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Batalla por el folclore

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En la semana siguiente a las elecciones municipales del 24M de 2015, Josep Oliu —presidente del Banco Sabadell— se refería a la recién proclamada alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, como “un personaje folclórico […] que a partir de ahora será institucional". Al día siguiente, tras algunos reproches, tuvo que disculparse: “tiene razón, no fueron acertados los comentarios […] se la conocía como activista, y en este sentido la palabra folclórica responde a este tipo de acciones, según el diccionario”.

Lo cierto es que tirando del diccionario, la definición de folclórica/o refiere a las costumbres populares (bailes, canciones, etc...) de carácter tradicional y a sus intérpretes, y especialmente a la persona que se dedica al cante flamenco o aflamencado. No son muy diferentes las definiciones en otros diccionarios. Cuanto menos, suena curioso tratar de encajar el perfil de activista, de una protagonista de una las luchas sociales más estimulantes de las últimas décadas  (las luchas por la vivienda digna y la PAH) en este marco. Pero, más allá del desenfoque, surge la pregunta: ¿Porqué pensar lo folclórico como algo ofensivo?

El propio Oliu daba una clave en la disculpa ante su junta de accionistas: se podría hacer una interpretación de sus palabras asociándolas a “la gente de la farándula”. En efecto, lo más habitual es pensar lo “folclórico” en clave de frivolidad, de lo pintoresco y, por qué no, de lo casposo. Sin ir más lejos, en esta misma publicación, así identificaba Ernesto Castro lo castizo y el folclore: “bajo la apariencia de modernidad, la caspa sigue cayendo hasta en las mejores hombreras” [1].

Pero, casi tan ingenuo como la disculpa de Oliu, resulta el rechazo casi automático que a menudo genera la propia noción de lo folclórico. Al fin y al cabo, el folclore no es más que una construcción social interesada sobre la tradición. Si bien es cierto que ha servido como lubricante de algunas tendencias nostálgicas inmovilistas, y que fue ampliamente utilizado como elemento de propaganda del oficialismo franquista y legitimación de su idea de nacionalismo español, esconde también un potencial subversivo importante. No en vano, en el más reciente ciclo de acción colectiva en España abundan ejemplos de revisiones del folclore y de usos de música popular en contextos politizados, como elemento de protesta, propaganda o, no menos importante, diversión. Por ejemplo, el runrún pasado por autotune que cantaba la propia Ada Colau; los cuplés y otros cantes populares en la campaña a la alcaldía de Manuela Carmena: las reinterpretaciones de las coplas de la Defensa de Madrid por parte de la Solfónica en el 15M; las rumbas, bulerías y otros palos aflamencaos que lleva el colectivo flo6x8 por distintas sucursales bancarias y hasta el Parlamento andaluz; el flashmob musical de #ToqueaBankia por la Asamblea 15M de Lavapiés; o la jOda a la banca de Nacho Vegas con la PAH (colectivo que también subió al escenario en su actuación de las últimas fiestas de San Isidro en Madrid).

Aunque no puede negarse que los códigos de lo popular en la sociedad post-tradicional se alejan de la noción estática del folclore y la tradición, esta díada [popular-tradicional] sigue manteniendo un diálogo vivo en la música contemporánea. Sin ánimo de una enumeración exhaustiva, la aproximación pionera de Joaquín Díaz al folk revival americano que derivó en una fructífera aventura de investigación del folclore local, la mezcla de jazz y cuplé en el caso De la Purissima, el cabaret “rompecabezas” electro-tradicional de Rodrigo Cuevas, la copla contemporánea de Martirio o el folk de Lorena Álvarez y su Banda municipal, pueden verse como muestra viva de este diálogo. Es cierto que en el circuito más comercial su presencia no sea mayoritaria como en otros tiempos, pero ha cogido fuerza en las escenas independientes. Mientras que desde una perspectiva más bien esencialista de lo cultural la música tradicional se constata como manifestación agónica y en peligro de extinción, desde una perspectiva sociológica se hacen evidentes las transformaciones ligadas ligadas a un cambio social general que reafirman esta tendencia pero también pueden vislumbrarse continuidades. Porque el folclore es memoria pero también, en la sociedad contemporánea, sigue siendo vivencia.

En un acercamiento manifiestamente politizado a lo tradicional-popular, y frente a la interpretación del folclore como elemento reaccionario, sigue siendo útil volver a la perspectiva de los estudios culturales de Antonio Gramsci o Ernesto De Martino. Gramsci nunca perdió la fascinación por el folclore por más que se antojase como un anacronismo desde ciertas vanguardias de la «nueva sociedad». Resulta emotiva la carta que escribió a su madre desde la cárcel preguntando por las canciones populares en las fiestas de su Cerdeña natal: «Tú sabes bien que estas cosas me han interesado mucho siempre; escríbeme y no te creas que son memeces…». Y no sólo se interesó por ello sino que reivindicó el estudio del folclore como hecho sociocultural subalterno contrapuesto a la cultura oficial dominante (más allá de una mirada nostálgica, más allá de “lo pintoresco”, “de lo romántico”). Frente al estereotipo de música reaccionaria: «Habría que distinguir diferentes estratos: aquellos fosilizados que reflejan condiciones de vida pasada y por tanto conservadores y reaccionarios, y aquellos que son una serie de innovaciones, a menudo creativas y progresivas, determinadas espontáneamente por formas y condiciones de vida en proceso de desarrollo y que están en contradicción, o bien se diferencian, con la moral de los estratos dirigentes». Casi de forma paralela y en la misma línea que Gramsci, Ernesto de Martino reivindicó la potencialidad revolucionaria de la cultura tradicional como expresión popular de la condición subalterna advirtiendo la constitución de un folclore progresivo y contestatario que manifiesta en «en términos culturales›› las luchas por la emancipación del pueblo [2].

Si el folclore ocupa posición marginal dentro del ámbito de la cultura contestataria (y en general de la 'cultura' hegemónica) en buena medida aún puede explicarse como resaca de la centralidad que gozó durante el franquismo. El régimen, aprovechando la fuerza simbólica de la cultura popular, utilizó el folclore como elemento legitimador de la Nueva España, apropiándose y reinventando con brío patriótico jotas, zarzuelas o coplas como vehículo identitario capaz de representar a la España eterna. Un ejercicio contradictorio que por un lado lleva a la despolitización del folclore y por otro se apropia como elemento de instrumentalización política. En gran medida gracias al trabajo de grupos ligados a la Sección Femenina, favoreció la configuración y consolidación de un folclore hispánico deliberadamente anacrónico y atemporal. Un modelo, que pervive en los grupos de Coros y Danzas, que como señala la cantautora asturiana Lorena Álvarez «pone de manifiesto que esa música está muerta, hacen una representación de un folclore que existía antes pero ya no, y no hace evolucionar esa música» [3].

Es un debate recurrente si el folclore debe mantenerse inalterable y velar por la 'autenticidad' de la tradición, o puede evolucionar en consonancia con la sociedad que lo produce. Desde una aproximación 'purista', ligada a la idealización (nacionalista, regionalista, localista), la preocupación por la “autenticidad” resulta un imperativo moral. El folclore se concibe como expresión estética atemporal de la tradición. Pero, si bien la búsqueda de la 'autenticidad' estilística puede resultar un ejercicio rico de memoria sobre la vida colectiva (una riqueza histórico-etnográfica) los acercamientos en forma de ritualización purista alejan a esta música —retomando a Lorena Álvarez— de «lo que tiene de popular», de música «para fraternizar y para unir a las personas más que para separarlas».

Pensar en la dimensión comunitaria del folclore, por encima de sus cristalizaciones estilísticas concretas, ayuda a comprender cómo su objeto no tiene por qué ser un reflejo fidedigno de una práctica concreta desligada de su contexto de producción, y por tanto también ayuda a desvincular el folclore de un formato de un espectáculo vaciado. No podemos olvidar que un rasgo esencial de la cultura es su plasticidad, la potencia y dinamismo de las tradiciones. Estemos pensando en una cultura de tradición oral, o en una cultura popular mediatizada de algún modo, es inevitable pensar en su naturaleza dinámica. No podemos hablar de una obra cerrada sino flexible, sujeta a la reinterpretación por múltiples intérpretes anónimos, fruto de una 'comunidad viva'. Y, frente a las 'comunidades imaginadas' (como puede ser la nación, en términos de Benedict Anderson) que se definen por una armonía mítica, las comunidades en una sociedad viva se ven atravesadas por el conflicto.

En el «folclore oficial» (tanto aquel forjado en el franquismo como el que se ha convertido en icono de algunos regionalismos contemporáneos) aparece generalmente 'descafeinado' de la crítica social que resultaba intrínseca tradicionalmente a muchos de estos géneros populares, como la zarzuela o la jota. José María Esparza, con la recopilación Jotas Heréticas de Navarra, ha hecho un gran trabajo en la reivindicación de la jota como arma lírica frente al orden establecido denunciando el afán oficialista de constreñir la jota popular a lo políticamente correcto, que le ha negado toda espontaneidad y capacidad de subversión. Como por ejemplo, la de aquellas que muestran el rechazo a las quintas de reclutamiento militar: «Me declararon inútil/ para servir a la España,/ soy mosca que se ha librado/ caer en la telaraña». O la que una rondalla de Corella (Navarra) le cantó a un cardenal y arzobispo de Zaragoza en su visita a la ciudad: «Que nos dé fruto la tierra/ y nos den uvas las vides/ y que se vaya a hacer hostias/ el Cardenal Benavides». Los Cancioneros Secretos de Cantabria (editado por Fernando Gomarín en la Universidad de Cantabria, 1989) o de Asturias ( editado por Jesús Suárez y Fernando Ornosa en el Muséu del Pueblu d’Asturies, 2005) también son buena muestra de los cauces transgresores de la tradición popular.

A finales de los años 60 y principios de los 70 aparecen interesantes ejemplos de renovación del folclore con un evidente interés político. Si bien, en el marco de las luchas antifranquistas y dentro de la denominada genéricamente canción protesta, destacan las referencias internacionales como la chanson francesa o el folk combativo norteamericano, la investigación y desarrollo de estilos arraigados en la tradición española dan buenos frutos. Así Nuevo Mester de Juglaría acabaría simbolizando las reivindicaciones “comuneras” en Castilla. También al calor del regionalismo Al Tall en Valencia o Carlos Cano en Andalucía, quien a través de sus coplas aflora una sensibilidad contra problemas sociales como la especulación, el paro o el caciquismo. En Aragón, abanderados por José Antonio Labordeta, surge la Nueva Canción Aragonesa, gentes como Joaquín Carbonell o especialmente La Bullonera con su lúcido sarcasmo, reivindicarán la tierra frente a la emigración forzosa, el abandono del medio rural o problemas ecológicos como las luchas por el agua; «Ya estamos hartos, señores/de aquí no sale una jota, que no cante las verdades/de esta tierra medio rota» o contra la nuclearización del país; «¡Qué buenas son las multinacionales/ porque nos traen centrales nucleares!».

También en Navarra, cantautores como Fermín Valencia y canciones como «¿Dónde está, dónde está, esa justicia social, ¿Dónde está la diputación foral?» con un claro mensaje antinuclear, «la culpa no es del hermano/que trabaja en la Ribera/el agua es pa las centrales/ que los yankis nos trajeran» han dado lugar a la reinterpretación en clave folclórica. Personalmente, nunca olvidaré la emoción de Toti Salcedo cantando mientras cocinaba una caldereta en casa de Mario Gaviria [4]: «Adiós Ripodas y Artajo,/te van a inundar tus tierras,/sin consultar con el pueblo,/y sin que el pueblo lo quiera/ somos pobres labradores,/nuestra voz bien poco suena/ si no nos unimos todos/ los van a inundar las tierras». La jota aún es memoria viva de luchas históricas, y sucesos trágicos como el asesinato de Gladys del Estal han quedado cristalizadas al compás de la jota, como aquella revisión del “Adiós Navarra del alma”: "Adiós puente de Tudela/ Adiós mi lindo querer/ Adiós Gladys del Estal" o aquella que decía "no han de poner en Tudela, una central nuclear y en su lugar habrá rosas como Gladys del Estal" .

La función del folclore frente a la «cultura oficial» resulta paradójica. Si por un lado puede arrastrar tendencias nostálgicas inmovilistas y pudo ser utilizado como elemento de legitimación nacionalista y propaganda del oficialismo franquista. Por otro, en cuanto cultura popular subalterna, dispone un mecanismo cultural subversivo —consciente o inconsciente— capaz de poner en evidencia los mecanismos ideológicos de la cultura dominante (ya sea esa del Estado o de la “alta cultura”), y el embuste de su pretensión universalista. Hoy, cuando asistimos al fin de la tradición oral y al progresivo desarraigo de la cultura popular de raíz folclórica, cabe preguntarse si será posible la pervivencia de esta dimensión contrahegemónica y el folclore pueda resistir a ese envilecimiento, conformista y deformante —según observaba Manuel Tuñón de Lara— que sólo es una caricatura del sentir popular para solaz de mediocres escapistas [5].

Ernesto Castro afirmaba en el segundo número de El Estado Mental, citado anteriormente, que la apropiación franquista del folclore se ha utilizado para reivindicar “desde la izquierda una tradición popular que quizás —sólo quizás— no tenga nada de reivindicable, pues apropiarse no quiere decir tergiversar (los valores morales de boquilla y el politiqueo de aparador, que en lo más crudo del Régimen eran nacional-católicos y erótico-festivos durante el Destape, han sido la única constante ideológica del show business patrio) y popular no es sinónimo de bueno: hay ciertos elementos de la tradición que envejecen muy mal de cara a nuestras exigencias morales vigentes”.

En cierto sentido, no deja de tener razón Ernesto Castro cuando afirma que lo “popular no es sinónimo de bueno”, pero la tradición popular, lejos de una visión moral o ideológica totalizante, es un espacio híbrido interesante. De tal modo, se configura como un campo continuamente abierto a la resimbolización y la batalla por la construcción social de los significados. Pensar el folclore como un producto plano y cerrado nos aleja del potencial de aprehender el amplio abanico de relaciones sociales que se establecen en torno a la música, las múltiples agencias posibles tanto desde el punto de vista del intérprete [6] como del receptor, o en torno a abanico de identidades que pueden expresarse a través de ella. Como en toda hibridación, se forma en un campo de contradicciones ideológicas en las que lo hegemónico siempre coexiste con la posibilidad de resistencia. En ese sentido, más allá de las connotaciones explícitas o de los repertorios ritualizados, importa el modo en el que se articula dentro de las prácticas sociales y los contextos (históricos, regionales o indentitarios concretos) la forma en la que las manifestaciones de folclore vivo siguen presentándose en torno a las luchas populares cotidianas y en sus protagonistas. La música y las canciones no dejan de ser una parte de  ese “tiroteo con armas ligeras en la lucha de clase” que diría James C. Scott —quien, no en vano, utiliza el folclore como una de sus fuentes para estudiar los discursos ocultos de resistencia campesina— [7]. En Weapons of the Weak este autor apunta cómo las modificaciones culturales que realizan los campesinos —en las canciones populares, leyendas, bromas y comentarios privados…— indican hasta qué punto el orden social y de las élites (el derecho a la propiedad de la tierra, los impuestos, etc…) se aceptan o no desde la subcultura de las clases subordinadas. Es quizá en esta ambigüedad, constante y compleja, donde reside la belleza de las canciones populares.

Sea como fuere, no puedo negar que la ucronía que podría inferirse de las palabras de Josep Oliu  (hace ya casi dos años) se me antoja bonita: la lucha social como elemento fundamental de la tradición colectiva de este territorio.

 

Imágenes:
En portada, ilustración de Vidal. De arriba abajo, una representación de los Coros y Danzas de España en el festival de folclore de Zakopane (Polonia), en 1973, fotografiada por Jósef Burszta; la Solfónica ameniza la Marcha por la Dignidad que tuvo lugar en Madrid el 22 de marzo de 2014 (foto de Imagen en Acción); Lorena Álvarez y su Banda Municipal en una fotografía del archivo del colectivo En vez de nada; portada de disco de La Bullonera; ronda de La Motilleja (Albacete), fotografiada en fecha desconocida por autor desconocido, del archivo de Agneta von Aisaider

[1] Ernesto Castro (2014) “La Tercera España”. El Estado Mental nº2.

[2] Las referencias a Gramsci y De Martino provienen de Carles Feixa (2008) "Más allá de Éboli: Gramsci, De Martino y el debate sobre la cultura subalterna en Italia", pp. 13-66,  en De Martino E.; Feixa C. El folklore progresivo y otros ensayos, Universitat Autònoma de Barcelona, Museu d’Art Contemporani de Barcelona, Bellaterra. En El Estado Mental Radio grabamos una conversación con Carles Feixa a propósito de este Gramsci, De Martino y este libro, escucharse en el programa En las Encrucijadas. Aprovecho para agradecer a Inés G. Cueli la colaboración en ese programa y en este texto.  

[3] Lorena Álvarez en Mapa Sonoro (RTVE). 13 de abril de 2014.

[4] Esta reflexión surge del encuentro con Mario Gaviria, las conversaciones y las jotas en las fiestas del Pilar de Zaragoza o en la sobremesa del encuentro antinuclear en Cortes de Navarra.

[5] Carpeta del disco Cantar y Callar (1974) de José Antonio Labordeta.  

[6] Como apunta Mar Gallego (2013) en el artículo “Folclóricas: heroínas de lo ílicito durante la represión franquista”, en Pikara Magazine, “Aunque hoy arrastran el sambenito de casposas, pudieron vivir durante la dictadura con independencia económica y esquivando la mojigatería de la época”. En la línea de Pepa Anastasio, es importante recalcar su capacidad de agencia que permitía el mundo del espectáculo en este contexto hóstil.

[7] James C. Scott (1985) Weapons of the weak. New Haven: Yale University Press.