuación, entonces, se pone jodida: según el Departamento de Salud y Servicios Humanos, el 83% de los niños, desde tan temprano como los seis meses hasta los seis años, ven tele y videos dos horas al día. Una investigación del Yale Rudd Center for Food Policy & Obesity comprobó que los pequeños del preescolar vieron casi tres anuncios diarios de comida rápida en 2012, poco menos que sus mayores de seis a once años. La gordura entra por los ojos.

La publicidad es a la obesidad infantil lo que el cordón umbilical al feto: las investigaciones han hallado una relación consistente entre el incremento de anuncios de comidas no nutritivas y la gordura de niños y prepúberes. La mayoría de niños menores seis años no comprende el valor persuasivo de la publicidad. Por definición debería ser considerada abusiva, pues los niños tienen una extraordinaria habilidad para recordar su contenido, y sus preferencias influyen altamente en la decisión de compra de sus padres. El dueño de la Cajita Feliz lo sabe mejor que ninguno: McDonald’s es el cuarto mayor anunciante publicitario de EE UU.

En juego está la vida de muchos, pero también una ecuación financiera: el dinero engrasa el Sueño Americano. Más gordura ha significado más ingresos para los vendedores de grasas y azúcares. Las empresas alimentarias estadounidenses son las más grandes del mundo y por demasiado tiempo no han sentido alarma porque sus ganancias obliguen a más gastos del Estado. Un tercio del aumento del costo de la salud entre 1987 y 2001 se explica por la gordura, cuyo tratamiento suele financiarse en buena medida con programas sanitarios del Estado. El costo de la obesidad en EE UU llegó a 147 mil millones en 2008, cuando diez años antes era casi la mitad. Juguemos con las palabras: ¿cómo se financia, entonces, el peso creciente del peso de los ciudadanos cuando el Estado engorda con déficits que rompen balanzas?

La alarma saltaba desde hacía años, pero fue necesario el activismo de Michelle Obama para reverberar la nación. En un país donde el individualismo es incluso institucional, cuando la Casa Blanca entra, el asunto es serio. La mujer de los hombros y brazos perfectos pasea por la nación más gorda del planeta mostrando la huerta que sembró en la casa política más poderosa. Desde 2010, su programa Let’s Move busca resolver el problema de la obesidad infantil en una sola generación con comidas más saludables y llevando a los niños a practicar más deportes y juegos en las escuelas.

La misión obligó a la mujer presidencial a conversar en persona con los fabricantes de alimentos.

—Nuestros niños no se hicieron esto a sí mismos —les dijo.

Desde que nacemos, los humanos hemos hecho dos cosas: comer y salir a buscar comida. Parece absurdo, pero a la especie que inventa naves para enviar al espacio hay que recordarle menesteres primitivos de sus antepasados cavernícolas, como moverse para conservar la salud. Quienes se ejercitan tienen mejor humor y actitud y, en el caso de los niños, son más serenos, más fuertes, poseen menos riesgo de enfermarse y tienden a ser mejores estudiantes.

Let’s Move propone algo tan sencillo como que la actividad física suba a una hora diaria. ¿Qué detiene su avance?

Como todo, una idea puede pesar toneladas. No es simple atravesar las barricadas del Congreso. El lobby American Beverage Institute gasta cientos de millones al año para convencer a los políticos de no castigar a sus vendedores de refrescos asociados. Otro poco hacen los hosteleros, los fabricantes de snacks, los productores de carne. Cuando Michelle Obama apoyó los esfuerzos para reducir el consumo de refrescos con la campaña “Drink Up” que fomentaba la ingesta de agua, activistas neoconservadores la acusaron de dar otro paso en la estrategia de comando y control del gobierno central sobre las libertades individuales. Hace un tiempo, el periodista Matt Taibbi describió en Rolling Stone una reunión de la organización ultraconservadora Tea Party, impulsores de la filosofía del no-me-jodas-que-me-lamo-solo: un tercio de los asistentes eran hombres blancos, mayores, obesos, chupando oxígeno de un tanque o deslizándose en sillas de ruedas motorizadas. El Tea Party no come brócoli sino T-Bone steaks. La gordura, como los subsidios que la alimentan, es, en el fondo, política.

Hace poco hallé en los avisos clasificados de un periódico de California diez terapeutas de obesidad —sobre sesenta— que se promocionaban como especialistas en familias con niños gordos, y eso, chocante como es, resulta también un aliciente: hay un problema, y hay gente dispuesta a resolverlo. Varios estudios han probado que niños entre cuatro y siete años que redujeron su tiempo frente a la TV y los videojuegos también disminuyeron su consumo de calorías.

No hay una receta mágica, pero Peter Fisher, especialista de la Child and Adolescent Health Meassurement Initiative, dice que los mayores progresos contra la obesidad se dieron cuando la comunidad trabajó unida con un ojo en las escuelas. Hasta los críticos creen que los gerentes de la industria alimentaria están oyendo el ruido de fondo, si no por convicción al menos por egoísmo, pues sus accionistas esperan que sean capaces de mantener los negocios en expansión y nadie quiere una sociedad de consumidores rebelada contra sus productos. La avaricia, parte del origen de la gordura, debe ser parte de su solución.

La Partnership for a Healthier America —que trabaja con empresas que llegan a 5,3 millones de niños, como Reebook, Nike o la cadena de sándwiches Subway, y con médicos de 400 hospitales de todo el país— nació en la huella de Let’s Move. En sus primeros cuatro años, dicen, la PHA logró que tres millones de niños practiquen más deporte. La Robert Wood Johnson Foundation, un grupo de dieciséis empresas que venden el 36% de las comidas y bebidas envasadas en EE UU, también informó que, atendiendo los planes de la PHA, se redujeron 6.400 millones de calorías de productos vendidos durante 2013.

Ciertamente, las empresas han hecho cambios. En los menús de casi todas las cadenas de comida rápida ahora hay ensaladas, frutas, pescado y sándwiches de pollo a la parrilla. La industria en su conjunto aceptó retirar de internet muchos sitios creados para promocionar alimentos para niños. También avanzaron intentos por reducir el número de máquinas expendedoras en las escuelas. Pero aun así, las compañías no han movido una coma de su tesis: sus productos no son responsables por las decisiones de padres que eligen comprar hamburguesas en vez de ensaladas o enchufan a sus hijos al televisor.

A inicios de 2014, varios medios importantes de EE UU, incluidos The Washington Post y The New York Times, difundieron con titulares entusiastas la noticia de que la obesidad infantil había caído un increíble –43% en la última década. Otro estudio del Departamento de Salud y Servicios Humanos indicaba que las familias compraban menos comida rebosante de calorías, que los niños consumían menos refrescos y que la venta de productos sobreendulzados e hipergrasos había caído en general. El informe también recordaba que, en menos de cinco años, 10.000 centros de cuidado infantil se habían plegado al programa de Michelle Obama por una mejor alimentación y más ejercicio. Como resultado, la obesidad en los niños de dos a cinco años había bajado del 14% en 2004 al 8% en 2014.

Los científicos se felicitaron ante la posibilidad de un cambio en los hábitos de consumo, pero fueron cautelosos. Niños tan pequeños menos gordos supone un enorme impacto potencial a futuro, pues la obesidad y sus enfermedades asociadas se establecen antes de los cinco años de edad. Aun así, sólo el tiempo dirá si se trata de una tendencia o un mero hipo estadístico. Como dijo Jeffrey Koplan, investigador de la Universidad Emory en Atlanta, una flor no hace una primavera.