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Descubrí las Docklands y dejé de ir al museo

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La otra noche intentaron robar aquí. Llamé a la policía y no entendían dónde estaba. Yo oía las sirenas pero no les veía. Cuando consiguieron llegar, me dijeron que no tenían ni idea de que aquí viviera alguien.” Tom Stewart vive en el 19 de Old Ford Lock, uno de los extremos del Regent´s Canal. Por su puerta pasa este cauce artificial que viene desde Limehouse y te lleva hasta Hackney Marshes, atravesando las Docklands junto a Olympic Stadium, en el Este de Londres. La casa tiene un pequeño local donde, cuando hace buen tiempo, se arreglan bicis a vecinos y curiosos que utilizan las orillas de este camino felizmente alejado del tráfico. Diez libras por cambiar el tornillo que sujeta el sillín, algo de conversación –su mujer es española y hace tortilla que vende en porciones– y alineamiento de la rueda trasera. Le gusta vivir aquí, es tranquilo y barato... aunque las grúas que asoman por el horizonte dibujen un dudoso futuro. “Desde 2012, con los Juegos Olímpicos, toda esa parte de atrás [señala hacia el Este] es diferente. Empezaron a construir algunos años antes, pero la cosa va a más. Espero que el canal lo respeten, es una de las pocas rutas para circular por esta parte de las Docklands”, dice con cierta melancolía.

Deslocalizado de un centro, el territorio de Tom, ese trozo del mundo de más de 2.000 hectáreas y 80 mil habitantes que llaman Docklands (traducido, algo así como Tierras de las Dársenas), es un masivo dispositivo para generar riqueza y especular; hasta los años 80, un 60% de su terreno permaneció abandonado y virgen. Un paisaje en trámites, gracias al constante drenaje del agua, en otro tiempo apenas marismas; luego, dársenas del que fuera entonces el mayor puerto del mundo; hoy, simplemente, ruinas anti-románticas y utopías sin fondo, que diría Fernando Castro Flórez. Suelo, en definitiva, donde construir rascacielos vacíos, dinero contante y sonante en forma de habitaciones y salones diáfanos. Mientras, los muelles de carga y descarga, los restos de los astilleros, los embarcaderos descomunales, los almacenes para madera, grano, lana o caucho perviven a medio borrar, esperando la nueva oportunidad.

El viaje en el DLR, un tren ligero que a través de elevadas plataformas las conecta y separa las Docklands del este y el sudeste de Londres, es la mejor manera de atravesar el conglomerado de landas humedecidas, fábricas con torres de ladrillo, y edificios estrechos y altos, a medio hacer, con el número de pisos marcado a tiza sobre el hormigón. 12, 13, 14, 15… Sostiene Iain Sinclair que estamos viviendo la etapa final de un Londres que desaparece, una ciudad donde los espacios públicos no existen, cercados por cámaras de vigilancia que cuelgan hasta de los árboles. “O la paranoia en Canary Wharf, donde te paran al entrar, y el uso que han hecho de las Docklands, adonde llegan los trenes pero donde no vive nadie.”

        

O casi nadie. Yo vivo en las Docklands. Mi dormitorio, en un piso 7 –justo la altura a la que vuelan las gaviotas por aquí– y a 8 minutos a pie desde la estación del DLR de Westferry, mira a los ojos al famoso código postal E14 5AB. Se trata de la Isla de los Perros, con los pilares de cristal de Canary Wharf, uno de los distritos financieros más poderosos del mundo, complejo urbanístico y domicilio laboral de más de 100 mil personas. La luz blanca del helipuerto de una de las torres, parpadeante día y noche, como si fuera el anuncio de algo que estuviera por venir, una cuenta atrás que pudiera leerse entre, eso que uno de los protagonistas de la película Shad Thames, Broken Wharf (2010) denomina “restos flotantes e aleatorios”. En este filme, colaboración entre el poeta Chris McCabe, el mismo Sinclair y Jack Wake-Walker, se dibujan las Docklands como un espacio bañado por el agua donde el acero de antiguos muelles colapsa las artificiales lagunas que rodean los rascacielos, y donde el territorio queda definido como un ecosistema proteico que sobrevivirá también a esto, a la burbuja inmobiliaria que revienta Londres desde hace un tiempo. Este lugar será como el pub en el que se reúnen los tres protagonistas de la película, en pie desde el siglo XVI, contra viento y marea.

La primera vez que llegas a las Docklands apenas ves carreteras, referencias o límites, más allá de los camiones, rojos, azules, y de las grúas. Sólo el espacio vacío, abierto, inmenso, las planicies que se mueven y flotan a escasos 25 minutos al este de la estación de Bank, en mitad de la City. Los síntomas de vida sólo son visibles cuando el tren, elevándose, parte edificios por la mitad y a través de los grandes cristales observas camas sin hacer, bicicletas estáticas y algún que otro objeto vegetal del Ikea. Absortos y medio dormidos, los viajeros contemplan un no-lugar por donde no se ven los caminos pero sí el alcantarillado y los edificios. Tres semanas después de experimentar estas sensaciones, me mudé a las Docklands. Poco después dejé de ir a los museos.

La cosa comenzó una tarde, recuerdo, de vuelta a casa en el DLR, mientras leía un libro de José Luis Brea. Hacía una media hora que acababa de salir a empujones y deslizándome por un tobogán de la Hayward Gallery, así que eso de la “nada del entretenimiento” que señala el crítico madrileño cuando habla del “efecto Tate”­­ quedó repentinamente asociado a las Docklands que asomaban por las ventanas del tren. La experiencia de un escenario real, ese dejarse llevar por un paisaje artificial e incierto –no hay apenas rutas naturales por su geografía, como si solo fuera un escenario y nada más–, arruinaron esos “jueves al mes de exposiciones”, donde nada era experimentable. Había cultura, sí, pero sólo intelectual y apenas cotidiana. Y cuando era cotidiana perdía la esencia del enigma, de lo inalcanzable. De hecho, no son pocos los que en zonas alejadas del centro de la ciudad, como Croydon o Stanmore, desconocen qué es el DLR o que hay un puente en Deptford (próxima joya de la corona de la gentrificación londinense) que se eleva interrumpiendo el tráfico como una tapadera que, sólo de vez en cuando, deja ver que efectivamente todo eso en otro tiempo fueron las Tierras de las Dársenas.

Precisamente, en uno de esos “dejarse llevar”, uno puede atravesar la Isla de los Perros (en 1981, el acceso a este lugar era imposible debido al estado ruinoso de los puentes) y llegar hasta las puertas de Greenwich. Sin cruzar el río y avanzando unos 20 minutos a la izquierda, llegas hasta Amsterdam Road, una calle en ninguna parte que desemboca en una playa en la ribera norte del Támesis. La cartografía de este lugar en la App del teléfono es muy simple: unas cuadrículas que señalan casas y calles cercando el río de manera muy ordenada. Los 150 metros de arena negra están siempre vacíos. Algunos coches aparcados parecen colocados como en una maqueta de un estudio de arquitectura, corcho y madera de balsa. Cruzando el río, ya en Greenwich, Maryon Park se abre, verde y ovalado, con las canchas de tenis y los caminos por los que el Antonioni de Blow-Up grabó aquel coche descapotable y la fanfarria y el no-asesinato y todo lo demás.

Hace unos días, tras el after de techno chungo que cada sábado se programa en Corsica Studios, mi amigo Santiago y yo decidimos ir hasta Woolwich Arsenal. Es el punto más alejado en la línea del DLR, la única de sus estaciones en Zona 4. Bandadas de gaviotas reciben al visitante, el mar no debe de quedar tan lejos. “Are u locals?”, pregunta la señora que en un pub, mitad bar mitad casino, nos advierte que el alcohol sólo se servirá a partir de las 9 de la mañana. “Sí”, dice Santi. El señor de al lado, un antiguo marinero “de los que pasaban años en el mar”, se ríe ante la evidencia del acento y otros detalles, y pregunta el código postal. “E14”, alcanzo a decir. “Entonces sí.”

Entonces, por un momento, fuimos de las Docklands.  

 

Fotografías de Bea G. Aranda, salvo la tercera (Cubitt Town, Isle of Dogs, London), de Jim Linwood.