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Play

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Los múltiples significados del verbo play en inglés son tan dispares como apetecibles. Lo traducimos principalmente como jugar, reproducir música, películas, e incluso como tocar un instrumento. Entre otras muchas cosas, es nominal de obra de teatro y es la acción de interpretar un papel dramático. O, más allá de ser un jugador, un player puede ser un ligón. Quise creer en un momento dado que en aquel verbo multiforme se unía la acción de jugar a todos sus otros significados. Quise entender que la lengua inglesa asociaba la música con el juego y no con el tocar (también muy sugerente la tactilidad en relación con la música); que los ingleses no reproducían películas o música, sino que de alguna forma las jugaban; que por allá lo sagrado del escenario teatral no se alejaba mucho de lo lúdico de un patio de recreo; y que el ir de Casanova, en el fondo, no era más que un juego. Más allá, incluso, creí que el gran éxito de la música, el cine y el teatro de todos esos gloriosos hijos de la Gran Bretaña podía ser un efecto derivado de su juguetona lengua.

Ahora admiro esa misma palabra por cómo ha pasado a ser parte del tecnológico engranaje de nuestra rutina. No sólo con sus cuatro letras sino, especialmente, con su icono de play, el triángulo tumbado. Porque desde que los videojuegos nos preguntaban el número de players hasta hoy, que son una de las industrias más económicamente golosas, la acción play ha quedado solidificada como una de las más comunes. De vender PlayStations como juguete para chavales, Sony ha pasado en un par de décadas a vender tantas consolas de su último modelo como habitantes tiene Chile, Holanda o Rumanía[1]. Ya hace tiempo que los videojuegos dejaron atrás y jadeando las famélicas industrias del cine y la música, que quedaron flacas por la pura escasez de ventas y no porque no queramos sus productos. Ahora queremos y tenemos más música y vídeos de los que podamos desear o digerir. El volumen de incremento es casi exponencial y, en los canales de vídeo, están todos a golpe de play, nos aturde su oferta.

De los artificios que nos hemos ingeniado para contar cosas, el vídeo es el más cercano a la vida real y, al mismo tiempo, por su ilusión de realidad, el más tramposo. Pero, si una imagen vale más que mil palabras, un vídeo de ningún modo viene a valer millones. Por encima de él la imagen estática tendrá siempre el poder de sugestión, en ocasiones inesperado, que deja abierta su interpretación; hasta un punto tremendo si referimos con esto la tragedia de Charlie Hebdo, por poner un ejemplo cercano o, por poner otro lejano, las viñetas de David Low durante la Segunda Guerra Mundial[2]. Ciertamente, la tragedia de París no hubiese sido la mitad de sonada si sus vídeos, y la cultura de play en la que vivimos, no tuviesen el alcance y calado que tienen. Siempre le damos una oportunidad a un vídeo. ¡Que me amarren al sofá que quiero verlo! Por eso no hay mejor medio de comunicación que ése, por eso cada día los vídeos están más presentes. Dígaselo con un vídeo, será el próximo eslogan del Corte Inglés. Y para ese vídeo podremos alquilar escenario y ropa. Con un croma detrás, se lo diremos desde Marte con el Voyager saltando alrededor mientras empañamos nuestra escafandra para dibujar un corazón con…

El vídeo es un contenedor de experiencias y, por tanto, de emociones. Paul Virilio ya sugería en Estética de la desaparición que “el mecanismo de nuestra conciencia es de naturaleza cinematográfica”. Entonces, espera y verás lo que le vamos a dar a la conciencia al ritmo al que vamos. Ya podemos esperar que pronto llegue el ani-selfie, o como nos dé por llamarlo. Si es que “ver el paisaje pasar desde la ventana del tren o del automóvil, o mirar una película o pantalla de ordenador de la misma manera que miras a través de una ventana… toda nuestra vida pasa en la prostética de viajes acelerados, de los que no somos ya ni siquiera conscientes”. Ahora que no sólo hablamos de cine sino de vídeo puro y duro, la prostética de viajes acelerados pierde intención y la trama se convierte en ruido a la carta.

Es la nuestra una cultura de vídeo, de comerciales, series y educación a distancia. De hazlo tú mismo, porno desbocado o comedia enlatada en formato monólogo. Una cultura en la que se ponen videoclips para escuchar música: una cultura degradada a calidad MP3, comprimida a muy bajos kbps para ser oída en una tablet. ¿Dónde quedó toda esa búsqueda de alta fidelidad pre-año-2000? ¿Es esta nueva explosión musical de bajos con esteroides una reacción al sonido sin bajas frecuencias de los limitadísimos altavoces de nuestros ordenadores y teléfonos móviles? Sin poder evitarlo, nos está invadiendo una cultura empanada entre anuncios de 5 segundos y, aun así, ilimitada al gusto infinito del consumidor. Lo virtual es la emancipación definitiva —que finalmente hemos consumado— de esa transición milenaria entre naturaleza y cultura en la que andábamos metidos. Dice Antonio Escohotado que “internet es el mayor invento desde el fuego, ni siquiera la rueda”; así, según el catedrático, “la red es la inteligencia en acto de la que hablaba Aristóteles”[3]. ¿Ah, sí? Pues dale ya al play o nomás deja que ese vídeo se reproduzca cuando aparezca en tu pantalla. Porque ahora sólo tiene que aparecer para que se ponga a correr, ni darle al botón hace falta. ¿Pero cuándo carajo le di yo permiso para eso? Lo play es una especie ambiciosa y por domesticar, y su único recurso de supervivencia es captar y acaparar esa atención que tanto codicia. Porque en el fondo, cuanto más caso le hagamos, más se forran los que andan detrás.

¡Dale! Dale al play. Dispara cualquiera de esos vídeos de todos los calibres. Ponme el de las vacas saltando felices cuando vuelven al pasto, ésas a las que no quiere matar el granjero que llora. O, por favor, ponme uno de los millones de gatos en posturas de ternura imposibles. No se equivocan tanto aquellos que dicen que internet es principalmente porno y gatos. O lo que es lo mismo, sexo y ternura llevados al extremo cómico. Lipovetsky lo describe muy claro en La era del vacío cuando apunta que “la tecnología se ha vuelto porno: el objeto y el sexo han entrado en el mismo ciclo ilimitado de la manipulación sofisticada, de la exhibición y la proeza… de la búsqueda visual absoluta. Y eso es lo que impide tomarse el porno verdaderamente en serio. En su estadio supremo, lo porno es cómico, el erotismo de masa se vuelve parodia del sexo… pasado un cierto umbral el exceso tecnológico es burlesco”. Todo tiende a lo humorístico, empezando por la propia burla. Con el estilo que catapultó Woody Allen y sus neurosis, hoy revienta Louis C. K. llenando a base de autoburla el Madison Square Garden durante tres noches consecutivas. Después, todo continúa con la burla a lo deseado, para así desmitificarlo. Si no, véase el millonario éxito de los “girl fails”. ¡Eso, eso, dame vídeos de sonrientes y tetonas morenas posando en bikini para que las tumbe una ola traicionera! Quiero partirme de la risa con una rubia saltando a la piscina congelada y rebotando porque el hielo no se rompe. Será una pérdida de tiempo, pero ya la compensaré con vídeos muy, muy serios. Vídeos que cambiarán mi visión del mundo y me concienciarán de lo que podría hacer si no estuviese viendo vídeos.

Ante la red, y en especial ante los cada vez más numerosos canales de vídeo, somos como un estudiante Erasmus a las puertas de un “all you can eat”: sabemos que de ahí sólo salimos empachados. Da vértigo la sensación de que podemos ver y jugar hasta caer mareados. ¡Pestañea, chaval! En un abrir y cerrar de ojos se te ha pasado la tarde. No hay manera más rápida de dejar el tiempo atrás que con un vídeo o, mejor aun, con un videojuego, que al fin y al cabo es un vídeo con capacidad de elección.

La relación es recíproca: los niños ven vídeos de sus juguetes en acción e incluso vídeos de los videojuegos de sus juguetes en acción mientras son jugados por profesionales. Luego ellos repiten esas historias en sus aventuras por las esquinas de la casa. Los adultos vemos nuestras series, películas, filósofos, humoristas o discursos de graduación. Y así nos empapamos de humores concretos, de formas de ver pensadas por otros que añadimos a nuestra perspectiva y personalidad. ¿Cuánto somos capaces de absorber sin dejar de ser nosotros? ¿En qué momento una esponja es más líquido que esponja? ¡Pero, hombre, si es tiempo invertido en saber! El movimiento incesante en lo virtual justifica, irónicamente, la falta de acción en lo real. Nos sentimos ocupados con nuestro virtual crecimiento intelectual y callados quedan los miedos a tener que hacer algo. Hacemos y decimos viendo hacer y decir a otros. Y, amén, asentimos. ¿No estaremos viviendo a través de una realidad proyectada?

Ahora lo más popular en YouTube, es decir dentro de su marco políticamente correcto, son los vídeos comentados: vídeos que en una esquina incluyen otro vídeo que alguien ha grabado de sí mismo comentando el principal. El rey de esto, para rizar el rizo, lo hace sobre videojuegos. Es un tal PewDiePie[4], un chaval sueco que ha tenido un calado tan grande (con un canal en YouTube que en junio de este año ha llegado a los 37 millones de seguidores) que hasta le han hecho sátira en South Park. La fórmula funciona porque añade el factor compañía. Se exorciza así el incómodo fantasma de la soledad y, de paso, la frustración de no pasar de nivel. Apacigua la culpa de estar encerrado y nos saca un poco del aturdimiento de la acción imparable y estudiada del vídeo y el videojuego al poner una capa “humana” de relación social. Es algo así como lo que antes era ver fútbol en la tele con la radio puesta: los comentarios lo hacían más real y uno perdía esa amenaza de aislamiento, que es la única que puede hacer que nos resistamos a los efectos de este opio popular.

Inevitablemente, todo irá a más. Tenemos que estar preparados para la vida videada y para que lo play y sus triángulos tumbados se aprieten por todas las grietas de nuestro tiempo. Lo Vídeo y la Vida se van a mezclar cada vez más en una amalgama de comerciales, tutoriales, editoriales, seriales y demás -iales que vayan surgiendo. Será malo en muchos sentidos, cómo no, como todo en abundancia, pero al final su efecto social dependerá de nosotros y de cuanto hagamos por volver a jugar (en un sentido creativo), tocar (en lo sensorial), interpretar (en el sentido de hacer algo nuestro) o ligar (en lo sensual) con lo play y su cultura. A fin de cuentas será nuestra capacidad de crear a partir de ellos, en vez de dejar que simplemente se re-produzcan hasta nosotros, lo que haga que la acción sea recíproca. Puede que así surja ese proceso que el antropólogo Tim Ingold llama correspondencia[5]: en lugar de la actual imposición de pensamiento preconcebido, es en el mundo virtual donde la correspondencia puede ser múltiple e inmediata, y donde cada posibilidad alberga un mazo de muchas otras. Si Méliès comprendió que el cine no es el séptimo arte sino un arte que combina todos los otros —dibujo, pintura, arquitectura, literatura, música, escultura, teatro y otras artes escénicas, así como trabajos mecánicos y eléctricos—, ahora deberíamos entender lo play como un espacio de dimensiones infinitas para que haya una correspondencia creativa entre lo creado, nosotros y sus creadores.

 
Imágenes del autor: [1] Play-orld; [2] Play stickers (hoja A4 para imprimir en papel adhesivo; tenemos disponible el archivo en alta resolución). El vídeo corresponde a uno de los episodios de South Park en que aparece PewDiePie. Existe otro.