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Campillos revisited

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Voy a escribir sobre mi verano trascendental. Pasaba las vacaciones con mi novia en su casa de Campillos, Málaga, en la casa familiar. Yo aún no había cumplido 19 años. Era 1994. No hice nada relevante. Creo que incluso lo pasé mal. Su familia era muy buena pero yo no estaba maduro. Mi madrileñismo no me dejaba asimilarme a la tranquilidad de un pueblo secarral rodeado de fábricas de piel “y arena, mucha arena”, como escribí en un poema por entonces, un pueblo conocido por su colegio interno para niños peligrosos. Yo vivía en mi mundo paralelo en el que no cabían pestiños ni porra antequerana. Era un idealista. Odiaba que la gente hablara de comida.

Ese verano me hice creyente y mi religión fue la duración bergsoniana. La idea del tiempo recuperado orgánicamente, no el tiempo del calendario, sino ese instante en que confluyen memoria, asombro, deseo, etc. Una especie de nostalgia activa, preñada de futuro. Así pensaba entonces, y en vez de estudiar la asignaturas pendientes en primero de filología, me empapaba de Peter Handke (Poema a la duración) y Marcel Proust (cuya famosa foto con raqueta no conocía entonces). De fondo escuchaba “Plaza de toros”, de Larry Young. Y esa mezcla de órgano hammond, guitarra cristalina, Proust y piscina de los vecinos (escondido en la sombra del patio de mis suegros, entre tortugas) me tenía en continuo arrobo espiritual.

Mi suegro criaba tortuguitas, aunque esto no era lo más significativo de él. Lo que lo convertía en un outsider era, primero, que estaba jubilado; segundo, que no había sido precisamente dulce antes de que mi suegra “diera la vuelta a la tortilla” y lo pagaba ahora; y tercero, que comía productos caducados.

Las manzanas asadas envejecían en la nevera hasta que él les daba otra oportunidad:

– Si está blanca y con pelillo, se lo quito y me la como.

Casi no salía de su despacho, en sombra, donde yo imprimía los poemas del que sería mi primer libro. A veces le preguntaba, por burlarme, si se iba a comer las lentejas nevadas de la nevera:

– Les quitas lo malo –contestaba con la voz pausada del desplazado doméstico–. Las lentejas pueden durar dos semanas.

– ¡Dos semanas!

– El estómago se acostumbra.

Su estómago era pequeño. Estaba muy delgado. En cierto sentido mi suegro era un trámite entre un estado corrupto de la materia y otro.

– Las cosas no caducan –decía–  sino que se transforman.

Pero vayamos a las tortuguitas. Mi novia le regaló una pareja de tortugas ilegales. Mi suegro fue al Ayuntamiento a regularizar la situación de las tortugas, pero allí lo mandaron a una asociación ecologista de Antequera que le advirtió del riesgo de una multa si no mentía y decía que se las había encontrado, cosa que hizo, y entonces entró como cooperante de una ONG para la conservación de especies exóticas. Tenía que vigilar que no se reprodujeran, porque eran tortugas invasivas, americanas, e informar cada año de la evolución de la pareja quelonia. Le gustaba ponerles el dedo entre los dientes. A ellas y a sus hijas, porque las tortugas tuvieron tortuguitas, una pequeña camada que mi suegro crió separada de sus progenitores en hueveras, y éstas crecieron y a su vez tuvieron crías, y aumentó exponencialmente la población tropical.

En el pequeño jardín, entre crías en hueveras y tortugas de diversas edades, ya no había vegetación, sino un resort de caparazones ambulantes, donde yo leía a Proust nervioso por la amenaza de tantos microdientes.

Ese verano de mi revelación religiosa mi suegro también tenía un quiste. Se abría la camisa para enseñar el hombro izquierdo, un hombro de niño con manchas, tostado y con una cicatriz que daba la vuelta a la axila. Primero le salió un pequeño bulto y pensó que el calor acabaría con él (el sol cauteriza las heridas y seca los granos), así que empezó a darse con el secador en el hombro y con té también y con agua de rosas que compró en la farmacia. Primero unas friegas de té y luego el secador y luego el agua de rosas. Varias sesiones cada día. En pleno verano, con la nevera abierta, una manzana asada con pelo, un té con moho de dos semanas, una huevera de tortuguitas y dándose en el hombro, olvidado del tiempo que pasaba secándolo. El arrullo del secador debía tranquilizarlo y el picor desaparecía. Yo subía la música para no oírlo.

Según su pronóstico, al endurecerse se agrandaría y entonces sería fácil rebanarlo, o se caería solo si alcanzaba la consistencia de un dedo pulgar, pero el quiste primero tuvo la forma y tamaño de una pelotita de ping pong, y después ya no fue comparable a una esfera: le habían salido nuevos bultos más pequeños.

Cuando mi novia vio a su padre, que del agobio no dormía, aplicándose de noche el secador, a oscuras, en el baño (un avispero en el hombro), lo llevó a urgencias. Y ahí se lo rebanaron. Y bajó un escalón más en la jerarquía familiar.

Y podría seguir así eternamente y hablar de mis cuñados y contar más detalles de aquel tiempo tontorrón que pasé escondido leyendo a Proust, escuchando música de órgano y haciéndome poeta sin advertir que aquello tan ajeno en aquel secarral del sur se convertiría en el verano más feliz de mi vida.