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Mi querida España

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“¿Tan malo es crear riqueza? Seguro que habré prevaricado, yo qué sé…”.
Jesús Gil

Se acercan elecciones generales y en todas las cadenas de la TDT brillan los políticos como estandartes de la democracia. Son rostros de sonrisas de mármol con aires de paternidad homicida, calculadamente disimulada. Son aquellos que nos invitan a la fiesta constitucional de la libertad condicionada, los que no pagan la fiesta ni los platos rotos ni la música de fondo. Son los padres de la Cultura de la Transición, los hijos y herederos de la dictadura, los subalternos de Europa y sus finanzas. Jesús Quintero los llevó a todos ellos y a sus consortes mediáticas, financieras y reales al paredón de la radio y de la televisión, tanto en cadenas públicas (TVE, Canal Sur, Telemadrid) como privadas (Antena 3). Mercedes Moncada acaba de recoger en el documental Mi querida España (2015), que puede verse en la plataforma de cine online Filmin, algunas de sus 5.000 entrevistas. Moncada construye una “fábula de la España bajo el reinado de Carlos I”, como ella misma indica, de 1981 hasta el momento presente. Se trata de un relato de la Transición y de la Tardotransición desde su “establishment democrático”, como diría Vázquez Montalbán, y desde una cierta retaguardia protagonizada por militantes de izquierdas radicales y personajes desclasados varios.

Jesús Quintero practicó, a lo largo de toda su carrera, un periodismo político y poético, a través de entrevistas que funcionaban como ficciones políticas reales, no sólo por sus escenografías teatrales que ensalzaban esa naturaleza decadente y ficticia del imaginario político y social de la época, sino también a través de su propia figura de “loco de la colina”, ataviado como un bandolero lorquiano o un poeta decimonónico y, sobre todo, por el variopinto arsenal de personajes que desfilaron ante sus micrófonos, donde Adolfo Suárez tenía tanto que decir como El Risitas. A Quintero en TVE lo censuraron y lo vetaron en 2007, Sanidad lo denunció en 1988 porque entrevistar a gente como Rafi Escobedo o Jon Manteca significaba fomentar las drogas, la prensa machacó su carácter libre y egocéntrico, las televisiones autonómicas (EiTB, TV3) le robaron sus invitados más frikis, y algunos de sus entrevistados (desde Mujica en 1988 en El Perro Verde o Albert Rivera en 2007 en un capítulo de La noche de Quintero dedicado a “personajes que se han desnudado por alguna causa”) son ahora protagonistas de capítulos de Salvados. Para Quintero la radio nocturna tiene el color del césped porque sólo hay fútbol y en la televisión actual se trabaja para el zapeo y es delito hacer pensar.

La España que ha cartografiado Quintero es la España de la picaresca del Lazarillo, del sainete, del esperpento valle-inclanesco, de las greguerías de Don Ramón, la España berlanguiana, de El Inquilino de Nieves Conde, de Amanece que no es poco, aunque no siempre amanezca en un “imperio donde no se pone el sol”. Pero, sobre todo, es la España de Felipe González, de Areilza, Sáenz de Ynestrillas y Gutiérrez Mellado, de Aznar y Zapatero, de Gunilla Von Bismarck, Boadella y la Duquesa de Alba, de Polanco y de Botín, de ETA, el GAL y los GRAPO, de Josep Piqué y de Jesús Gil, de Carrillo y Anguita, de Mario Conde y de los condenados, marginados de una sociedad hipócrita, machista y desigual donde, como dice Lluís Llach en el documental, se dan razones sociales (palmaditas en la espalda), pero no legales. Todos ellos son los protagonistas de nuestra historia y de la de los programas de Quintero. Es la CT o “cultura de la transición” (según el análisis de Guillem Martínez & co. en el libro homónimo) en todo su esplendor lo que destilan las entrevistas, es esa ficción, esa “batida en una finca llamada transición”, como dice la canción. Es la “España de las vendas negras sobre carne abierta” que cantó Cecilia, la que “pierde los dientes, el maquillaje y el trabajo” que ahora canta Pablo und Destruktion, la “de plomo o plata”, como dice Pepe Oneto en el documental.

Las entrevistas no se desarrollan ni en su casa ni en la del invitado, como hace el star del old system Bertín Osborne, sino en un plató convertido en tabernáculo kitsch. Quintero lanza preguntas aparentemente casuales que adentran al invitado en la incómoda prisión del acto de conciencia y del sentido común. “¿Le diría al soldado que él es España?”, le suelta a Gutiérrez Mellado, ministro de defensa entre 1976 y 1981; “¿Los periodistas seremos libres con usted?”, le pregunta en 1993 a un Aznar que se posiciona contra una “ley mordaza” que actualmente ha aprobado su partido. También le pregunta si España es “una, grande y libre”, mientras a Felipe González (2002) le cuestiona si “Euskadi terminará en una mesa”, a Zapatero (2003) “qué atentados ha habido realizados por árabes” y, ante la respuesta de “ni uno”, “si están buscando el primero”, y a Ana Botella “si su marido (Aznar) se arrepiente de la foto de las Azores con Bush y Blair después del 11-M”. “Usted es el primer poderoso que viene aquí, usted ha colocado a los socialistas”, le dice a Juan Luis Cebrián, ex jefe de los servicios informativos de RTVE, ex director de El País y vicepresidente de PRISA, mientras sonríe y saborea un cigarrillo.

Gonzalo Puente (1993) critica los desproporcionados privilegios de la Iglesia, también en materia de “miedos” de comunicación; José Junyent (1988) dice que a la banca no se le exigen responsabilidades mientras generan millones de beneficios hasta que un día presentan un “expediente de crisis” y el Estado la rescata. José Antonio Zarzalejos habla sobre la connivencia entre periodistas y políticos; Leopoldo Abadía (2010) sobre el hecho que nadie sabe lo que sube la deuda española y Pepe Dueto (2005) indica que no hay banquero que no esté procesado o enjuiciado (desde entonces todos han sido indultados menos Mario Conde). Pilar Urbano y Julio Anguita argumentan el fallido golpe de Estado de Tejero como un “golpe blando” en el que todos estaban compinchados menos Suárez y Tejero, un “borboneo”, una sacudida orquestada desde Alemania y los Estados Unidos. Ricardo S. de Ynestillas echa de menos a Don Pelayo para reconquistar España y, a la vez, defiende a Zapatero, mientras Jon Idigoras (ex dirigente de Herri Batasuna) indica que la paz es que se articulen herramientas democráticas para que el pueblo decida. Beatriz de Orleans y Jesús Aguirre, duque de Alba, hacen recuento de títulos mientras Encarnación (jornalera y militante del SOC) se reapropia de fincas vacías. También hay espacio para activistas LGBT, la rapsoda Gabriela, para el Sabio de Tarifa, vagineras, abuelas del Betis, testigos de Jehová, adictos a las drogas y otras especies humanas en extinción. Parece que nada de lo que se habló haya pasado de moda, la cartelera social emite los mismos problemas.

Una figura que recorre el documental como un fantasma o un fantoche al que aún no se le ha acabado el guión es Felipe González, que en 1982 elogia al rey y dice que hay que pensar en la futura España que dejarán a sus hijos; en los noventa justifica la razón democrática a través de la superación de la Guerra Civil; en 2002 habla contra la autodeterminación del País Vasco y de Cataluña; en 2003 sermonea sobre la superación de la crisis industrial y presenta una banca saneada y en perfecto estado de salud que ha costado al Estado dos puntos de Producto Interior Bruto, mientras envía recuerdos a Botín. Los casos de corrupción que han rodeado a Felipe González son numerosos, pero aun así, en la memoria de muchos ciudadanos, aún permanece como aquel sevillano de retórica inmaculada. Tenemos el olvido que nos merecemos, y así nos va. El olvido histórico es para la Transición (y para el transitar) la herramienta que hace que, cambiando todo, ese todo siga igual.

Mientras tanto, las chirigotas y cuplés del carnaval de Cádiz (¡ay, la Constitución de Cádiz de 1812!), con sus letras satíricas que recogen la actualidad socio-política, sirven de entremés a las entrevistas. También las elecciones han sido, muchas veces, un entremés entre el mal conocido y el mal por conocer. Se acerca el 20 de diciembre, habrá que vaciar las cenizas de las urnas, barrer las del espectáculo televisivo de las tertulias políticas, decidir entre vestir de domingo o de luto, y ensobrar y depositar ese pequeño pedazo de esperanza, prematuramente envejecida, que nos regaló nuestra querida Transición.