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El tiempo y un forense

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A veces Eduardo Murcia piensa en su muerte. Sin obsesión, sin ansiedad, pero no es de los que evitan reflexionar sobre el final que nadie tiene el don de eludir. Cuando ve los coches fúnebres salir por la puerta de atrás de los hospitales, o a los muertos inmediatamente apartados, compadece una retórica social de rechazo, vergüenza o ceguera. Lamenta que alejemos la muerte como si no formara parte de la vida. Ser conscientes de ella, dice, aunque su conocimiento no exima del dolor, la tristeza o la impresión que deja. Y, de esto, el médico forense Eduardo Murcia, después de largos años de ejercicio, sabe.

Murcia es un hombre de camisa, reloj de muñeca y pelo peinado hacia atrás. Valenciano, de 58 años. Un médico forense que llegó a serlo por circunstancias: la circunstancia de que su padre también lo era y le aconsejó presentarse a las oposiciones para tener un puesto fijo en la Administración; la circunstancia de que, años más tarde, se casó, tuvo hijos y consideró que su padre podía tener razón. No fue vocacional, ni en su casa se hablaba del oficio. Ni siquiera tenía intención cuando empezó a estudiar Medicina y su padre le llevaba a levantamientos de cadáveres y autopsias; lo concebía entonces como una mera prueba de si era capaz de resistir. Fue a partir de agosto de 1985, con las oposiciones aprobadas y adscrito a los Juzgados de Valencia, cuando despertó el interés. La atracción, como él recuerda, que sintió por la medicina social: no se trata de diagnosticar a enfermos, su campo tiene que ver con la sociedad y a la justicia.

—Un médico forense no es solamente un médico de muertos —explica—. Nosotros aportamos conocimientos científicos para resolver un caso. Respondemos a las preguntas de un juez sobre lesiones o sobre el estado psíquico de una persona.

Ya en sus inicios había leído un titular en un periódico que decía: “Forenses: nos dan más trabajo los vivos que los muertos”. Lo dan. La mayoría de los casos en los que tiene que auxiliar a los tribunales incluyen a vecinos incapaces de dialogar que llegan a las manos y a salidas de fin de semana que comienzan como juergas y acaban en pelea. Golpes, heridas, contusiones. Pero también fugacidad. Como el caso de un señor de unos 50 años que sólo había sufrido una herida en el abdomen, pero la punta de la navaja lesionó la arteria iliaca y murió por una hemorragia interna.

—Te hace pensar que el mayor valor es la vida. Impacta no la parte física de lo que ves, sino la parte emocional. Pensar en la desgracia.

Un día de Nochebuena, Murcia se encontraba de guardia. Y estar de guardia, como aclara, significa disponibilidad completa. La mañana ya la había pasado en los Juzgados de Huesca, donde había retomado la actividad tras una excedencia para impartir Medicina Legal y Forense en la Universidad de Valencia. Su compañera tomaba posesión ese día y necesitaba que alguien le explicara el funcionamiento. Comió en casa pero a la tarde le volvieron a llamar: una mujer había muerto en su domicilio. “Se olvidó algún utensilio en el fuego de la cocina y, aunque no hubo un gran incendio, murió intoxicada”, recuerda. La encontraron sin quemaduras, con el rostro ligeramente rosado, el color que produce el monóxido de carbono cuando se une a la hemoglobina. “Parece como si en esos días debiera descansar, vacar también la Muerte”, escribía acerca de las defunciones en Navidad Antonio García-Andrade, considerado como el decano de los forenses de España, en Lo que me contaron los muertos.

La criminalidad en España, apunta Murcia, no es la de México o Estados Unidos. Y menos en Huesca, con 53.000 habitantes y una tasa más baja que la media española, con 1.198 casos de delitos y faltas, 39 de delincuencia violenta, 100 robos con fuerza, 15 más con intimidación, 407 hurtos, 153 daños. Cero homicidios en 2014. Tampoco la criminalidad caracterizaba sus años en Valencia, pero no era necesario: “También impactan casos en los que no existe maldad”. Recuerda al chico de quince años que se ahorcó en un taller donde se construían las fallas, el pañuelo que se puso rodeando el cuello antes de atarse la soga. Se acuerda de otra mujer que trabajaba atendiendo a una señora mayor y ciega que se tiró por la ventana. “La policía se enteró porque el cadáver estaba en la vía pública, la señora a la que cuidaba ni siquiera lo sabía. Dimos la noticia y vimos que aquella noche no había dormido, la cama no estaba deshecha, y que había colocado ordenadamente, como otros muchos suicidas, todos sus objetos de valor en la mesilla.” También del cuarto desangelado, de paredes peladas, donde vivía otra mujer que acabó arrojándose por la ventana. “Esa habitación particular, de alguien que no tiene la mente sana, sino que vive en un mundo irreal y lo plasma allí”. Y del hermano de aquella mujer del cuarto desangelado que, al enterarse, no podía dejar de darse golpes en la cabeza contra la pared del ascensor.

—Los juzgados te muestran otra perspectiva. Se ven los casos más tristes y los más patéticos. Una cosa es lo que sucede en la calle y otra lo que ocurre dentro de cada casa.

El médico forense acude a los levantamientos de cadáveres para recopilar información en el lugar: observar el cuerpo, la escena, buscar primeros indicios y también, en algunos casos, para preguntar a las personas que se encuentran allí. “Ese momento”, dice Murcia para referirse al instante en que se instala el dolor. El ejemplo del señor que se quedó sin gasolina y que, cuando volvía al coche con su bidón, su mujer vio cómo lo atropellaba a gran velocidad un BMW. Ese momento en el que gobierna la incredulidad. “Había una madre destrozada que no se lo podía creer..., pensaba que no era posible.” Alude al caso del joven que, después de haber estado comiendo con sus padres, se cayó de su ciclomotor en el centro de la ciudad y un autobús que venía detrás no pudo frenar a tiempo. “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba”, anotó Joan Didion antes de empezar a escribir propiamente El año del pensamiento mágico, tras el coma de su hija y la muerte de su marido, desplomado en la mesa del comedor debido a un infarto. “El tema de la autocompasión”, escribió en esa especie de resumen de lo que iba a ser el libro.

Y luego están las series, que Murcia no sigue ninguna de forenses. CSI, la original y sus tres secuelas, le dan tanta envidia que prefiere no verlas. Las califica de idílicas e irreales: “Que le dan a un botón y saben hasta dónde alguien se compró las zapatillas­ y todo”. Después, que sólo llevan un caso a la vez, un equipo completamente desplegado y esos éxitos de investigación improbables. Lejos de todo eso, él es un forense que realiza necropsias en el Hospital Sagrado Corazón de Jesús, que todo el mundo conoce con el nombre de Provincial de Huesca. En una sala con algún que otro material antiguo pero que funciona. Lo importante, dice, es la diligencia, y que nunca se puede llegar a ser categórico: el forense habla de probabilidades, de grados, de versiones que apuntan a ser verosímiles. Seguir la cita que abre un manual de patología forense de un autor inglés: “Seldom say always, seldom say never”. Casi nunca diga siempre, casi nunca diga nunca.

—La Justicia necesita certezas, no elucubraciones —recalca.

En Huesca se efectúan alrededor de cien autopsias anuales. La ley estipula que se debe practicar el examen anatómico de un cadáver en tres casos: las muertes violentas —que tienen su origen en un factor externo al individuo—, las sospechosas de criminalidad y las muertes no certificadas por los médicos. Estas últimas son las más comunes. En España no se entierra ni se incinera a nadie sin un certificado de defunción, y cuando el médico no lo expide, el forense se tiene que ocupar de ello. Murcia calcula que ha debido de realizar unas mil necropsias y que es el tiempo el que va poniendo una distancia emocional. “No podemos llorar por todos”, decía una compañera de profesión. Pero las autopsias a niños nunca se llegan a digerir. El primer caso al que acompañó a su padre fue el de una criatura atropellada. “Se les priva de la vida”, dice.

La vida. Le gusta el jazz, el soul. Canta en un coro, toca un teclado electrónico sin que nadie le vea en su casa porque reconoce que no es que sepa mucho. Toca boleros, canciones de los Beatles y notas de música ligera que intenta sacar por intuición. La literatura, su familia. Cosas sencillas. Medio año vive pegado a un teléfono que suena a cualquier hora si existe una intervención; se alterna con su compañera las guardias semanales, las que implican permanente disponibilidad más allá de su horario de jornada laboral. “Puedes ver los casos más tristes y patéticos”, vuelve a decir. Gente que se abandona o personas a las que descubren fallecidas en sus casas simplemente porque comienza a expandirse el olor.

—En general, queremos pensar que la muerte no existe. Intentamos evitar pensar en eso. Y, sin embargo, es un proceso natural: es el final de la vida.

Termina la conversación con una forma de disculpa: “Bueno, no soy un gran filósofo”. Pero es forense. Quizá sirva.