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Toldos de Zarautz

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Uno, que con el paso del tiempo ha terminado odiando la playa, seguramente porque lo flipaba de chaval, no vuelve a ella hasta que está a cargo de un niño que ya no es. Esta es la idea que me rondaba la cabeza cuando aprovechando estos días de parranda, volví con mi hijo, pasados muchos años, a la playa de mi niñez, Zarautz.

Siempre recordaré el de Zarautz como un verano en el que la sociología vencía a la presión atmosférica. Una sociología discreta, como de máquina herramienta. Nada telegénica. Los bañadores tejían una línea monocorde, de color azul marino para ellos, de estampados irremediablemente poco conseguidos para ellas. En aquella cárcel de contención calvinista, hasta el hallazgo de medusas muertas en la orilla, acontecimiento de enorme importancia para un niño, operaba como una suerte de cemento social.

En la playa de Zarautz, toda la vida social pivotaba en torno a los toldos. El mío era el 105. Los llamábamos así, en detrimento del más contundente “casetas”, porque su endeblez y provisionalidad ni de lejos se comparecían con la pulsión inmobiliaria, discreta pero pujante, de quienes siendo del interior de Gipuzkoa alquilaban un piso de veraneo en algún pueblo de la costa, para indefectiblemente terminar comprando uno en San Sebastián. Tal era el plan dictado por la providencia.

Los toldos servían para guardar los bártulos de playa: las palas y la pelota de tenis, que lograban lo que las palabras impedían en la relación con nuestros mayores, el champero, la red para pescar quisquillas en las rocas, el hamarretako, la ropa de calle –entonces era impensable vestir en la calle como se vestía en la arena–, las toallas y las cremas (bronceadoras, créanselo), etc. Servían también de cobijo en una época en la que llover no significaba automáticamente estampida, y marcaban la frontera entre el pudor de quien se servía de ellos para mudarse con tranquilidad y la tentación de quienes mirábamos de reojo por si una ráfaga de viento hacía lo que el deseo no alcanzaba. Ver cómo los montaban y desmontaban los tolderos del lugar era un espectáculo. Observábamos aquel preciso despliegue, tan parco como armónico, como si el que lo hiciera fuera el mismísimo Pancho de Verano Azul, epítome del buen salvaje. Envidiábamos sus morenos, sin duda mejor contextualizados que los nuestros, porque así como existen los nuevos ricos, también existen los nuevos morenos: los nuestros eran morenos de trepa. Éramos aliens de pueblo y lo llevábamos inscrito en la piel.

Aquel día, nada más pisar la arena, me vi como un extraño cultural. Mejor, como un cuerpo que había estado largo tiempo crionizado. Mi hijo, ajeno a mi falta de aclimatación, me preguntaba extrañado por qué metía tripa. De una cosa sí estaba seguro: no pertenecía a aquel reino. Alrededor de mí se desplegaba una coreografía que poco tenía que ver con la que recordaba. La sensación era de mucha velocidad, como de Centro de Alto Rendimiento. Se veían muchos más gadgets y mucha menos ropa que antaño. Puede que la cantidad de trastos fuera la misma, pero los de ahora eran más invasivos. Era como si los allí congregados precisaran de una superficie mayor para consumar su rol de veraneantes. El tecno-dopaje había sustituido definitivamente a la ética protestante.

Sin embargo, cuando desperté de mi espejismo de niñez, los toldos seguían allí. Estaban pulcros y abandonados, convertidos en emblemas demasiado obvios, ajenos a una dinámica definitivamente post-humana que se difractaba en ellos. No quise ver el 105, no fuera que estuviese desocupado. Fue entonces cuando cobró sentido para mí lo que desde su mirada oblicua siempre sostuvo el gran genio del vacío, el escultor Jorge Oteiza: la isla de enfrente, a la que llamábamos “El Ratón de Getaria”, era en realidad una ballena varada.