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Cavernícolas

Desde Argentina, crónicas sobre lecturas de alto riesgo
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A principios de año, nuestra colaboradora Andrea Valdés se mudó a Argentina para sondear a fondo su producción literaria, conocer a sus autores y dejarse recomendar por esas editoriales que descubrió en Laie, librería en la que trabaja y que ahora copatrocina esta sección, escrita desde la mirada atenta de quien se deja caer en territorio ajeno para certificar un milagro. Ilustra Luis Paadin.

 

I. UNA INTRODUCCIÓN DRAMATIZADA, SEGUIDA DE TRES PERSONAJES REALES

A veces conviene montar el numerito. Despertarse y decir: España… ¡cómo me aburren tus autores! Allá tus Cercas y tus Chirbes que yo alquilo mi piso y me largo a Buenos Aires a investigar un rato.

       – ¿El qué? ¿Sus papeleras?
       – No, ciertas ficciones.
       – Ahí va otra flipada con Borges– se oye de fondo, pero en el coro nadie da la cara. Son sólo voces.
       – Habrá algo más… –digo, mientras pienso en lo único que él nunca se atrevió a imaginar: a un peronista.

Ahora, si he de apostar, me parece mucho más inconcebible que siendo bibliotecario, Borges fuera ascendido a inspector de aves de corral. Es un ascenso extraño. No sé si de hombre gris o, al revés, de cómico exquisito. Me gustaría pensar que por ese ascenso también estoy aquí, pero estaría haciendo trampa, aunque a veces se viaje por más de un motivo. El coronel Lucio V. Mansilla, XXX, nos da algunas ideas. Dice:

Se viaja por gastar dinero, adquirir un porte y un aire chic, comer y beber bien. Se viaja por lucir la mujer propia y a veces la ajena. Por instruirse, por huir de los acreedores. Se viaja por no saber qué hacer.

Él, que era un dandi adelantado a su tiempo (¡su estilo le delata!), olvidó mencionar a las que aún viajamos para confirmar lo que leímos en varios libros. En mi caso no fueron demasiados (El juguete rabioso, Ficciones, Los días de la noche, Ferdydurke, El beso de la mujer araña, Cómo me hice monja, Plata quemada, etc.) pero de una calidad y riesgo que bien merecían un gesto contundente. ¡Tenía que HACER algo! ¡Tenía que ampliarlos!  

                                                

Y aquí estoy, en Buenos Aires, donde las calles nunca se acaban y los camareros son bastante lentos. Vivo en el barrio de la Chacarita, aunque en el colectivo a veces me lío y pido tarifa para el Cacharrito. Por suerte a los conductores no parece molestarles, ni a la dependienta que intentó liberarme el móvil. Sabiendo que soy catalana, me confesó en seguida que le preocupaba más la felicidad de Shakira porque no acababa de entender lo suyo con Piqué. Me preguntó si no creía que en las fotos forzaba su sonrisa y si no estaría todo amañado. “Es que como su Antonito ninguno, aunque ya se sabe que en España los hombres son más amables”. ¿Se sabe? Viajar también es encontrarse con estas conversaciones y creer que son fascinantes. O exponerse a algún peligro. El mío consiste en pisar donde no toca, porque aquí las baldosas bailan y lo que se asfalta se señaliza en plan precario, con dos piedras y una cinta que siempre acaban volando, así que la ciudad está llena de marcas. La mayoría son huellas humanas, pero también hay palabras que quedan atrapadas en el cemento y yo las leo, como un baqueano en la pampa, fantaseando con la que dejaré escrita cuando me vaya de aquí. 

Por supuesto, quienes prendieron mi mecha, además del citado ciego, fueron un inventor y un polaco. Suena a chiste, si no fuera porque los conocéis a todos. Es más, como se ha hablado tanto de Borges, Roberto Arlt y Witold Gombrowicz, yo propongo sustituirlos un rato por un navegante, un performer y un criptógrafo. No son míos, los colonizo, pero tal y como los concibió Héctor Libertella, que es con quien me gustaría empezar esta sección de lecturas arriesgadas. Entre otras cosas, porque a él le debo el título: ¡Cavernícolas!

Lo saqué de uno de sus libros que compré de rebote, mientras buscaba otros en el parque de Rivadavia, donde hay varios puestos con títulos viejos y de segunda mano. La chispa me la dio una página abierta al azar: “Cómo una frase corrompe al resto”. En otra, los párrafos perdían su compaginación habitual y formaban un monigote. ¿Y esto de qué va? Para colmo, en la contraportada, Ricardo Piglia se empeñaba en ahuyentar a posibles lectores, refiriéndose a “las tolderías literarias del presente” y “la remota tradición de lo nuevo”.  ¡Ni Borges con las gallinas!

Me dije: sé valiente. Son sólo 125 páginas. Así que empecé a leer y resulta que disfruté muchísimo de sus tres historias, basadas todas en personajes reales.

En la primera, el explorador y geógrafo renacentista Antonio Pigafetta pone voz a Magallanes, quien se propuso hallar el estrecho que unía los dos océanos y “viajar en redondo”, en una expedición de más de doscientos hombres de la que regresaron muy pocos. Durante el trayecto, que dura tres años, Magallanes no deja de soltarles arengas, hasta que enloquece en su propia verborrea, que es la del Siglo de Oro. El desenlace es tragicómico, ya que su punto de partida pasa a ser el de no retorno: cuando al fin llega a Cádiz, no reconoce a España y le pide a su tripulación o lo que queda de ella, que se lance a degollar a esos salvajes… Y así se cierra el primer episodio.

La segunda historia empieza con el siguiente dato: “En una noche de 1965, Jorge Bonino decidió inventarse un lenguaje y presentárselo al público”. Luego hay un breve repaso biográfico del citado artista donde se menciona una gira de tres meses por Europa, su regreso custodiado por dos loqueros y su etapa como profesor de lengua en la escuela en la que aprendió a leer, labor que interrumpe en 1977, para volver al teatro. Se incide en la importancia de las fechas, lo que es irónico, porque en seguida el tiempo se desprograma y todo se explica entre la fascinación y el pitorreo. Se diría que el narrador hizo suya la amenaza de Bonino: “Si te lo cuento en tu idioma, mi viaje no te dirá nada”. Hay datos que suenan verídicos, frases que requieren un espejo y reflexiones noveladas del propio Libertella, sobre lo que significa llevar el lenguaje al límite y vivir del idiolecto. Al final, tras su malogrado paso por una banda de rock, Bonino calla para siempre pero no se detallan las circunstancias de su enmudecimiento que el autor escenifica en una función en Di Tella… curiosamente, en 1966.

La última historia se abre con el diario que escribió sir Henry Rawlinson durante las excavaciones arqueológicas que se hicieron en Nínive, a medidos del siglo XIX. Entonces, un equipo británico y otro francés competían por descifrar los jeroglíficos de unas tablillas enterradas en el suelo y junto a un desfiladero de difícil acceso. Su lectura, les lleva a extremar las posturas y hacer equilibrismos con el cuerpo. De ahí viene el de “Aquí, no puede hacerse un sitio al pie”, frase ambigua con la que arranca este relato y que cada cual traduce a su manera, a veces con consecuencias catastróficas. Lo explica Rassam, criptógrafo asirio quien no tarda en sumarse al saqueo de los occidentales y falsificar documentos, meándose encima de ellos. Gamberradas al margen, el supuesto rescate de las antiguas tablillas es en realidad un malentendido ya que al reescribir los textos, los arqueólogos confunden originales con copias y equivocan las interpretaciones, de modo que “restauran” algo que nunca se dijo.

De las tres, ésta es la historia más críptica, aunque Libertella las fue reescribiendo y publicó de nuevo, como hizo con algunas de sus frases, a las que hacía reaparecer en otros fragmentos de otros libros, porque “reescribir exacerba la condición fantasma del escritor”. María Moreno lo lleva incluso más lejos. Para ella, Héctor Libertella lo pensó todo como apócrifo.

De su legado, que es complejo, yo me quedo con esa libertad con la que atravesó formatos y épocas, como si el futuro ya hubiera sucedido y uno se adelantara a su vestigio, y con esa combinación de registros que hace del lenguaje una conquista (Pigafetta), una experiencia de vida (Bonino) o una interpretación (Rassam). Espero tener todo esto presente al hablaros de mis lecturas y encuentros con aquellos editores y autores que se animen a cavernicolear conmigo. Creo que su punto de vista me ayudará a completar esta sección tan ajena al premio Herralde y que me salió empezar así: anti-profesional, anecdótica y con vocecitas en el tarro. En el próximo capítulo La invención argentina, junto a Carlos Gamerro.

 

Créditos de las imágenes.

En portada, ilustración de Luis Paadin.

Mansilla Multiplicado: Se hace raro pensar que en Argentina, la literatura coincidió con la aparición de la fotografía. En esta imagen de Witcomb, el escritor Lucio V. Mansilla aparece multiplicado por cinco. Él fue el cronista que dio voz a los indios que con los gauchos y los negros serían subalternos.

Jorge Bonino en una de sus actuaciones, en 1969. 

El Varela Varelita, un bar mítico de Palermo. Héctor Libertella lo frecuentó tanto que acabó cambiándole el nombre al wishky. Ahí el JB se llama José Bianco que era un cronista de El Sur.

 

Con la colaboración de laie