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Otra temporada de pezuñas

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Después de nueve años jugando al fútbol en una liga municipal, sólo quedo yo como miembro original del Celta de Pinos, un equipo del barrio de La Elipa que ha conocido la derrota en todas sus facetas, pero que también ha saboreado el sudor del triunfo. A quienes nos gusta competir y ganar, ese sudor que cae por la cara y moja los calzoncillos, representa los galones del combatiente, y súmenle las heridas y los golpes. En dos años cumpliré cuarenta. Podría haber escrito que tengo treinta y ocho. ¿Por qué no lo hago? Es sencillo. Si bien poseo más experiencia para adivinar por dónde correrá el balón, ya no poseo la misma velocidad para llegar a él.

Esta temporada, el otro miembro original que quedaba decidió retirarse. Llevábamos jugando juntos en la defensa todo este tiempo. Cuando me lo dijo sentí un gran vacío. No somos de esos amigos que quedan el fin de semana a tomar unas cervezas. Sólo nos veíamos en el campo, por eso cada temporada nos abrazábamos al reencontrarnos y tratábamos de ponernos al día lo más rápido posible. Nuestra amistad estaba hecha de pases, gritos de aliento, cabezas gachas, recriminaciones y, sobre todo, de ese olor a pezuña tan característico de los vestuarios. Desde pequeño siempre me ha gustado ese olor. Así como mis hijos han descubierto sus pies y se los meten a la boca, yo me olía los pies después de jugar al fútbol. La intensidad de mi pezuña era sinónimo de haberlo entregado todo.

Con la edad, los olores en los vestuarios ya no son sólo los de las pezuñas. Muchos salen la noche anterior y apenas entran en el vestuario corren al váter. Siempre hay bromas sobre lo que ha bebido ese compañero. Es la complicidad del vestuario, ese bar donde el alcohol se sirve en las rodillas, por lo general. Mientras los jugadores se cambian el capitán va ordenando la alineación, señala los errores del partido pasado y arenga al equipo. No hay más. Es un ritual que se respeta y se goza, como la última meada antes de salir al campo.

Sin embargo, a lo largo de estos años, he descubierto que no todos sienten lo mismo. Casi nadie tira de la cadena y ni siquiera levantan la tapa del váter. Total, si es un polideportivo público y todos los días un empleado lo limpia. Ese lugar que para mí es parte de un templo, para otros es menos que un cubo de basura. ¿Se imaginan ir al baño y encontrar las paredes embarradas de mierda? Me ha pasado más de una vez. Y no en un barrio chungo, sino en el polideportivo de la Concepción, donde la mayoría de jugadores forman parte de una clase económica sin crisis, porque jugar cuesta dinero. Las fichas y los campos no son gratis, querido lector, tampoco las equipaciones. Qué asco todo esto, ¿no? ¿Harán lo mismo en su casa? En mi trabajo sí al menos. Hay clientes que sólo suben a mi planta a mear y cagar, y a varios no les gusta tirar de la cadena.

Llevo pensando en esto desde hace unos días cuando fui a jugar a las instalaciones de Canal Isabel II por la tarde y todas las tapas de los váteres estaban meadas. Me indigné. Me sentí una abuela, un Javier Marías pero en guapo y mejor escritor, cuando los domingos se publican sus columnas en el EPS y se queja de una baldosa mal colocada en su calle y con la que se tropezó. ¿Exagerado? ¿Yo? Lo peor sucedió mientras me lavaba las manos y escuché a un par de pijos hablar de Botín. Lo alababan, decían que había muerto porque era un workalcoholic, un grande. ¿Hablaban del mismo tío que aparecía en una lista de evasores fiscales? Y me dio más asco que ese baño con las paredes llenas de mierda.

 

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