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‘Mortal y rosa’, 40 años de dolor y belleza

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A mediados de los setenta, un escritor madrileño viajaba sin billete de vuelta al centro del dolor. No iba solo, lo acompañaba su hijo Francisco, un niño de apenas cinco años al que la leucemia se llevó por delante. Aquella pérdida quedó reflejada en un libro único e irrepetible en las letras españolas. Sin ser muy traducido, por la complejidad de trasladar su lírica a otros idiomas, y con el frío del silencio que rompieron las palabras, Francisco Umbral escribió Mortal y rosa (1975), un llanto que mutó en poesía. Aunque mal recordado hoy día por aquella frase que se hizo popular en un programa de televisión, Umbral fue un hombre que hizo el resto del viaje herido. La literatura fue su recodo y una manera de estar en el mundo, posiblemente su única fuente de esperanza. Mortal y rosa ha cumplido 40 años. Por eso quise volver a leerlo y proponerlo en el club de lectura de una librería madrileña. Y comprobar que, tras cuatro décadas, el dolor y la belleza seguían intactos.

En 1975 se abría un nuevo periodo histórico en España. Franco moría tras una larga agonía. Muchos intelectuales esperaban con impaciencia dejar atrás el exilio e instalarse en el país. Eduardo Mendoza recibía el premio de la Crítica por La verdad sobre el caso Savolta; Juan sin Tierra, del mediano de los Goytisolo, asomaba el hocico en las librerías. Ese mismo año Francisco Umbral recibía el Premio Nadal por Las ninfas. Unos meses antes había publicado un libro que el escritor había concebido dos años atrás. Umbral puso los cincos sentidos para cazar los gestos del buen salvaje en que se había convertido Pincho: así llamaba a su hijo Francisco. Hay una frase con vocación de verso que atraviesa y condensa el latido primero de Mortal y rosa: «Estoy oyendo crecer a mi hijo». Este sintagma echó raíz en medio del libro y conforma un capítulo que es la esencia de todo lo que el autor desarrolla en su interior. Es por eso que estuvo a punto de ser el título. Aunque fueron las palabras de los versos finales de La voz a ti debida, de Pedro Salinas, los que acabaron impresos en la portada: «esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito».

La literatura de Francisco Umbral tiene una carga autobiográfica importante. Es un escritor de mirada introspectiva que combina lo íntimo y lo personal con los intereses y las pulsiones del hombre de su tiempo. En el terreno de lo personal habría que destacar que conoce pronto a María España, una jovencita de provincias que queda fascinada por el hombre rubio y alto que habla con voz bronca y camina por las tardes vallisoletanas con paso largo y sueños de poeta. Era una de «esas chicas a las que llevaba a remar al Pisuerga», cuenta el escritor en un libro de entrevistas con Eduardo Martínez Rico. María y Francisco frecuentan el mismo grupo de colegas. Son dos pipiolos que intercambian miradas, se gustan, se enamoran. Se casan en 1959. Nueve años después conciben a Pincho. Para el escritor el niño es un ser que lo inquieta, lo trastorna levemente en su rutina de periodista. Pero todavía no es una experiencia que lo alucine. El padre observa al niño con entusiasmo. Sin embargo siente que es la madre, con la lactancia y demás funciones vitales, la que la zoología ha elegido para velar estos primeros meses. Es a partir de que el niño cumple los dos años cuando Francisco Umbral se deslumbra con la experiencia de la paternidad. Un escritor que había troceado su propia infancia, para darle forma literaria, entiende que poder oír crecer a su hijo es un material vivo, insólito y literario. Y el acceso que tiene a él es directo. La faceta de padre se simultanea con la de escritor y ambas conviven en una simbiosis perfecta. Para que la paternidad de Umbral sea completa adhiere a ésta la literatura. «La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento, y yo me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo».

Es importante señalar que Umbral fue hijo de madre soltera. Un niño de salud endeble que apenas pudo ir al colegio. Autodidacta, se tuvo que hacer a sí mismo. El riego sentimental del que se alimenta el escritor es el de una infancia velada y solitaria, con un padre ausente y una vertebración familiar mínima que tiene que soportar el peso de un secreto inconfesable. Todo ello en un marco social y económico de la España de postguerra. Estas circunstancias contribuyeron a que al niño que fue Umbral se le abrieran de par en par las puertas de la saudade. A eso, la literatura ayudó. Cuenta que, para escribir sus primeros textos, volvía al banco en el que trabajaba de botones cuando todos los empleados se habían ido, y allí tecleaba cuentos, elucubraciones, los primeros balbuceos de columnas, poemas. Es una vivencia real, también es una imagen clara y romántica del niño construyendo al escritor. Por ello, envuelto en su traje de piel lechosa, Umbral tiene más que razones suficientes para apasionarse por todo aquello que hace Pincho. Allá donde va con el niño, el mundo se transforma. Los jardines son más luminosos. Más coloridos. El mercado de abastos es una fiesta. Todo cobra otra dimensión. El niño se convierte en una gran experiencia que penetra en lo más hondo del escritor. Umbral vive literariamente el milagro de la vida. Quiere asir la ternura subterránea que su hijo le transmite. De ninguna manera se lo quiere perder. «Sois unas gilipollas, tenéis un hijo, se lo dejáis a la criada o a la abuela y os vais a la oficina, a trabajar. Es mucho más apasionante criar un niño y hablar con él, ver cómo va despertando y cómo va abriendo, es mucho más apasionante que estar en una oficina haciendo fotocopias, joder, sois unas gilipollas», les reprocha a las madres con tono despectivo y machista.

Cuando Umbral comienza a escribir, no sabía que el niño al que oía crecer iba a morir. La enfermedad se cuela en el libro como una experiencia fatal. El libro no está concebido con la idea de contar la muerte del hijo. No nace con vocación de libro de duelo, como en muchas ocasiones se ha dicho, emparentándolo en listas literarias con obras como El año del pensamiento mágico o Noches azules de Joan Didion, El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, Tiempo de vida de Marcos Giralt Torrente, La hora violeta de Sergio del Molino, o el último superventas de Milena Busquets: También esto pasará. Dicho esto, y asumiendo que cada uno de lo títulos enumerados tienen sus propias singularidades, la diferencia con el texto de Umbral es que éste en su origen no busca lo lenitivo en la literatura. Mortal y rosa es un libro que nace por amor a la vida y al entusiasmo que un hijo desata en el padre. La muerte es un accidente, fatal, pero un accidente. Si la mayoría de los títulos nombrados arriba hacen uso de la memoria para narrar su experiencia —esto es: que la muerte desata los recuerdos y en consecuencia el libro—, Umbral se encuentra con la muerte del hijo mientras escribe. La memoria es simultánea. «Escritos al hilo del día y con un sentido excepcional de la propia intimidad», explica la especialista Anna Caballé. La vivencia va acompañada de la literatura. Vivir y contar, como en las crónicas periodísticas, pero más lírico, más aldabonado, más crudo, más íntimo. Escribir y dejar rastro es la única manera que el escritor tiene de estar inmerso en el ingobernable fluir del tiempo.

El autor de Los helechos arborescentes lleva su experiencia personal al límite. La radicalidad late en Mortal y rosa. «A la mierda con Freud», escribe en el primer párrafo. Un poco más adelante mandará a la mierda a Breton. Pero además de estos desaires, Umbral rompe con la estructura convencional de la novela. Los poemas asoman en varias ocasiones entre el discurso lírico. O se convierten en prosa, la prosa poética que tanto admiraba de Juan Ramón Jiménez. Umbral se mueve con gracia y agilidad en la frontera de los géneros. Por momentos, como lector, me parece que estoy dentro de un diario sin fechar. En otras ocasiones, que me deslizo por unas memorias, o por un ensayo fragmentario y ontológico. Otras veces, en cambio, lo leo como una novela en la que un padre dialoga con su hijo y el mundo, en tono melancólico y agorero: «Cómo corrió el niño, cómo cantó, cómo jugó, cómo le veía yo sobre el fondo irreal y preciso del cementerio, en la fiesta pobre, buscando camino entre los escombros, flores entre las piedras, piedras entre las flores. Un cielo morado que de repente se hizo nocturno, y el alivio vago que sentí al tomar al niño de la mano y volver con él a la ciudad, rescatándole de no sé qué lejanías de muertos y campos». Dan ganas de preguntarle al escritor qué hace con su hijo en el cementerio habiendo parques en la ciudad. Pero el escritor, siempre inteligente, sólo hace un guiño a lo que está por venir.

En este bastardeo, la intimidad se metamorfosea con la experiencia del hombre contemporáneo. La huella poética con la filosófica. En Mortal y rosa, además de Juan Ramón Jiménez, Umbral dialoga con Vallejo, Guillén, Salinas y Lorca. Con Ortega y Baroja —al que detestaba—, con Unamuno y Gómez de la Serna. Con Valle-Inclán y con Neruda —el poeta que lo hizo escritor—, entre otros. Aunque más que una conversación, es un monólogo que acoge voces, casi todas poéticas. El peso de la poesía en la formación del escritor es clara. Como consecuencia, Mortal y rosa es un libro de un lirismo donde la alta poesía se mezcla con lo reflexivo y lo cotidiano: «Éramos líricos y blancos, dos almas esbeltas en una primavera de papel —recuerda—, y ahora la vida nos ha reunido, abrasados ya de días, sazonados de muerte. Éramos aquellos que acrecentaban la luz y, un día, uno de esos días que transcurren en sombra, la vida nos reunió». El estilo es su navaja perfecta. Un estilo que siempre ha tenido dos lecturas. Muchos lo han alabado, otros tantos lo han denostado. «Literatura de sonajero», lo llamó Juan Marsé. Un artista con el carácter de Umbral no estaba hecho para salir a la calle con una prosa gris y funcionarial. El estilo es fondo y forma. La manera en la que el escritor se pasea por la vida.

Y no es que Umbral hable de su hijo en todas las páginas de este libro sin género definido, abierto. Más bien le habla y le cuenta, como el que tiene en frente a un confidente. Por este monólogo pasan el erotismo, el sexo, las vanguardias, la realidad y el sueño, la ciudad, el mar, lo sensorial —al estilo proustiano—, las estaciones del año y la infancia, la escritura y la búsqueda de su sentido, el periodismo, la soledad, el frío, la salud, la enfermedad, los hospitales, las amantes y las ninfas, la lectura, el deseo, la cultura en todas sus variedades, el metro como transporte y catatumba, la violencia de las calles, la fiebre, el miedo, la angustia, la muerte, la desolación y el tiempo herido. En este inventario sociológico y sentimental, el escritor hace un ejercicio introspectivo que abruma y que embelesa. La ternura y el dolor se cruzan con la incomprensión y la mala leche. Umbral en ningún momento recurre a dios ni a las religiones. El único desahogo posible es la literatura. Igual que Camus, Umbral se resiste a «amar una creación donde los niños son torturados». A la mierda con dios, le faltó decir, después de haber mandado a Freud y a Breton anteriormente.

La imagen pública que ha proyectado Francisco Umbral a lo largo de los años ha engullido su literatura. El personaje que esculpió ha puesto un velo sobre su obra. Hoy día, muchos lectores tienen en la retina la imagen de un Umbral rancio, bronco y solemne. ¿Castizo? En el club de lectura que mencionaba al principio hubo catorce mujeres. Ninguna de ellas había leído con anterioridad nada del escritor. Conforme se adentraron en la lectura, se fueron deshaciendo de la piel muerta de los prejuicios. Francisco Umbral se erigió como un hombre sensible y paternal. Por momentos, su poética alejó del imaginario de las lectoras el estereotipo de españolazo asociado a éste. Su sensibilidad literaria, vivencial e íntima habían pasado por encima. Es sólo una anécdota, pero significativa. Por mi parte, volver a leer este libro no ha hecho sino confirmar que el dolor y la belleza en Mortal y rosa siguen vivos e intactos. Y que Francisco Umbral sigue siendo un escritor a reivindicar.

 
Umbral en dos retratos de María España: junto a la foto de su hijo, Francisco Pérez Suárez, Pincho, y posando con su máquina de escribir. La cubierta de Mortal y rosa es la de la editorial Austral (2011), con prólogo de José Manuel Caballero Bonald.