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Sarah Kane y las encías de Antonin Artaud

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“Un instante de claridad antes de la eternidad, que no se me olvide
Sarah Kane

Si, como Artaud pensaba, los sueños, para ser libres, para ser reconocidos como verdaderos sueños, han de estar impregnados de crueldad y horror, si la verdadera sensación es una mordedura venenosa, el teatro de Sarah Kane es el templo definitivo de la confrontación con todo lo que nos hace animales sensibles y temerosos. Una mujer corriendo bajo una tormenta, una mujer gritando, una mujer que no mira atrás, una escritora al encuentro de la muerte sin vacilaciones, que deja poderosas huellas en un fango que acabará por tragársela viva.

Tadeus Kantor, el nexo corrupto entre la crueldad desdentada de Antonin Artaud y la tristeza feroz de Sarah Kane, concebía a sus personajes como retales mal cosidos que debía remendar una y otra vez, llenos de desgarros, de grietas, almas deshilachadas ante el espectador a punto de desmoronarse, en algún punto muertos y aun así ocupando, enderezados, su lugar entre los vivos. Ese constructo fragmentado, en Sarah Kane, se extiende a la realidad completa, la vida como un cristal que ha sido quebrado y recompuesto demasiadas veces, las esquirlas más pequeñas se clavan una y otra vez en la carne de quien trata de unir los pedazos, enfrentarse a su teatro, a su dialéctica confesional, derramará sangre de un modo u otro.

En Fragmentos de un discurso amoroso, Barthes equipara el enamoramiento con la reclusión en el campo de concentración de Dachau, el amor apasionado como situación sin retorno, como un reflejo en el otro, tan intenso, que no se puede sobrevivir a su falta. Hay algo de autoaborrecimiento en Sarah Kane cercano al amor incondicional (sin condiciones, inevitable), como si en cada línea escrita emitiese una llamada de socorro denunciando su propia ausencia, nostálgica de sí misma, acaso vacía. En Blasted, su primera obra, la fragilidad de Cate —una muchacha humilde y con problemas cognitivos— da una medida especialmente cruel y aterradora de Ian, su abusador durante años, cuestión de escalas y de vacíos, la ausencia de obstáculos contra el horror, la soledad total de una niña a merced del mal absoluto, un grito en el desierto que despierta a otro tipo de desolación, simbolizada en otro personaje, el soldado, una bestia del caos que hará que contemplemos a Ian con cierta conmiseración. Siempre hay algo peor acechando, parece decirnos SK con insistencia.

Ese primer texto suyo, representado en el Royal Court en 1995, escandalizó al amarquesado público inglés y encolerizó a la crítica: “Inmunda” o  “Asquerosa” fueron algunas de las críticas más amables que le dedicaron, y con ello, le daban la razón. El teatro volvía a la concepción ritualística primigenia, a la confrontación del espectador con aspectos de sí mismo que solamente han de ser rozados para provocar ira, miedo, repugnancia o dolor. Artaud sonríe sin dientes desde el palco y ovaciona con voz de vieja.

Para que un teatro sea necesario debe darnos todo lo que el amor, el crimen, la guerra o la locura puedan proporcionarnos —de nuevo Artaud—. SK lo lleva hasta las últimas consecuencias. Todo en escena debe estar al servicio de esa experiencia total, el público entiende de sensaciones, sabe de heridas, no las olvida. Hay que provocar el desastre, la conmoción, superar el aplauso, establecer el silencio incómodo en la platea, hacer que ardan las butacas, no dejar que el espectador se relaje, no soltarle jamás, clavarle los colmillos, que se los lleve a casa y que, al menos esa noche, no le dejen dormir.

Los noventa y sus guerras televisadas, la catástrofe como espectáculo aséptico, lejano y detallado, un teatro ideológico, dogmático, aburrido, demasiado ético. En este contexto irrumpe el teatro de SK y el resto de dramaturgos británicos reunidos en la denominación generacional In yer face  (Mark Ravenhill, Anthony Neilson o Martin McDonagh) como ruptura absoluta con lo recreativo, lo lúdico, con el teatro para clases intelectuales más interesadas en el obligatorio fórum durante la cena posterior a la obra, que en la obra en sí. Son generación desde su método de trabajo y desde sus intenciones, desde el instinto, los resultados finales de cada uno divergen enormemente. Con Sarah Kane no quedan ganas de comentar la obra entre sorbito y sorbito al gin-tonic. Kane es silencio abisal, Kane es una inoculadora de troyanos en el córtex que pretenden hacerte la vida imposible. Su teatro es generosidad suicida, si prometes no parpadear durante la evisceración, se te concederá el autoconocimiento.

Contiene a Shakespeare, contiene a Strindberg, contiene a Plath, contiene a Rich, contiene a Bond , desde luego contiene a Pinter, reza a Artaud y se reconoce en Büchner. También se adivina en su teatro a la perfecta alumna que siempre fue, a la licenciada con matrícula de honor por la Universidad de Bristol. Si su drama(tauma)turgia es una carrera enloquecida hacia la oscuridad y está construida a base de impulsos, su mente era una perfecta y engrasada máquina de precisión, con recursos teóricos tan a mano, con tanto fundamento y tan bien asimilados, que esa carga de caballos negros sólo era improvisación a medias. SK era una dramaturga virtuosa, sólo desde esa posición demiúrgica puede desatarse el caos a voluntad.

20 de Febrero de 1999, dan las 4:48, las neurotoxinas se disipan, los medicamentos se diluyen y los locos recuperan su don. Sarah Kane se anuda alrededor del cuello los cordones de sus botas y da el salto. La autora teatral en lengua inglesa más importante de los últimos treinta años sucumbe al miedo y a la desesperación y realiza un último acto escénico lleno de coherencia. El vaivén de su cuerpo, el crujido de la cuerda, conforman un metrónomo que actúa sobre el silencio del King’s College Hospital, que marca el tempo de la madrugada londinense, que fija el ritmo escénico de la siguiente década, y que termina su labor en el preciso momento en que los que se atrevieron a llamar a su obra “Inmunda” o “Asquerosa”, empiezan a aplaudir.

“You cry out in your sleep,
All my failings exposed.
And there's a taste in my mouth,
As desperation takes hold”

Love will tear us apart
(Ian Curtis)