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No es país para niñxs

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Ilustración de Antonio Ballester Moreno, Saturno, 2016.

A propósito del ‘caso Titiriteros’ muchas discusiones importantes se abrieron sobre los ataques de la derecha a la nueva política, la manipulación de los medios, las guerras culturales, la libertad de expresión, los abusos del aparato judicial, la flojera y el doble rasero de la izquierda madrileña, la idea de cultura libre y popular que se impone en esta nueva ‘segunda transición’. Debates importantes en los que participar pero que en algún sentido disimulan o disfrazan otro conflicto fundamental y mayor o, dicho con más precisión, ‘menor’ pero más determinante en cuanto señala una dimensión pública y popular mucho más intensa.

Si recordamos, todo esto ocurrió porque la dichosa función de títeres se consideró inapropiada, intolerable para los niños y niñas. La fiscalía, con aplomo, denunció “contemplación de escenas que pueden afectar gravemente al desarrollo intelectual y psicosocial de los niños”, y tanto para los que les pareció justificada (o incluso insuficiente) la actuación institucional-policial-judicial como para las personas que les parecieron exageradas las medidas, la idea de ‘proteger a los niños’ fue ‘consenso’ generalizado en casi todos los análisis y opiniones, da igual de qué posición o partido. Este país, que a falta de acuerdo hasta la fecha se gobierna sin presidente, cuyo saliente golpeó a su hijo menor en público y que a su vez recibió un golpe de un menor de su pueblo, ha consensuado un bienestar para los niños que consiste también en vigilar a sus titiriteros: “no cabe ninguna duda de que la función en cuestión era inapropiada para un público infantil”, “es intolerable que los niños vieran esa obra”, “perdón a los padres, el espectáculo fue deleznable”. Para lograr entender esta violenta escalada de ‘irresponsable responsabilidad’ que se ha traducido en uno de los atropellos a las libertades democráticas más vergonzosos que recordaremos, quizá tendríamos que preguntarnos sobre la idea de infancia que manejamos y por las relaciones que mantenemos con los niños y niñas.

En nombre del bienestar de una infancia que parece sólo existe en las mentes de los adultos que olvidaron toda experiencia niña, algunos padres, ejerciendo el derecho que les otorga la ‘patria potestad’, fueron a la policía para salvaguardar las almas de sus hijos e hijas; la policía, para mantener el orden exigido por el ayuntamiento que judicializó el asunto, detuvo a los titiriteros; en nombre del derecho de los niños, y ya de paso de todas las víctimas del terrorismo, el juez los llevó a prisión; en nombre del bienestar de los niños y las familias a las que la alcaldesa pidió perdón y su concejala de cultura prometió tranquilidad a la gente (que mirábamos desde abajo el numerito cada vez más avergonzados) asegurándonos, eso sí, que los carnavales continuarían “con normalidad”. Pues qué miedo. Al final, ya se sabe, todo fue una exageración. Era ‘un asunto menor’ que pronto hemos olvidado bajo la presión de una actualidad que nos trae cuestiones más importantes y serias.

Que la derecha hiciera este juego sucio con los niños para tapar la corrupción de su estirpe es en realidad lo menos sorprendente. Lo importante es señalar cómo en nombre de la seguridad, el bienestar y la protección de los ‘menores’ se ha puesto en marcha toda la violencia social e institucional y hemos descubierto de qué son capaces los ‘mayores’: padres y madres ‘responsables’ que llaman indignados ante una función de cachiporra a la policía; jueces míticos de los ochenta de dudoso espíritu democrático; ceses rápidos de vocales barriales que se esforzaron por materializar los procesos de participación y la toma de posición por abajo que abanderaban sus jefes; progresistas de izquierdas que acusaban a sus críticos de “autocomplacientes radicales” al servicio de los ataques de la derecha…

Por ello, en ningún caso podemos alardear de ser una sociedad emancipada, adulta, madura, ‘mayor’, porque nuestra tolerancia al abuso y la servidumbre es prácticamente ilimitada. Esta aprobación de la obediencia, esta connivencia con las restricciones de libertades supuestamente para favorecer la integridad de los niños efectivamente nos convertiría en gran medida, como tantos analistas y ficciones han determinado, en una sociedad pueril, inmadura, infantiloide. Infantilismo que comienza precisamente al relacionarnos con los niños y con una idea de infancia de determinada manera.

En algún sentido, la sensibilidad de esos veinte o treinta niños que asistieron a la cachiporra fue tomada como rehén para justificar algo que posiblemente no hubieran hecho ellos; pues la mayoría saben bien lo que significa sentirse encerrados o vigilados, es la condición básica del estatuto del menor. Toda justificación de esa violencia ejercida por las instituciones y poderes pierde fuelle al instante en que reconectamos con la experiencia infantil del teatro de marionetas que hicimos, o si recordamos, no sólo el folklore obsceno y violento que practicamos, sino sobre todo la impresión y los efectos que causaron sobre nuestra infancia esta clase de aventuras de la ficción que la sociedad entera se ha propuesto sancionar. ¿De verdad que la experiencia de infancia que hicimos nos marcó como para desear hoy que exista una ‘policía del bienestar’ de las almas niñas, que por fin se dedique a detener a los muñecos que hoy les cuentan la historia de los poderes por abajo? ¿Se puede pensar el mundo de hoy teniendo en cuenta las semánticas, gramáticas y mitologías en torno al significado de la infancia y lo infantil que frecuentamos? ¿Por qué la idea de infancia que practicamos parece favorecer siempre a la opresión, la autoridad, el gobierno o la economía?

¿DE QUÉ NIÑXS HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE LXS NIÑXS?

Hay muchas ideas de a infancia en marcha, ya lo hemos visto: “lo nuevo que no acaba de nacer” pero que ya mama en el congreso, los niños gigantes del movimiento municipalista que prometieron traerían la justicia a los pueri que hicieron su cruzada indignada, la adultez y madurez afectada de los partidos tradicionales que han querido subrayar su experiencia política. “Niños malcriados y altaneros” dijo Alfonso Guerra sobre Podemos no hace mucho en el homenaje a un socialista asesinado por ETA, organización terrorista que, cumpliendo con la amenaza que se espera de los mayores enemigos del pueblo, comenzó su lista de víctimas anotando el nombre de un bebé. “Chiquilladas” decían los conservadores y la derecha sobre las andanzas del “pequeño Nicolás”, “peligroso terrorista” sentenciaban para el joven Alfon. Los mensajes políticos, la información, se traducen “al habla de la calle”, pues la gente, ya se sabe, es incapaz de entender nada por sí misma. Lo que es evidente es que se establece y practica la autoridad en todas direcciones en base a la instrumentalización y el menoscabo que puede efectuarse tan sólo a partir de una comprensión retorcida de lo infantil, de ‘lo niño’, al tomarlo como un mero artefacto retórico o como ejemplo, según interese, de la impotencia, la ignorancia y la incapacidad, del barbarismo y el embrutecimiento, el victimismo, la inocencia o de lo novedoso que exige sus derechos para existir. ¿En base a qué experiencia o significado de la infancia organizamos el mundo y nuestras relaciones inclusive con los que ya no son en apariencia niños?

Acusar a la sociedad entera de pacata, de practicar el postureo y la sobreactuación respecto a los niños y la infancia es —quizá cualquier padre o madre o niño o niña podría confirmarlo— lo menos que puede decirse de lo sucedido con los Títeres de Tetuán. Si todas las medidas fueron tomadas debido a una obra de arte popular que consideramos inadecuada e intolerable para los menores (en la cual, hay que recordarlo, se denunciaba la injusticia y los aparatos de manipulación de los mayores, advirtiéndose, aunque resulte obvio, de su carga violenta), hay que preguntarse necesariamente también por lo que esta sociedad tolera para ellos y al servicio de qué vidas, obediencias, resistencias, disciplinas y modelos de vida ponemos a los niños [*]. “¿De qué niñxs se habla cuando se habla de lxs niñxs?” es un grito surgido precisamente de las manifestaciones a favor del aborto, nada más y nada menos, que quizá haya que hacer resonar en una lucha por los niños cuando en algún lugar se los nombra, por ejemplo, para encarcelar a quienes ellos frecuentan y frecuentamos como sus aliados sentimentales: manipuladores de muñecos, saltimbanquis, payasos de barrio que con su arte contestatario ningún daño querrían para ellos. Arte de la parhesía, la irreverencia y la contestación en el que, por cierto, los niños y niñas quizá sean auténticos expertos.

Vivimos pensando que nuestras relaciones con los niños y la infancia están tejidas y fundadas en el amor y la protección, que nos importan lo que más y con candidez nos escandalizamos por los abusos que se cometen con y contra ellos. Lo más amado pero en realidad respecto al orden del mundo y la realidad que impera, son lo más ignorado. Nada de su sensibilidad es para nosotros. Antes que nuestro respeto, los niños reciben nuestro desprecio y nuestras medicinas para calmar su excitación, nuestros señoreos que los ponen en su sitio. A su vez, despreciamos de forma general cualquier cosa tomando nuestro objeto de desprecio por infantil aunque se trate de temas bien graves como el totalitarismo, el capitalismo, las luchas. Vivimos preocupadísimos por los niños pero nos mostramos indiferentes la mayoría de las veces a las cualidades del mundo en estado de infancia. El bien más preciado y valioso de las sociedades o comunidades, su víctima más inocente e indicador infalible de sus conflictos y sus violencias. Niños en nombre de los cuales, y de su bienestar, dedicamos se supone todos los esfuerzos, y sin embargo los frecuentamos la mayoría de las veces de un modo embrutecido y embrutecedor, capturando sus gestos para ponerlos al servicio de la obediencia o el negocio.

LOS MUNDOS DE YUPI

Mientras se celebra la ceremonia ciudadana de los derechos de los niños y niñas, éstos y nuestra idea de infancia continúan ‘por ahí’, en ‘su mundo’, en una especie de afuera separado del mundo del que formarán parte, donde metemos mientras tanto prácticamente todo lo que moleste o cuestione un poco el estado de las cosas. Un afuera que nos obliga a tomar precauciones de todo tipo para entrar en contacto con ello,s pues la compañía del adulto y el niño resulta siempre un poco sospechosa: a riesgo de hacer el ridículo, si queremos entrar en su mundo de formas de colores y voces apitufadas, o de cometer delito, si los introducimos demasiado pronto en el nuestro. Quizá hemos puesto a los niños en el mismo lugar en el que permanece nuestra propia infancia, la única historia y pasado compartido por todas las personas de la tierra, de todos los tiempos, de todos los lugares. ¿A dónde ha ido a parar? No tiene nada de sentimental la pregunta. Es difícil creer que esto no nos suponga en ningún caso un interrogante de primera. Competencia de toda clase de expertos, de todas las disciplinas imaginables, que nos describen el carácter del niño o de la infancia de un modo por el que apenas alcanzamos a entender nada del hoy, ni de nosotros, ni nada de nada. Por ahí sigue, en ese afuera en el que rigen se supone libremente las fuerzas de los que no han adquirido todavía las competencias adultas para comprender, nombrar, construir, destruir o transformar la realidad, pero cuyas consecuencias sin embargo no son ajenas a los niños en ningún caso.

Si curioseamos un poco en ese ‘mundo infantil’ comprendemos que es muy difícil de sostener esa separación: están por aquí, viven junto a nosotros y nosotras, comparten las mismas riquezas o miserias, sus privilegios y pobrezas, atraviesan conflictos comunes, experiencian lo bueno y lo malo de la vida, tienen sus amores… Con la salvedad de que en su juicio aún no está todo ya dado, ni siquiera el género se espera que les identifique, y pueden hacerse más fácilmente experiencias del mundo ya que la pasta adulterada todavía no se ha solidificado y el niño o la niña aún no han adquirido todas las familiaridades, todos los prejuicios, todas las habilidades y los atributos que lo preparan para soportar el embrutecimiento que significa hacerse el buen adulto y ciudadano que se espera seamos, tan pueril desde la perspectiva de la sumisión que cabe dudar de que ése sea necesariamente el destino en el que ha de convertirse todo niño. Esa frágil disponibilidad, ese ‘poder de los que no tienen poder’, ese ‘estar formándose’ un cuerpo y una vida, es quizá la sustancia más preciada para la implantación de todo gobierno, para la conservación de todo poder y para el éxito de toda economía, la carne misma de la que se alimentan los sistemas sociales. Igualmente importante, pues, para toda resistencia y esperanza en otro orden de las cosas.

No se trata aquí de efectuar ninguna denuncia que se traduzca en redoblar los esfuerzos para mantener a los niños y la infancia en algún islote fuera de la realidad, protegidos por fin de la amenaza que somos y del mundo en que los ponemos. El hecho de que vivamos pensando que los niños están en ‘su mundo’ y no en el de todos, de que vivamos en definitiva pensando que los niños y niñas están al margen de las estructuras materiales y de los condicionantes sociales y que no participan de sus conflictos, pese a todo el esfuerzo que hagamos para presentar este redil como un espacio seguro, ‘a salvo’ y apropiado para los niños, designa una separación, una privatización, interesada e estructurada, para servir casi siempre al ejercicio de algún tipo poder. Una separación que el niño y la infancia no nos exigen y que, antes que a su bienestar o su protección, y aunque pensemos se mueven en ese redil por fin en libertad, será siempre un mundo separado del común, privado y privativo en todas las direcciones y que sirve realmente para crear las condiciones necesarias para intervenir en lo que es y será. Medio persona todavía, bastante perdido en el extraño mundo de la hostilidad que hemos construido, hay que enseñárselo todo para que aprenda a vivir en él. Distintas instituciones velan por esta diferencia entre adultos y niños (como otras o las mismas velan por la separación entre hombres y mujeres, nativos y extranjeros…) mediante toda clase de cualificaciones, segmentaciones que la lógica del dinero intensifica. Es necesaria esta exclusión para que los mayores (o los que se lo creen) puedan por ejemplo seguir presentándose como una autoridad frente a los menores (o los que se toma por tales, porque sufren o toleran ese trato). Pretender ignorar esta división estructural supone un grave atentado al orden civilizatorio, o al tipo de orden en el que esa distinción se aplica.

LA SOCIEDAD DE LXS NIÑXS

Si como dice Agamben “todo poder comienza con el poder sobre los niños”, hay que admitir entonces que todo poder comienza, se fundamenta y actúa también a razón de lo que, o a quien, se quiera tomar por niño, valorar como infantil, considerar como menor o tratar como pequeño o insignificante. Parece exagerado tomar a los niños por una minoría más de las que se encuentran oprimidas, pero si reparamos en los que han sido tratados o son tratados como tales, como menores, tomados por incapaces, ignorantes, irresponsables (culpabilizados y castigados cuando han sido acusados de bárbaros) encontraremos a los pueblos (la gran mayoría), a las personas que llamamos extranjeras, las mujeres, los obreros, los pobres o los oprimidos en general. Como se hace con el niño, todos ellos sufren de distintas maneras este mecanismo de disminución, de empequeñecimiento, y todos los señoreos, paternalismos y autoridades que pretenden hacerse cargo de ellos, muchas veces ‘por su bien’, y que en el fondo ponen de manifiesto el poco respeto que nos despiertan, el dominio que buscamos ejercer.

Si la imagen de una “ciudad amable para la infancia” [*] que se busca promover desde la alcaldía de Madrid obliga a partir de ahora una experta vigilancia sobre todo acontecimiento cultural público que, como en la cachiporra, se salga de lo ‘políticamente correcto’ (dentro de la corrección entraría por supuesto que los niños se vuelvan tras la cabalgata de reyes a sus casas con los bolsillos llenos de merchandising de las grandes corporaciones), hemos de estar en alerta sobre los programas institucionales que han afirmado que “lo que es bueno para la infancia, es bueno para todos”, no vaya a significar esto que lo que no es bueno para los niños tampoco lo sea para la gente que se trata como tales. (Admitiendo que una idea así, llevada a cabo de forma radical, podría ser un principio interesante en el camino hacia la igualdad entre las edades).

Que los niños sean, aunque sea de un modo provisional, la minoría más excluida de la realidad y de los juegos que la construyen, destruyen y la transforman, está relacionado necesariamente también con que todo parezca haberse organizado a la medida de una sociedad a la que se trata (y se trata a sí misma) como ‘infantil’, incapacitándola todo el rato como ella hace con los niños, aplicando sobre ella coerciones que no hacen más que ensanchar las desigualdades y aumentar las injusticias frente a las que apenas nos resistimos; ‘infantiles’ en el peor sentido, pues no hay niño que no se revuelva ante lo que considera un abuso. Aunque frente a la revuelta infantil se imponga la mayoría de las veces el miedo y la tolerancia a ese abuso.

Se trata, pues, de una relación con los niños y la infancia muy retorcida, corrompida, ‘adulterada’, primero respecto a lo que vivimos siendo niños y segundo respecto al lugar en que la infancia y los niños nos ponen todo el rato. Su quehacer, su forma de estar o de percibir nunca son el verdadero origen de la idea que tenemos de ellos, ni de las relaciones que en torno a ellos se establecen, ni del significado social que ha adquirido la idea de infancia. Entre los que dicen hacerse cargo de su ‘particularidad’ predominan las afectaciones innecesarias, las conversaciones manidas, las preguntas intencionadas, respuestas premiadas, el trato condescendiente y desfavorecedor, los cuentos y las mentiras. Creemos saberlo todo al respecto de la infancia y los niños, lo que necesitan, lo que saben, lo que pueden, lo que desean o lo que no desean o saben ni necesitan. La expertez sobre cualquier disciplina exige tener bien claro el mecanismo retórico del señoreo sobre lo que se toma por menor. Es imposible imaginar un espacio no pedagógico para el niño en el cual él no sea la figura que no sabe. En nuestra forma de ‘conocer’, la fragilidad, la vulnerabilidad, la dependencia, la minoría son contempladas bajo la perspectiva del poder absoluto que a partir de ellas puede ejercerse, o de los nichos de mercado que pueden inaugurarse. Sorprende que la sociedad no se inquiete por el hecho de que el orden de la economía que se impone coincida con el gusto que pensamos los niños practican ‘por naturaleza’, ya se sabe: se llevan bien con los cacharros tecnológicos de la nueva era, que parece proyectada sólo para ellos y conforme a unos ideales que exaltan sus espíritus avispados; además, tienen querencia por el consumo desenfrenado y el capricho. Los capitalistas se frotan las manos con ‘la naturaleza’ de nuestros niños, con las “pedagogías sexis” y modernizaciones que para su beneficio y prosperidad tramamos. ¡Niños!, ¡que antes que el fetiche de la mercancía conocen el encanto de la ruina y el deshecho!, ¡que antes que el gesto de consumir practican el de tomar sin permiso! Que su pensamiento y su deseo no se rige por las leyes de la moral civilizada. Lo cierto es que después de tomar dos tazas de nuestra sopa adulterada los devolveremos a una sociedad embrutecida completamente rotos…

A una sociedad que, por otro lado, ha convenido de forma general que los problemas del presente son morales, como en los aleccionadores cuentos que contamos a los niños sobre los buenos (siempre nosotros) y los malos (siempre los otros). De modo que nada en su estructura parece fallar, tan sólo ‘la mafia’ que la maneja. El problema no sería el sistema que ‘los adultos’ aprobamos en las urnas de los colegios de nuestros hijos de tanto en tanto. Los malos nunca serán producto de nuestro sistema (los terroristas nunca serán hijos de Francia, por ejemplo, acaba de aprobar la República francesa), sino auténticos bárbaros, inmorales, ignorantes, fanáticos que habrán de ser expulsados. Lo mismo que se espera de los niños, que a menudo tratamos de ‘pequeños terroristas’, advirtiéndoles que viene la policía o el hombre del saco cuando queremos oponerles una voluntad y un poder mayor, poniéndolos acaso en el papel en el que se vieron envuelto los titiriteros. Y aunque no encontremos nunca al coco, resulta que cada vez es más fácil toparse con la policía por todos los lados pues tenemos una justicia que maneja una noción de delito capaz de contemplar cualquier denuncia o reclamo de derecho, por inofensivo que sea, como un acto terrorista, como un gesto que ha de amordazarse. Como esperamos que los niños hagan con los adultos: toleramos la falta de libertad a cambio de una seguridad y un supuesto bienestar. Los niños han de aprender que igual que se funciona con el enemigo, se puede funcionar con ellos si no son ‘buenos’.

SÓLO CABE ESPERAR QUE LXS NIÑXS SE PIERDAN

Tomamos a los niños como variable o índice para medir la pobreza y la injusticia, víctima inocente de nuestro abandono de los asuntos comunes, su fragilidad es el fondo de contraste patético sobre en el que quedan marcadas las heridas de la época, cuyas pequeñas ruinas hacen estallar en ocasiones nuestra indignación, como pasó con el niño Aylan, el niño ahogado en una playa de Turquía cuando huía de las guerras cuyo fuego alimentamos. Los informes político-económicos que calculan la gravedad de la situación hablan de ‘comprometerse con los más débiles’, ‘rescatar’, ‘proteger’, ‘prevenir’, ‘infundir esperanza’, ‘garantizar estándares sociales’; una especie de ‘buena tutela’ que igual da para un niño que para un país. Pero esto implica negociar simbólicamente las ‘crisis’ como una suerte de acontecimiento natural, como se supone es la infancia, por lo que hará falta medirla respecto de una autoridad, lo que no deja de ser una manera de plantear la cuestión bastante interesada. Un colectivo de autoproclamados “niños perdidos” que fueron encausados en Francia por terrorismo (cuando no habían hecho más que romper sus móviles y largarse al campo a cumplir juntos todos los sueños de su infancia: un amor, una casa, una vida colectiva…) dice que se llama ‘crisis’ a eso que se tiene voluntad de reformar y reestructurar, y se llama ‘terrorista’ a eso que se tiene voluntad de golpear. Crisis y terrorismo son, aunque sorprenda, dos vértices del redil de la infancia en la que los adultos introducen a ‘los niños’, cuyas vidas estarían instaladas en una suerte de crisis permanente, pues todo el rato se encuentran sometidos al remodelamiento y la reestructuración de su conducta, o al castigo si son demasiado indóciles, para ajustarlos al papel que la sociedad ha previsto para ellos.

Como en el cuento de Kafka, en el pueblo infantil de los ratones no hay tiempo para la infancia. Rápidamente se la arrebatamos enseguida a quien aún la vive y le damos la vuelta para que sirva para justificar lo que jamás los niños aceptarían. De modo que aunque pueda sonar sospechoso ante la infantilización que impera, lo infantil podría aportar una oportunidad estético-política de primer orden, bien seria y ‘mayor’ si nos damos a una relación distinta con los niños y la infancia que no la tome más como ejemplo de la impotencia o de inferioridad o de incompletud, sino como cuerpos y vidas en las que está teniendo lugar la eclosión de la capacidad de obrar y comprender.

Lo importante no es sólo denunciar las sucias redes (familiares, médicas, pedagógicas, judiciales…) en las que pueda estar atrapada la infancia o los niños; lo importante es, sobre todo para los que sufren o sufrimos alguna forma de gobierno injusto o poder déspota, plantearse también la pregunta por las potencias y las posibilidades que se abren a partir de eso que nos empeñamos en hacer venir a menos, la fortaleza de eso que tomamos por tan frágil que requiere de nuestra de ‘protección’, la pregunta por la inteligencia de esos que pensamos no son más que ignorantes. Qué pueden, qué hacen, qué saben, que nos traen, qué se llevan. Dónde nos ponen. Quizá algo de esas minorías, de estas vidas ‘infantiles’ sin voz ni habla, puede aparecer ante nosotros como “factor de explosión de las relaciones de dominación”, como dijo Christiane Rochefort en un libro tan imprescindible como desconocido, Los niños primero. El mismo mecanismo de menoscabo, de autoridad ejercida mediante el trato de menor aísla y señala en realidad la figura que decodifica la semántica autoritaria y da paso a lo posible frente al desastre o la ruina en la que el capitalismo parece convertirlo a la larga todo: el niño, tan otro como el resto de otredades que podamos imaginar, tan inadaptado como los salvajes que civilizamos o la chusma que explotamos; incapaz la mayoría de las veces de interiorizar sin revolverse la disciplina y la obediencia que los adultos hemos comenzado a tomar por natural sólo porque la hemos incorporado. Quizá basta la compañía de un niño, el acogimiento del que no puede nada, para situarnos en la posibilidad de otro orden, de otra humanidad, de otro mundo para el que ser, mucho mejor que el que sostenemos los adultos con nuestros cuentos sobre la realidad.

La apertura hacia esta otredad que la infancia es acogerla de verdad, compañerismo y hospitalidad obliga. Principio de incertidumbre radical, el niño es invitación al acogimiento y no al sometimiento de lo otro, de todo lo otro. Un niño sabe si es bien recibido a la primera. También la compañía de la infancia exige practicar la igualdad, no señorearse, no aceptar rebajamientos. Bien valdría reconocer que la relación con los niños y la infancia no está dada y es por eso que ha sido llevada de acá para allá según convenga, pero no hemos sido capaces de imaginar recuerdos y relaciones con la infancia, o a partir de la infancia, ni siquiera la nuestra, que nos plantearan otro estado de las cosas, una alternativa a su subordinación a la patria potestad o gobierno de turno, o al crecimiento cifrado sólo a razón de la adaptabilidad al orden, el progreso técnico, el gobierno de unos hombres sobre otros. El vínculo que el niño aún puede establecer con el mundo demuestra que los vínculos pueden ser rearmados.

Quizá para ello haga falta de verdad dejar a los niños y niñas en paz, pero no en el sentido de reforzar y reandamiar su afuera del mundo, sino en el de liberarlos y liberarnos de las relaciones que imponemos con ellos y para ellos, acogerlos en el común, salvaguardando para ellos cierta indeterminación, cierto vacío que nos permita cuidar la afinidad de todo niño con la idea de posibilidad, de apertura, de libertad, de comienzo y recomienzo, de creación y destrucción. Ocurre que la infancia y los niños discuten muchas veces lo que se afirma o se niega de ellos. Basta que pensemos que son unos egoístas para que descubramos los gestos de solidaridad más puros y desinteresados, o que demos por supuesto su ternura y descubramos en ella la exaltación de la destrucción (tan lúcida a veces), o para que los tomemos por tontos y aparezcan con una explicación sorprendente sobre el mundo que visibiliza acaso fuerzas inadvertidas para el adulto que somos. También sucede al revés, no se deben a ninguna moral o ideología. Evitar fantasear, pues, con la pretensión científica de haber por fin reconocido o identificado en una imagen clara al niño y la infancia, pues los niños se encuentran siempre abiertos a todas las circunstancias, a lo imprevisto. La verdad de la infancia no está en lo que podamos decir de la extrañeza que siempre es, sino en lo que ella nos dice al aparecer entre nosotros como algo inesperado. Esa impropiedad y esa dificultad de la extrañeza que son los niños nos sitúa siempre en la pregunta, no de lo que les falta ellos, sino de lo que nos falta o lo que podría hacernos falta a nosotros. Y ese nosotros no preexiste al trabajo de acoger a los otros que pensamos no forman parte de nuestro mundo porque creemos que no tienen, no saben o no están preparados para él. Pobres y vencidos significa también haber perdido la infancia y toda su herencia para el hoy por el camino de una idea de adultez que sólo favorece al progreso y la autoridad de unos pocos.

Lo fundamental es reconocer la clase de fuga o extranjería del orden dado en que la infancia nos pone. La posibilidad que se abre al reconocer la amistad del niño con la potencia que reactiva el deseo y la acción, que multiplica en el mundo sus conexiones en una intensidad en la que lo que la realidad es (o lo que somos), se encontraría, con Jorge Larrosa y su lectura de Heidegger, “seriamente en juego”. No sólo para los niños, sino también para todas las vidas que no habrían olvidado la infancia y que siguen viviéndola, ‘en bloque’ por decirlo con Deleuze y Guattari, como un tipo de existencia liberada de la forma de mayoreo existencial y del estado de dominación respecto al que siempre se la define y bajo el que muere aplastada. Quizá la idea de que otro mundo es posible sólo pueda sostenerse con un poco de infancia, y si se ha extendido algún tipo de puerilidad es a costa de lo que el niño no es. La infancia nos exige algo más que reestructuraciones y reformas gubernamentales, por ella somos llamados permanentemente a una utopía, cada vez más amenazada en este mundo infantil sin niños.

Buscamos animar a un nuevo trato con la infancia y con los niños, o los que son considerados como menores, comenzando por no determinar privilegios a nuestro favor practicando ese trato, sino subrayando la importancia de establecerlo en acuerdo con ellos, sin voluntad de poder. Para favorecer esa igualdad entre lo más desigual, adulto y niño (y a pesar de que uno viene del otro, lo que debería facilitar la comprensión) podríamos extranjerarnos un poco de las divisiones del mundo que tomamos por naturales y practicar, como animaba Lolo Rico, a un tipo de nueva indiferencia ante las separaciones establecidas entre adultos y niños. Indiferencia por ejemplo a los convencionalismos de lo que debe ser una conversación infantil, un arte para los niños, una televisión para ellos y ellas, una buena vida infantil, exactamente igual que las mujeres tratan de sacudirse lo que el patriarcado prescribe que son o el papel que se espera cumplan. Evitar convertirnos para el niño en una fábrica de mentiras; evitar que el niño interiorice nuestra propia tolerancia al poder; aprender de su resistencia, de su capacidad de deseo, acción y creación, e intercambiar armas e instrumentos con ellos para que podamos cuestionar juntos lo que en la realidad parece incuestionable.

La revolución que libera al hombre es posterior a la que libera al niño.

Une minorité à la ligne revolutionnaire correcte n’est plus une minorité.

 

Lecturas asociadas a la escritura de este texto (o una pequeña biblioteca para contradiscursivizar la infancia respecto del orden imperante):

  • Los niños primero, Christiane Rochefort
  • La policía de las familias, Jacques Donzelot
  • El folklore obsceno de los niños, Claude Gaignebet
  • La descolonización del niño, Gerard Mendel
  • Co-ire. Álbum sistemático de la infancia, René Schérer y Guy Hocquenghem
  • Pedagogía pervertida y Utopías nómadas, ambos de René Schérer
  • El niño y la razón de Estado, Philippe Meyer
  • Por una infancia mayor, Charles Fourier
  • TV. Fábrica de mentiras. La manipulación de nuestros hijos, Lolo Rico
  • Infancia e historia, Giorgio Agamben
  • Leer con niños, Santiago Alba Rico
  • Pedagogía profana, Jorge Larrosa
  • Manifiesto por los niños, Asociación Antipatriacal firmado por el Grupo de Donosti en 1992 >>
  • Peter Pan disecado. Mutaciones políticas de la edad, Jaime Cuenca Amigo
  • El Manifiesto Antiadultista, Alexanthropos Alexgaias