Contenido

¿Qué estamos haciendo aquí?

Crónica de la noche electoral en Estados Unidos. ¿Quién dijo que el voto sigue la lógica de la racionalidad?
Modo lectura

Es 9 de noviembre, miércoles. Son las siete de la tarde y estoy en medio de una protesta espontánea que sube por Broadway. Contra dirección y cortando el tráfico nos dirigimos a la Trump Tower, en la archiconocida Quinta Avenida. Grito con mis compañeras sin mucho orden y haciéndonos eco de las voces que sobresalen en la multitud: “Donald Trump, go away! Racist, sexist, anti-gay!”, “It’s not my president”, “Black lives matter”, “My body, my choice”. En algún momento se escucha un tímido “Sí se puede” y, de repente, la madre de todas las consignas: “The people, united, we’ll never be defeated”; hasta se grita en castellano: “El pueblo, unido, jamás será vencido”. Y a continuación otro de los hits de la noche: “Show me what democracy looks like! This is what democracy looks like!”. Al escuchar enunciándonos como “the people”, o “el pueblo”, y auto señalándonos como ejemplo de democracia, pienso que si hubiera ganado Clinton probablemente no estaríamos aquí. Por tanto, me digo a mí misma que, a diferencia del 15-M, Occupy o la Primavera Árabe, no estamos protestando contra un sistema representacional que creemos fallido, lo que implica que llamándonos pueblo, “demos”, nos auto señalamos como la esencia de la democracia que le echa en cara a la clase política el no haber tenido en cuenta su piedra angular: el pueblo, “the people”, el “demos”.

Cierto, hay quien ve en estas manifestaciones una continuación de lo que se ha señalado como uno de los grandes pecados de la izquierda liberal americana: se han permitido menospreciar a una gran parte de la población. Sin duda, afirmar que las votantes de Trump son todas racistas o poco cultas me parece una reducción poco acertada, y dudo que ése sea el motor o por lo menos no es la única causa de la protesta. Probablemente, hace veinticuatro horas, cuando empezaban a salir los resultados electorales, la victoria de Clinton que todas dábamos por sentada no la hubiéramos visto como la victoria del “pueblo” y tampoco hubiera sido aplaudida como el resultado de un sistema democrático que creemos perfecto. Y aun así, no nos imaginábamos aquí, protestando contra el resultado electoral; por lo menos yo no me imaginaba, y sé que mis amigas tampoco. Así pues, ¿qué estamos haciendo aquí? ¿Cuál es el motor de nuestra protesta? ¿Qué componente estoy perdiendo de vista?

De repente, vuelvo veinticuatro horas atrás. Hemos quedado con unos amigos a eso de las ocho en casa de M. para seguir los resultados electorales. Me siento como en un episodio de El ala oeste de la Casa Blanca: ponche rojo en honor a los demócratas (que aunque a ninguna de las presentes nos entusiasman, parecen sin duda la mejor opción para esta noche), un mapa en blanco para colorear a medida que se anuncian los resultados, cuencos llenos de mini M&M y Twix, bolsas de patatas, pizza y, en los armarios de la cocina, proyectada la imagen distorsionada de las comentaristas de la CNN. Sus voces quedan sepultadas bajo la música que suena en los altavoces que hay al otro lado de la habitación. A. y E., en una conversación acalorada, discuten qué canción debe ser la siguiente en la lista de reproducción. No para de llegar gente y, con ella, más cervezas. Salidas ocasionales a fumar y mucho bailoteo mientras miramos de reojo los resultados que anuncia el banner que vemos bajo las comentaristas. E. está contento porque en su estado ha salido elegida para el senado una mujer asiática, lesbiana y sin piernas. Son muchas primeras veces y más, según E., para un estado conservador como el suyo. Está pletórico. Brindamos por ella. No sabemos muy bien por qué, pero todas estamos animadas. Y eso que nadie tiene una favorita, en todo caso un “menospreciado”: Donald Trump. Nuestra mayor preocupación es la resaca de mañana y las lecturas pendientes.

En paralelo, mantengo una conversación con mis amigos de Barcelona A., D. y C. Ellos también están en Estados Unidos. Llegamos al país hace dos años con la misma beca y, aunque nos separan varios kilómetros y hasta algunas horas de vuelo, mantenemos conversaciones sobre actualidad muy a menudo. Esta noche toca debatir el seguimiento electoral y D., que es periodista, estará ausente. Para él es noche de trabajo, para nosotros de debate. A las nueve A. escribe: “mama miedo”. C. responde: “tiene mala pinta, no?”. Yo miro a mi alrededor, no veo síntomas de preocupación, y respondo: “estoy con americanos y aquí no paran de bailar Britney Spears y Madonna, no sé muy bien cómo interpretarlo”. M. (otra M., no nuestra anfitriona) está a mi lado y le comento que me sorprende que mis amigas no americanas estén preocupadas mientras que mis amigas americanas parecen tan relajadas. Me contesta con un enigmático: “Yo puedo ser tu amigo americano que está un poco preocupado. Pero no mucho”. Me cuenta que de momento no hay grandes sorpresas, Trump tiene algún voto más de lo esperado, pero nada que amenace la victoria de Clinton. Me explica qué estados necesita Clinton y dice que de momento está todo bajo control. O casi. C., que es de Holanda y ha llegado este año al departamento, muestra una captura de pantalla del gráfico que ofrece una App que tiene para convertir euros a dólares: parece que el mercado se ha vuelto loco, el dólar está cayendo en picado. Sigue llegando gente, entre ellos T. y M., a quien mostramos el gráfico entre risas y bromas como si fuera un meme. T. y M. son brasileñas, vienen de pasar un año de altibajos, miran el gráfico e intercambian una mirada que no sé muy bien cómo leer.

A las 9.30 C. manda pantallazo y link del The New York Times: hay un barómetro cuya aguja indica las posibilidades de cada candidato a ganar la presidencia. Cuando según sus algoritmos Clinton tiene las de ganar, se pone rojo. Cuando es Trump quien tiene las de ganar, se pone azul. La aguja oscila frenéticamente entre uno y otro. Es de infarto, y decido cerrar el navegador. En la fiesta, aparentemente, todo el mundo sigue ajeno a cualquier preocupación. Me reiteran que es pronto, que no me preocupe, que hasta que no salgan los resultados de Virginia y New Hampshire, no hay que preocuparse.

A las diez anuncian que en Virginia han ganado los demócratas. Algún grito de alegría, pero sobre todo suspiros. Lo interpreto como algo positivo, aunque no del todo tranquilizador. Se lo comento a mis amigas en el chat: A., lacónico, responde: “esto no lo ganamos”. C. añade: “esto tiene mala pinta”. Mis amigas siguen bebiendo, pero pocas bailan. E. se ha ido a dar una vuelta, no puede con todo esto. Unas cuantas salen a fumar. Me uno a la comitiva, necesito aire. La conversación es nerviosa y hacemos bromas: “deberíamos ir todas a abortar mientras podamos, chicas”, dice A.; “sólo por eso, porque todavía podemos”. M. añade: “yo tengo pene, pero, por solidaridad, iré a abortar también. Eso sí, va a doler”. Yo, que vivo en mi burbuja made in NY, en una universidad que se las da de izquierdista, rodeada de LGBT, estudiantes internacionales, latinos y gente muy militante, les pregunto si de verdad creen que llegarán a ilegalizar el aborto, y me dicen que no, pero que pueden regularlo de manera que sea casi imposible abortar, como pasa en Texas. Seguimos bromeando y yo contribuyo diciendo que debería haber traído el pasaporte por si empiezan las deportaciones de madrugada. Me responden que “si gana Trump, tú tendrás miedo de ser deportada y nosotras quisiéramos irnos contigo”. Risas nerviosas y un silencio. El humor negro que domina la conversación delata un cambio que yo no había sabido percibir hasta ahora: ya nadie habla de cuán malos son ambos candidatos. Ahora, chistes mediante, hablamos de forma hiperbólica sobre las posibles consecuencias de la victoria de Trump. Incómodas, volvemos para dentro. La música sigue ahogando las voces de las comentaristas, pero ya no suenan Madonna ni Britney, sino Trump makes me wanna smoke crack (Trump hace que tenga ganas de fumar crack).

A las once A. anuncia por el chat: “hemos perdido, estoy convencido”. Yo le respondo que todavía falta California, y me dice que “si mantienen Pensilvania y ganan Michigan, empatan”. No es una perspectiva muy alentadora. Escribo, entre atónita e incrédula: “joder, joder”. Ya no hay música. Estamos todas sentadas en el suelo. Algunas siguen bebiendo. Manos en la cabeza, caras de incredulidad, ¿de verdad está pasando? A las once y media Clinton tiene 214 escaños, Trump 245. Gobierna el que consigue 270. Los demócratas han perdido Pensilvania. Aunque según los números, técnicamente, Clinton todavía puede ganar, tendría que ganar todos y cada uno de los estados que quedan por escrutar. Ya no hay duda de que Trump va a ser el ganador. Y seguimos sin poder creerlo. J., que llegó a EEUU hace varios años en situación precaria y que tiene una deuda estudiantil que pagaría un buen chalet en algún lugar de España, dice con voz casi imperceptible: “¿Para esto dejé mi país, para encontrarme ahora con la misma mierda?”. Durante toda la noche, el consenso parecía ser que, aunque Clinton no era tan mala como Trump, ninguno de ellos era una buena opción. Sin embargo, ahora nos damos cuenta de que hay una diferencia importante: el miedo.

Es tarde, la una pasadas, y suena de fondo It’s the end of the world as we know it. El mapa, que teóricamente íbamos a colorear, se dobla sobre sí mismo, en blanco. Aunque todavía no han declarado a Trump oficialmente ganador, la certeza de que es cuestión de horas nos ha aplastado a todas. Estamos, literal y metafóricamente, por los suelos. Cuando M., mi compañera de piso, y E., su pareja, deciden ir a casa, aprovecho el viaje y me voy con ellas. Nos despedimos con abrazos. Nos decimos unas a otras que nos queremos. Que estamos ahí las unas para las otras. Que nos vamos a proteger y no permitiremos que nadie nos haga daño. Contra lo que pueda parecer, el alcohol tiene muy poco que ver con nuestras palabras. En el taxi hay un silencio sepulcral. Llegamos a casa y, en contra de toda tradición, nos vamos cada una a nuestra habitación sin la conversación previa en el salón, cerveza en mano y ciento volando. Nadie está para hablar. Me meto en la cama, no sé muy bien qué hacer. No puedo dormir y tengo ganas de llorar y vomitar. Cojo el teléfono, les escribo a mis amigas en Madrid: “vosotras estáis durmiendo pero ahora mismo hay muchos números para que os despertéis en un mundo donde Trump ha sido elegido presidente”. J., que vive a este lado del Atlántico en un país latinoamericano, responde: “Qué desastre”. Al poco, empiezo a recibir mensajes por todas las vías posibles: “¿T., cómo estás?”, “¿T., qué ha pasado?”, “T., corre por tu vida, vuelve”, “T., lo siento mucho”. En otro chat, el que tengo con mis amigas de Manresa, empiezan a aparecer mensajes con más preguntas: “Chicas, lo siento, no puedo hablar más de esto. Mañana os escribo”. A pesar del cansancio, miro una vez más la prensa: Trump y Clinton siguen 245 a 214. No acabo de entender qué está pasando, sólo quiero que se acabe el día. Con el teléfono en la mano, vibrando, me quedo dormida.

Me despierto con dolor de cabeza. Siento un ligero mareo y me pregunto si será otro ataque de vértigo. No, no es vértigo, pero casi hubiera preferido que lo fuera. Me voy a clase y de camino hago unos encargos. No sé si el ibuprofeno estaba caducado y estoy alucinando, pero me parece que la gente es más amable. El de la tintorería me sonríe; y por primer vez, y hace dos años que voy a menudo, con un marcado acento chino me dice: “Sí, te conozco. Eres la chica de los vestidos”. Voy a la farmacia, la chica que me atiende me sonríe y me mira a los ojos. En el metro, juraría que la gente se mira las unas a las otras de reojo, buscando complicidad. Todas parecen decir: no estoy del lado del odio, no te odio. Llego a la facultad y me doy cuenta de que me he dejado el ordenador y los libros. De todos modos, no estoy para trabajar. Me encuentro con compañeras por los pasillos. Nos abrazamos. Nos preguntamos unas a otras “¿cómo estás?”, sin que haga falta decir mucho más. Me siento en un sillón esperando que lleguen las cuatro, hora en la que empieza la clase a la que voy de oyente. Desbloqueo la pantalla del teléfono y entro en Facebook. Veo todo tipo de comentarios: sorpresa, indignación y, sobre todo al otro lado del Atlántico, mucho cinismo. La náusea sigue afincada en la boca del estómago, no tengo fuerzas para contestar y enzarzarme en una discusión. Se sienta a mi lado N., no la conozco de nada, pero nos ponemos a hablar. Me cuenta que ella viene de un estado muy racista y que, por primera vez desde que vino a Nueva York para estudiar, no tiene ganas de volver a su casa por Acción de Gracias. Tiene miedo de cómo serán las cosas en su ciudad. “En NY”, me dice, “por lo menos me siento protegida. Aquí es distinto. Pero allí…, allí no sé que pasará.” Nos abrazamos y nos deseamos lo mejor. Miro el correo de la universidad: los servicios psicológicos están desbordados, se convocan charlas en todos los frentes posibles: departamentos, asociaciones de estudiantes, servicios universitarios. En todos los correos se repiten las mismas palabras: solidaridad, comunidad, shock, ayuda. Son las cuatro, me voy a clase.

O., el profesor, entra en una clase más vacía de lo normal. Estamos todas calladas. Pasados unos segundos, serio, nos dice: “Podemos hacer tres cosas: cancelar la clase, hablar del tema que nos toca según el temario o hablar de política”. Nadie dice nada. Silencio largo. Finalmente alguien dice “política”. O. sugiere abordar la cuestión desde una perspectiva teórica y nos plantea una paradoja: “¿Creéis que ayer ganó o perdió la democracia?, ¿fue un buen resultado para la democracia?”. Una chica se levanta y se va. Estamos todas en silencio. Pocas cosas hay más raras, por lo menos a este lado del Atlántico, que una clase llena de estudiantes de filosofía que no son, no somos, capaces de hablar. O. se esfuerza por animar el debate y sigue planteando preguntas: “¿Protestamos porque consideramos que las elecciones no han sido democráticas?”.

Desde algunos frentes se afirma que las elecciones no han sido democráticas porque las mentes de las votantes de Trump han sido “secuestradas” por un demagogo. Este argumento se basa, mayoritariamente, en la idea de que el perfil de las votantes de Trump corresponde al de una persona sin estudios. Sin embargo, la pregunta es: ¿tener más educación nos sitúa en un lugar privilegiado desde el que juzgar la decisión de otros? Sin duda, es un argumento elitista. Pero, además, implica que damos por sentado que el voto sigue la lógica de la racionalidad: cuanto más sabes, más capaz eres de evaluar la situación y tomar una decisión acertada. Lo que me lleva a preguntarme: ¿quién dijo que la democracia es racional? Asumir que un nivel de estudios determinado es la piedra angular para tomar no sólo buenas decisiones sino decisiones racionales es guiarse por una vieja dicotomía: lo emocional y lo racional. Lo racional es sensato, bueno, tiene sentido. Lo emocional nos pierde, nos lleva a tomar decisiones irracionales que ponen en peligro nuestra integridad física. Sin embargo, pienso en los abrazos, los llantos, las clases suspendidas, los servicios psicológicos de la universidad desbordados, y lo que veo es que lo emocional ha tenido mucho que ver en todo: en las elecciones, en las manifestaciones, en las reacciones a los resultados. Y, muy en particular, veo una emoción predominante por encima de otras: el miedo.

Me doy cuenta de que llevo veinticuatro horas de lo que aquí llaman “mourning”, que tiene un doble sentido: puede significar lamentarse, pero también puede significar estar de luto o llorar la pérdida de algo o alguien. Hay quien rápidamente ha llamado a la acción con un contundente “stop mourning and organize” (parad de lamentaros y organizaos). Esa demanda implica no sólo que llorar o estar triste no sirve de nada, sino que niega lo que subyace al luto: el miedo que da pensar que está en juego un espacio público y político en el que negras, latinas, LGBT, mujeres y un largo etcétera podían manifestarse con una cierta libertad. No es que la sociedad fuera perfecta, no es que la violencia y el odio no existieran; estaban, y probablemente el problema fuera que estaban contenidos bajo el discurso del desprecio. No me malinterpretéis, no estoy diciendo que el discurso del odio tenga legitimidad, pero sí me pregunto con qué medidas se han combatido hasta ahora para disolver ese discurso, y si esto no era más que una olla exprés a punto de explotar en cualquier momento. En este orden de las cosas es donde se enmarca lo que apuntaba más arriba: se han señalado estas manifestaciones como la expresión de una superioridad cultural que equivale a una superioridad ética o moral. Pero yo miro a mi alrededor y no veo desprecio, sino miedo y solidaridad. En la manifestación, la gente grita consignas, pero también se dejan paso unos a otros, se dedican sonrisas, hay gestos de afecto y cercanía entre desconocidos. Una pancarta dice: “I will protect you. I will stand by your side”. Me pregunto si el miedo, la precariedad que diría Butler, nos ha unido aquí, hoy, en la calle. Tal vez ése sea el eslabón perdido; lo que me lleva a pensar que a lo mejor, cuando nos enunciamos como “the people” o “el pueblo” no estemos negando al electorado de Trump su condición de “the people” o “el pueblo” ni designándonos como superiores a nadie. Se me ocurre que tal vez, ante el miedo a las consecuencias de un el discurso que niega un frágil y reducido espacio de aparición a tantas personas, lo que estemos diciendo aquí y ahora sea “we are also the people”, es decir “nosotros también somos el pueblo”. Estamos de luto por el miedo de lo que está por venir. Ya he dicho antes que, hace veinticuatro horas, nadie se imaginaba que hoy estaríamos aquí. Nadie se imaginaba que lo inimaginable iba a ocurrir. Y sin embargo ha ocurrido. ¿Qué hacemos cuando ocurre lo inimaginable? ¿Cómo seguir cuando la certeza de lo que será mañana (aunque sea un mañana imperfecto) se ha desmoronado? Pienso en el miedo como una emoción que nos ayuda a evaluar lo que está ocurriendo. Es un miedo por adelantado, miedo de lo que puedo imaginar (las agresiones, el odio, la pérdida de derechos), pero también miedo a no saber qué es lo que no soy capaz de imaginar y que tal vez pueda pasar. En este contexto, en contra de los que ven el luto como una forma autocomplaciente de lamento, me pregunto si el luto no es también una forma de crítica, una forma de decir: aquí había algo que ahora no está. El luto hace visible el vacío que ha dejado lo que hemos perdido o tenemos miedo de perder. Y tal vez sea eso lo que estemos haciendo aquí, subiendo Broadway en contra dirección: señalar el vacío que se abre ante nosotras.

Fotografías de la autora de la crónica.