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El perro con botas

Carta desde el invierno de Maine
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Esta mañana no hay agua en casa. Ni desayuno con café. Ni la más remota posibilidad de lavarse la cara. El invierno, cada vez más precoz, cada vez más raro, ha congelado las tuberías. La vida es dura en Maine y la refrigeradora no ayuda. Conserva restos de la cena de anoche, cuatro chuletas, medio tomate, una reserva de ají amarillo. Pero ni una sola gota de nada bebible. Miro la nieve a través de las ventanas con sed. ¿Y si recojo una porción, la derrito y me la bebo?

La vida en el hielo requiere ingenio. También calzoncillos largos. Una cosa es pasar unos días de sano turismo jugando al aventurero polar en lo queda del nevado más cercano, y otra muy diferente es comenzar tus mañanas sabiendo que te esperan semanas, años y quizá toda una vida en un lugar que buena parte del tiempo es un frigorífico. Tienes que conseguir ropa interior especial, zapatos con clavos, chaquetas de plumas, bufandas, gorras, orejeras; y luego debes acostumbrarte a invertir más minutos de tu vida para vestirte como un mullido muñeco de verdad.

Si adaptarse a este ambiente le resulta difícil a una persona, no imagino lo que esta experiencia glacial debe costarle a mi fiel perro peruano sin pelo. Un animal cuya genética le permite correr libre y desnudo en los cálidos desiertos al sur del Ecuador ha terminado convertido en un involuntario mártir de las nieves, un embajador patrio al que con frecuencia se le congelan las pelotas.

Puedo jactarme de que vine por propia voluntad persiguiendo el amor de una chica de las nieves. A Piji, en cambio, la vida de perro no le ofrecía otra alternativa. Le dijo adiós a la familia, a las playas de Lima, a las perritas sin pelo, y me secundó en un larguísimo éxodo hacia un estado norteamericano apodado Vacationland.

Maine, en verano, es un paraíso cálido, repleto de lagos y de gente alegre que come langostas. En esos primeros días de sol, Piji fue feliz pescando bocadillos bajo las mesas de los banquetes y cazando ranas en el bosque. Era dueño de su vida y de su tiempo; muy distinto al angustiado animalito de ciudad que había sido y que dependía de mí para salir a orinar, para cagar, para comer, y que jamás podía correr libremente en los parques porque los parques de Lima no están hechos para los perros, a menos que los lleves con una correa, civilizadamente atados, esclavos de ti. En la ciudad, Piji se pasaba el día durmiendo. En el campo conoció la libertad.

Entonces llegó la nieve.

Nada es como antes. El cambio climático ha convertido la frase favorita de los abuelos en una noticia de permanente actualidad. Los veranos mueren pronto. Los inviernos se adelantan. La primera nevada en Maine ocurrió una mañana de mediados de otoño, un mes antes de lo usual, y agarró a Piji calato. Desnudo, literalmente. 

A. y yo habíamos previsto conseguirle mucha ropa, pero para entonces sólo teníamos una chaqueta de plumas de color naranja. Piji la convirtió en su segunda piel y, en adelante, cada vez que íbamos a salir de casa, él se sentaba frente a la puerta y esperaba su traje moviendo la cola. Parecía un perro salvavidas. 
Nuestra primera excursión a la nieve fue un éxito. Piji no parecía asustado por la escarcha que decoraba el bosque. Ni siquiera demostró asombro. Los árboles, hasta hace poco cubiertos de hojas amarillas, ahora parecían fantasmas gigantes inclinados por el peso del hielo. Yo tenía miedo. Piji, no. Él corría con confianza como si el frío fuera su hábitat natural, y disfrutaba comiendo bocadillos de nieve que yo arrojaba por ahí. Sus patas desnudas eran un prodigio de resistencia debido —pensé— a ese calor especial que envuelve a los perros peruanos sin pelo como un aura. Tomé muchas fotos para el Face. 

Pronto íbamos a entender que la nieve es linda como un postre, pero cruel como un monstruo hambriento.
 En adelante, nevó casi todos los días. El suelo se fue cubriendo de copos brillantes como nubes de fantasía.

Piji y yo revolotéabamos felices como muñequitos de Mario Bros. Una tarde, nuestro juego acabó mal. Yo iba con mis botas herméticas. Él, a pata pelada. Esa vez la nieve le llegaba a la panza. Piji daba saltitos como una foca con chaleco. Hice una bola y la arrojé muy lejos esperando que él corriera a encontrarla. Tras un par de impulsos heroicos se detuvo confundido. Sus enormes orejas cayeron como flores marchitas. Quiso sentarse, pero la nieve le mordió el trasero. Entonces lanzó un quejido agudo, de esos que vienen del fondo de la garganta. ¿Habría pisado una rama? ¿Una piedra filuda? La nieve parecía un mar peligroso. Piji me miraba inmóvil como un náufrago. Corrí hacia él y lo cargué. Temblaba. Sus patas estaban heladas y contraídas. ¿Cómo pude ser tan irresponsable? No sólo era el peor amigo de mi perro, sino un riesgo probado para la propagación mundial de la raza sin pelo.

Esa noche, frente al calor de la chimenea, le medí las patas y ordené por internet unas botas de nieve para perro. Piji era talla M —informaba el catálogo—, igual que los dóberman, bóxer, standard poodle o schnauzer; razas foráneas más o menos populares en estas tierras. Todas con pelo.

Los días siguientes la temperatura llegó a niveles insólitos. Piji perdió la emoción del explorador. La simple necesidad de salir a orinar al patio lo ponía nervioso. No quería ir solo. El anciano labrador de mis suegros, Brutus, lo acompañaba en la aventura. Y, cuando nadie espiaba, yo me sumaba cual tercer tenor y rendía con ellos un merecido y tibio pago a la tierra, como un sacrificio natural contra el frío. La superstición era inútil, el invierno reservaba nuevos ataques. En ese momento, la piel del pobre Piji comenzó a cuartearse debido al aire seco, y él se rascaba el cuello y las orejas hasta hacerse heridas. Respondimos al peligro aplicándole todas las noches un masaje hidratante con una crema hecha a base de avena. Además, Piji obtuvo un salvoconducto para dormir en mi habitación, junto a la estufa, durante un periodo de observación indeterminado.

Las botas llegaron como un rayo de optimismo cuando él estaba a punto de morir de aburrimiento, atrapado en la casa. Son negras y del tamaño de unos calcetines de niño. Tienen suela de cuero y están acolchadas por dentro. Una cinta plateada brillante permite ajustarlas a medida. Piji tiene buena disposición para la ropa y soporta con hidalguía el outfit invernal. Pero las botas lo confundieron. Al calzárselas por primera vez se quedó paralizado durante media hora en el centro de la sala. Parecía un boxeador con pánico escénico. 
Abrí la puerta hacia el mundo exterior y lo invité a descubrir la utilidad de sus nuevos accesorios. Caminó con torpeza, bajó los escalones y, paso a paso, fue ganando confianza. Un rato después corría feliz en la colina donde días atrás el frío en las patas lo había hecho llorar. La nieve estaba congelada. La cubría una delgada capa de hielo. Piji se deslizó sobre ella como una araña en una pista de patinaje. Ladró. Agitó las orejas. Habíamos vencido.

Esa noche, en casa, noté que se lamía las patas delanteras con obsesión. En el suelo alrededor había gotas de sangre. Las uñas de sus "pulgares" habían herido su piel debido a la presión que ejercían las botas. Habíamos ignorado un pequeño detalle: estaban diseñadas para perros con pelo. La guerra por la supervivencia de Piji acababa de empezar.