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La causa de nuestro actual descontento

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Está fuera de discusión que el presente constituye el mejor momento de la Historia universal, al menos para las democracias occidentales. El mejor momento tanto en el aspecto material como en el moral.

Nadie querría regresar a un estadio anterior de la Historia si no supiera qué posición va a ocupar en ella. Eso demuestra que la situación del ciudadano medio ha mejorado incomparablemente y no ha dejado de hacerlo en los últimos siglos, cierto que no sin zigzagueos, retrocesos parciales, rodeos y convulsiones. Y además los grandes beneficiados de estos progresos han sido, sin duda, las clases sociales bajas y medias a costa de las prerrogativas de la minoría privilegiada. Dicho sea esto en abierta oposición a esas teorías, hoy tan extendidas, que sostienen que sólo unos pocos, “el capital” o como quieran llamarse, mueven los hilos de la Historia y accionan al resto de la población mundial como si fueran marionetas. Muchos prefieren creer que son dominados por una minoría, aunque sea perversa y omnipotente, antes que admitir la realidad. Y la realidad es que no existe el Poder, como entidad metafísica sustantiva, como Panóptico, como Gran Hacedor. No. Nadie querría regresar a un estadio anterior de la Historia si no supiera qué posición va a ocupar en ella. Eso demuestra que la situación del ciudadano medio ha mejorado incomparablemente. Rigen el mundo la improvisación, la chapuza y el caos, resultado de la confrontación de una pluralidad de micropoderes que chocan y mutuamente se contrarrestan. Y pese a este aparente desbarajuste, la Historia avanza en Occidente para todos pero en particular para los más desfavorecidos: los pobres, los enfermos, las mujeres, los niños, las minorías excluidas, los presos, los obreros, los extranjeros, los opositores políticos. ¿Quién, de entre estos grupos, querría desandar lo ya andado? Ninguno.

Por si no fuera bastante, junto a esta dignificación moral de que nos hemos dotado a nosotros mismos en las democracias, somos testigos y beneficiarios de una prosperidad económica general sin precedentes. Muchísima más riqueza material para compartir y, aunque también aumenta la población, la renta per cápita se ha incrementado exponencialmente en el último medio siglo, en el último siglo, en los últimos tres siglos, en el último milenio: cualquier perspectiva temporal vale. Subsisten las desigualdades, por momentos hasta aumentan, pero colectivamente somos indudablemente mucho menos pobres que antes o más ricos. Y a este enriquecimiento universal han contribuido los avances de una ciencia que eleva nuestra esperanza de vida, cura nuestras enfermedades y alivia el dolor corporal y psicológico, y también la innovación tecnológica que multiplica nuestra productividad y provee de utilidades, comodidades y entretenimiento a esa vida humana previamente ampliada y de superior calidad.

¿Optimista? No. Optimista es quien anticipa un futuro halagüeño por la fuerza de una voluntad que quiere ser positiva o afirmativa. Yo no he hecho tal cosa: sólo he descrito con objetividad el delta de un presente en el que han desembocado los muchos ríos del pasado.

Ahora bien, y esto es lo que aquí deseo destacar, este éxito colectivo tanto en lo moral como en lo material de las democracias occidentales es compatible, sin embargo, con una suerte de malestar individual. Dado ese logro civilizatorio asombroso que son las democracias liberales, ¿cuál es la causa de nuestro actual descontento, por decirlo en los términos usados por Burke para titular su famoso ensayo de 1770? ¿Por qué esta angustia en medio del triunfo incontestable? No habitamos el mejor de los mundos posibles, eso no, pero sí el mejor de todos los que ha habido en la Historia, lo cual no es pequeña cosa y podría inflamarnos de satisfacción en lugar de dejarnos dominar por esta amargura reinante bien conocida. No estamos contentos. ¿Por qué?

Por un lado, quien es rico percibe más peligros que amenazan sus posesiones porque ahora muchos son los bienes en juego. Si hemos desarrollado un alto sentido de la dignidad, más numerosos son los casos que, en nuestro sentir, atentan contra ella y nos indignan. Si se estima comúnmente que todo ciudadano tiene derecho a una vivienda digna, carecer de ella se juzga un atropello intolerable, allí donde no hacía mucho, en esa misma sociedad, la mortalidad infantil, por ejemplo, alcanzaba tasas monstruosamente altas. Por otro lado, el éxito del proyecto colectivo coexiste con una sensación de pérdida de sentido en la esfera de la vida personal. Antes, en la época premoderna, el hombre pertenecía a un cosmos bien ordenado que le asignaba una función y una posición en el mundo; en contraste, el yo moderno siente la dignidad incondicional que le es inmanente como individuo pero se descubre abocado a un destino indigno: la muerte. Dignidad de origen, indignidad de destino: ésa es la extraña suerte del hombre moderno en busca de un sentido para su vida sin hallarlo nunca. De ahí la desesperación, el absurdo y el sinsentido como estado general del ciudadano actual y la comprensible tendencia a proyectar su pesimismo individual sobre la cultura contemporánea.

A estas dos causas del descontento querría añadir una tercera. ¿Cómo podríamos, en nuestra época, pensar lo grande, lo grandioso, lo digno de admiración y emulación, lo ideal? ¿Cómo podríamos sentir y representar lo sublime? El exceso de lucidez desmitificadora, la suspicacia generalizada, el cinismo ambiental, el petimetre que está ya de vuelta [...]: todo esto cierra las puertas a la sublimidad del ideal. La pregunta casi suena ridícula a un oído como el nuestro, desacostumbrado a esos tonos tan elevados. Se diría que la renuncia al ideal y a lo sublime constituye el precio por ser inteligentes, modernos, tolerantes. El ideal, entendido como un postulado de perfección, se nos antoja imposible en sociedades complejas, especializadas, multiculturales, descreídas de los grandes relatos.

Ahora bien, el anhelo y la aspiración al ideal es lo único capaz de iluminar nuestra apesadumbrada experiencia, aligerarla de sus gravámenes y elevarla hacia lo que la dignifica y la hace digna de ser vivida. El exceso de lucidez desmitificadora, la suspicacia generalizada, el cinismo ambiental, el petimetre que está ya de vuelta de todo antes de haber ido a ningún sitio: todo esto cierra las puertas a la sublimidad del ideal. Para elevarse hasta su altura, aunque sea sólo en el grado de deseo, necesitamos el empuje de una emoción poderosa, una emoción que tiene un nombre. “La idea del bien con emoción se llama entusiasmo. Este estado de espíritu parece ser de tal manera sublime que se opina generalmente que sin él no se puede realizar nada grande”, dice Kant en Crítica del juicio.

Seríamos más sabios si conserváramos nuestra capacidad de entusiasmo, pese a todo y pese a todos, incluso pese a nuestra propia experiencia, que nos susurra al oído que no debemos ser ilusos.

Sé iluso por una vez. Atrévete a sentir.

Imagen: James O'Dea 1961