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¿El signo de los tiempos o el tiempo de los signos?

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No es ninguna novedad que el mundo es muy distinto a lo que era. Y lo digo yo, que aunque no me veis tengo 32 años. No es el cambio climático, no quiero entrar en cuestiones de degeneración de las democracias, de grietas insalvables de desigualdad social. Quiero hablar de cómo tú y cómo yo ya no somos los mismos, no nos relacionamos igual y no nos percibimos (entre nosotros y a nosotros mismos) de la misma manera. Entre tú y yo hay un texto. Incluso entre yo y yo. Un texto que nos ha robado el protagonismo. Un lenguaje que, como si fuera Hal 9000 en 2001 (sólo que en 2016), está tomando vida propia y decidiendo por nosotros.

Enhorabuena a Jacques Derrida: aunque era aburridísimo de estudiar, tenía razón y los signos no representan nada, son solo signos autónomos. La realidad extralingüística no existe. Y mis felicitaciones a Roland Barthes, que decía que el texto es tejido y que “perdido en ese tejido –esa textura–, el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las secreciones constructivas de su tela”.  Perdón por la concatenación de nombres rimbombantes, pero es que voy a acabar hablando de Fran Rivera, de Matrix y de unas rastas y si no me iba a sentir un poco culpable.

La expresión manoseada de que esto es “el signo de los tiempos” se ha dado la vuelta y ahora nos hemos convertido en “el tiempo de los signos”.  Como si nos hubiésemos tomado la pastilla de los hermanos Wachowsky, hemos pasado a una dimensión en la que vemos nuestra vida desde fuera: la montamos, la editamos, la maquillamos. Pensábamos que el mundo estaba allí y nosotros éramos los que teníamos que adaptarnos, ampliar nuestras miras, entender. Pero las tornas han cambiado: que se adapte él a nosotros. O, mejor aún, que lo adaptemos nosotros a nuestra imagen y semejanza. Juguemos a ser microdioses. Milagro: hemos domesticado a la realidad y hemos convertido nuestra vida en una creación. En la sala de montaje, nos hemos dado cuenta de que esta nueva realidad, en la medida en la que la hemos creado nosotros, nos gusta mucho más y, por ello, somos autores y fans de nosotros mismos. Nace un pequeño altar para una religión unipersonal. Tampoco es nuevo. Cada uno que perciba como quiera y la desconexión con la realidad es uno de los grandes regalos de este mundo. Por no hablar de que el narcisismo existe desde Narciso.

Antonin Artaud defendía ese poder del lengujaje: “Yo rehago con cada una de las vibraciones de mi lengua todos los caminos del pensamiento en mi carne”. Pero en pleno siglo XXI, la lengua (la tecla) vibra de manera diferente. Cuando el texto es la nueva forma de ser y salimos ahí fuera (www) a relacionarnos en la era del feedback automático, vamos añadiendo/eliminando elementos a nuestro entorno en función de su afinidad/admiración hacia nosotros. Nos complace su fidelidad y queremos alimentarla, por lo que también improvisamos nuestro texto (nuestro tejido, nuestra forma de ser) acercándola a lo que se espera del personaje que hemos creado, en función de ese “aplausómetro” virtual. Una alta consideración de nosotros mismos mendiga a su vez del beneplácito general.

No es tanto nuestra lengua de Artaud la que nos cambia, sino las lenguas que nos lamen el ego, que nos lo abrillantan pero también nos lo erosionan. La red parecía darnos más anonimato, acceso a un mundo infinito, pero al final nos ha sometido a un escrutinio multitudinario e instantáneo que nos esclaviza con sus pequeños placeres y que nos lleva a buscar una parroquia de incontestables y, sobre todo, “incontestatarios”. Llegamos a un mundo amplio y complejo y, horrorizados (o quizá acomplejados), nos hemos dado la vuelta al útero materno. La vida nos dio la facilidad de poder elegir y elegimos la vida fácil, sin fricciones ni oposición.

Buenas noticias: esta ha sido la verdadera revolución desde abajo. Nadie, ni los inventores de las redes sociales, esperaban generar algo así. Ya desde el siglo XX empezaba a estar claro, pero en el frenesí actual es mucho más fácil entender que el progreso es irreflexivo, que nace y hace lo que le da la gana sin un objetivo concreto. La nueva realidad ha pillado al poder por sorpresa y la política ha tenido que adaptarse, que cambiar sus signos no sin cierto patetismo entre sus viejas castas y con un indudable oportunismo entre las nuevas.  Y si en principio, a todos se nos ha dado un poder (la palabra, el signo) para llegar más lejos, y la utopía se rozaba con las manos, pronto empezó a vislumbrarse que las palabras democratización y vulgarización caminan hacia la sinonimia de manera irreversible.

Así pues, malas noticias también: en esa nueva vida espiritualmente ergonómica, lo importante se ha redefinido. El signo se ha emancipado de su referente y campa a sus anchas con sus propias prioridades. Como espejo de ese feedback continuado de retuits y megusta que reciben los  individuos, cuestiones colectivas como los medios de comunicación, los gobiernos incluso el star system corrigen su trayectoria por los inputs que reciben en cada paso del camino en busca de la gratificación instantánea y automáticamente caduca. Los procesos de creación, de solución de problemas y de reflexión filosófica se han visto asaltados por el rapto del silencio y por la dictadura de la inmediatez. Vivimos en un continuo in media res, en un interrumptus.

 Entonces es cuando el mundo cambia lo más importante por lo más leído, lo más profundo por lo más comentado, lo mejor por lo más rápido. Presos de la velocidad, nos quedamos atrás. Presos del humor y la retórica, sanas en su ingenio desengrasante, quedamos huérfanos de realidad, asesinada trágicamente en un acto de parricidio desternillante. El meme se hizo más famoso que su objeto de parodia. La sátira se autosatiriza y ya nadie recuerda de qué nos estábamos riendo. Nadie era consciente de que el aburrimiento era tal que la diversión sería recibida con un abrazo que olvida por estrangulamiento todo lo demás. Y todo siempre en formato corto. Un acto de compromiso en un clic, un acto de ingenio que cabe en una frase. Greguerías en un siglo XXI que ya no lee novelas. Pan y circo que, en la nueva era, ya solo necesitan ser migas y circo, o pan y gifs.

Desaparecen las informaciones necesarias, los mensajes sutiles y la sorpresa del público ante lo inesperado. En medio del cambio político más importante de España en las últimas décadas, el debate se centra en una mujer que da de mamar a su bebé o unas rastas en el Congreso. La comunidad virtual se ve sacudida por un escándalo sin precedentes: un torero expone a su hija a una vaquilla ensangrentada. Y en los premios más importantes del cine español gana Frodo, que ha poseído en las butacas del auditorio a Daniel Guzmán. ¿Qué se dijo en aquella primera sesión del Congreso renovado? Nadie sabe. ¿Qué más noticias hubo el día en que el hijo de Carmina Ordoñez vivió un momento de inspiración en Instagram? No nos acordamos. ¿Quién ganó los Goya? A quién le importa.

Y es entonces, cuando me acuerdo de Doris Lessing cuando, en su discurso de los Nobel, reflexionó sobre cómo ese silencio (el no signo) que echaba de menos en la realidad de ensordecedora escasez de África, había también desaparecido por la chillona abundancia del primer mundo. Ese silencio que ella recomendaba al individuo pero que es aplicable a toda una sociedad. “Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. ‘¿Aún conservas tu espacio? ¿Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar? Entonces, sujétate fuerte, no te sueltes’".

 

En portada, loros arcoíris fotografiados por cskk, más abajo flamencos en una foto de cactusbeetroot, al final un mirlo en una foto de Bárbara Mingo.