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España cabe en un museo

Una visita a la exposición ‘Campo cerrado’, en el Reina Sofía
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Hacia la mitad de mi recorrido por la exposición, una simpática mujer de mediana edad, vigilante de sala, explica en un sosegado y clarísimo castellano las peculiaridades de las diferentes regiones españolas a un joven japonés de escaso vocabulario español: “En Jaén, hay mucho aceite. Y del bueno, ¿eh?”, “En Cataluña se habla catalán, pero aquí no”… El joven japonés asiente y articula, no sin esfuerzo, varias preguntas más sobre otros asuntos curiosos de su —presumo— primera visita a España, que la mujer va respondiendo, una a una, con paciencia.

Dejo atrás esa sala y a los dos recién conocidos, que continúan charlando y, al parecer, pasándoselo bien en mutua compañía. Ya en el siguiente espacio, impreso en un panel explicativo, leo una breve disertación sobre lo que representó el concepto “lo español” durante los años 40, en ese territorio llamado España. Quizás aquel rato de asueto comunicativo sobre España entre la vigilante de sala y el joven japonés no se debiera únicamente a la casualidad sino al éxito del planteamiento de la exposición, que transpira “españolidad” por todos sus poros. Es más —pienso—, aquella conversación sólo hubiera sido posible con España de por medio.

El concepto de “lo español” se resume en dicho panel aclarando que el franquismo recurrió a lo popular para crear su propagandístico concepto de “lo español” —mediante el folclore, sobre todo, andaluz— y que en el bando opuesto se representó a través de la resistencia —dentro y fuera del país— al franquismo. Llego a la conclusión de que no me gusta nada eso de la división entre estos dos arquetípicos bandos porque, en mi resumen mental —tras haber leído mucho sobre el tema—, en el fondo no se trató de una lucha exclusivamente política sino más bien de una violenta rivalidad entre clases sociales. Visualmente, para mí, no se trató únicamente de un asunto de unos frente a otros, sino de unos sobre otros, mucho más complejo que un simple enfrentamiento entre ricos y pobres y que bien podría resumirse en una disputa naturalizada entre el enérgico e inevitable progreso y el recalcitrante feudalismo encarnado en la aristocracia, los militares y el clero.

Salgo de esta sala y pienso que lo mismo ocurre en la novela de Max Aub que da título a esta exposición y que aprovecho para leer —en la misma edición morada con la que mis profesores de instituto de la Transición nos hablaban, libro en mano, del exilio de nuestros escritores a raíz de la Guerra Civil española— como excusa para entender mejor esta muestra. En Campo cerrado, la novela, los anarquistas catalanes se mezclaban con los comunistas andaluces, los socialistas murcianos, valencianos, también catalanes, los sindicalistas maños…, cuando todos compadreaban, botellas de Priorato en mano, por la Barcelona de preguerra en enfrentamiento constante. Las izquierdas se enfrentaban unas contra otras, sin advertir que, sobre ellos, la fuerza feudal los apretujaba desde arriba, contra los adoquines del Barrio Chino y del Paralelo.

Pienso en mi propio concepto de “lo español” y no encuentro una definición propia si no es por oposición a cualquier otro concepto que exprese cualquier otra nacionalidad. Es decir, igual que se explica en el panel que la resistencia al franquismo ejercía. Actualmente, no veo matices sino diferencias. ¿Significa eso que debo sentirme resistencia?

Continúo mi paseo por la exposición. De lo que veo, a nivel artístico, descubro —más bien recupero, porque creo recordar que alguna vez vi algún cuadro suyo que después olvidé— y me entusiasma la obra figurativa de Ignacio Zuloaga —quien me parece un Norman Rockwell nacional— y José Gutiérrez Solana. Contemplo con admiración los cuadros de Benjamín Palencia y Pancho Cossío, las fotografías de Martín Santos Yubero y Nicolás Muller. Me resulta significativo que Pere Pruna, Josep Maria Sert y Víctor d’Ors, insignes hijos del pueblo catalán, trabajaran tan fervientemente por la causa franquista. Paralelamente, en Campo cerrado, de Max Aub, leo sobre entusiastas falangistas de Barcelona apellidados Bosch, Rubió y otros “jóvenes, con cara luciente y pantalones de buena familia”. Me produce desasosiego la pintura Ruinas, de Luis Quintanilla. Me apunto para investigar más sobre el Circuito Perifónico, de José Val del Omar, las revistas Reconstrucción, Vértice… Me resulta irónico que el proyecto de viviendas para jornaleros y artesanos del arquitecto Fernando García Rozas, en 1940, haya terminando siendo sinónimo del lugar donde en la actualidad viven los ricos de Madrid. Me fascina el nombre que el Ministerio de la Gobernación dio entre 1940 y 1948 al departamento encargado de la reconstrucción de viviendas y lugares destruidos: Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones. Pienso, en una asociación fácil de ideas, que continuamos igual de devastados, que nunca dejamos de estarlo y que los tiempos de bonanza sólo fueron un breve descanso.

En otra sala, un reportaje fotográfico sobre las cuevas de Almería, realizado en 1943, me llama poderosamente la atención: grupos de personas que habitaban las cuevas del puerto, de la Alcazaba, del Barranco del Bernardo… Los comentarios —humillantes y ridiculizantes— de los pies de fotos de los empleados de la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones continúan la misma línea que la propaganda militar franquista utilizó durante la guerra para degradar a los simpatizantes de izquierdas y a los pobres, asemejándolos a animales y seres infrahumanos.

Más adelante, entro en una sala dedicada al exilio exterior: Remedios Varo, Max Aub, Ramón J. Sender… Constato que el concepto “exilio interior” se sigue obviando en la mayoría de discursos sobre la posguerra española. Sí, ya sé. Para algunos, el “exilio interior” se encuentra representado por quienes resistían dentro del país en situación de sometimiento. Eran millones y vivían dentro del país, por lo que no es necesario referirse a ellos porque se da por obvio que el exilio interior se llevaba a cabo diariamente. Sin embargo, echo en falta que no se haga más hincapié sobre él.

Salgo de la exposición reflexionando sobre el arte como herramienta para el control político. ¿Qué ocurre ahora que el arte tiene toda la libertad del mundo? Que ya no vale. La libertad ha terminando engullendo su propio discurso. En el presente, la represión en el arte ha cambiado de ejecutor; hoy en día la ejerce el mismo público, dándole la espalda —exceptuando las prestigiosas exposiciones en los museos de renombre, en los que puede sentirse masa espectadora— y despojándolo de su función como herramienta de expresión y denuncia. La propia sociedad ha decidido anular al arte como herramienta de lucha y, en la actualidad, el público ejerce de censor.

Y sin embargo, al preguntar en la librería del museo por el catálogo de la exposición me dicen que ya está agotado. Bueno, quizás, como siempre, me equivoque en mis análisis. O eso, o la tirada de ejemplares impresos haya sido escasa. La crisis, ahora se trata siempre de la crisis.

Bajo las escalinatas del Museo Reina Sofía pensando que no es que España esté cambiando. Es que ya ha cambiado. Y aún cabe en un museo.

La exposición Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española (1939–1953) se puede ver en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía hasta el 26 de septiembre.

 

En la portada, Martín Santos Yubero, sin título, 1940.
La siguiente foto es una vista de la exposición. © Joaquín Cortés / Román Lores.
El cuadro es de Luis Quintanilla, Ruins (Ruinas), 1943.