Contenido

¿Qué hay de la esfera pública global?

Modo lectura

Han pasado varios meses desde el ataque terrorista contra el periódico satírico Charlie Hebdo y la consiguiente toma de rehenes en un supermercado judío de París con el conocido trágico desenlace. Es posible que desde el punto de vista mediático se pueda considerar los días que van del 7 de enero al 11 del mismo mes como los más “calientes” de la historia de la información mundial desde el 11 de septiembre 2001. O no. La multiplicidad de análisis, interpretaciones, críticas y debates alcanzó niveles de paroxismo nunca vistos en los social media. Una vez pasada la bulimia de opinión, conviene preguntarnos por los usos de ésta y acerca de cómo nos comportarnos cuando una actualidad marca nuestra agenda cotidiana hasta en la más mundana de las conversaciones privadas. Podría argumentarse que con respecto a la opinión, su uso nunca es un abuso y que la libertad de expresarse libremente es un ejercicio democrático siempre y cuando prestemos un mínimo de atención a los canales en los cuales se produce esta opinión. Pasamos de Charlie Hebdo a Syriza o a cualquier otro tema de actualidad como quien cambia de frecuencia y canal. La nueva radio son las redes sociales, aunque nada representa la movilidad informativa como esa pequeña aguja horizontal llamada dial. Izquierda-derecha. Derecha-izquierda. La cotidianeidad está marcada por la actualidad de noticias inconexas entre sí que parecen tejer una red flotante de significantes que nos sostienen y proporcionan esa sensación de presente también llamada “realidad”.

Este dial informativo no para de moverse de un lado a otro. No es la urgencia de la actualidad informativa, sino más bien la completa transformación de la teoría de los medios de comunicación y con ello de la esfera pública lo que predispone al lector a intervenir. La multiplicación de la opinión es análoga a la hiperproducción de imágenes en la actual esfera pública global. ¿Pero acaso el valor de todas las imágenes que producimos es la misma? No ponemos al mismo nivel los millones de selfies con otra clase de imágenes producidas con intención artística (aunque incluso se pueda justificar prosaicamente el valor documental de un selfie). Sin embargo, tendemos a conceder una mayor credibilidad a la palabra escrita y a aquellos que la emplean. Nuestro mundo es el del exceso y la superproducción.

La globalización, no lo olvidemos, es un proceso inherente a la expansión del capitalismo sobre el planeta, su único límite y frontera de momento. La novedad en esta globalización que es tan vieja como el propio capitalismo reside en que a la primera fase de dilatación del capital bajo la forma económica le han seguido otras muchas otras (la más reciente una forma de terrorismo que también es global). El diagnóstico de esta opinión pública global fue realizado en un momento pre-redes sociales. (Facebook, por ejemplo comenzó a expandirse y comercializarse a partir de 2006, y sus versiones española, francesa y alemana llegaron en 2007). La teórica norteamericana Susan Buck-Morss, en su libro Pensar tras el terror; el islamismo y la teoría crítica entre la izquierda (Antonio Machado Libros, 2010) comprendió que, después del horror de los ataques del 11-S, no solo comenzaba una guerra contra el terror, sino que ésta daba lugar a una nueva lucha global por la hegemonía donde los medios adquieren un estatus global, engendrando asimismo a un público igualmente global que está formándose y que determina el poder hegemónico. Que este pensamiento se originara inmediatamente después del 11-S –el capítulo que lo recoge fue leído en Londres en una conferencia en noviembre de 2001– ejemplifica cómo a la globalización económica y política comenzaba a sumársele la comunicación como una esfera pública global que, inevitablemente, genera sus contraesferas públicas o sus canales de contra-información.

Ese público global crítico es el mismo que recientemente ha observado el asunto de Wikileaks, el caso de Edward Snowden (que tan bien Laura Poitras ha reflejado en su documental Citizenfour), y también el que ha interpretado el atentado contra Charlie Hebdo de cuyas consecuencias, interpretaciones y lecturas están lejos de haberse agotado. El “quinto poder” se le ha llamado a esta dimensión mediática, sustituyendo a aquel otro “cuarto poder” que era la prensa, cuando ésta todavía podía ser controlada desde dentro para afectar directamente a las esferas sociales, políticas y sobre todo económicas. La transformación de la prensa, su manipulación en medio de escenarios catastrofistas, permanece como uno de los efectos de esa esfera pública global que no cesa de modificarse. El diagnóstico de Buck-Morss se produjo en un momento de shock, cuando la realidad parece confrontarse con un efecto de lo real que se nos aparece como difícil de asimilar o creer.

Desde el diagnóstico de Buck-Morss, la velocidad y saturación de las redes se ha multiplicado exponencialmente hasta el punto de tejer una masa fibrilar de información y contrainformación difícil de asimilar. Lo vemos a diario, algunos medios de comunicación caen en la creciente y peligrosa tendencia de confundir la actividad en las redes sociales con lo que ocurre en la realidad. La búsqueda de la verdad nunca fue tan opaca, mientras que el valor documental de muchas imágenes de guerra siembran la duda sobre su veracidad.

Desde el punto de vista de la opinión, la denominación “Charlie Hebdo” se ha convertido en el vértice de una totalidad que todo lo abarca y todo lo subsume en su interior: la libertad de expresión, la iconoclastia, la sátira y la ironía, la cultura de la Ilustración, el laicismo, el auge del fundamentalismo religioso fascista, la islamofobia, el racismo y el ascenso de la extrema derecha en Europa, el futuro de esa misma Europa, el multiculturalismo y la tolerancia religiosa, el intervencionismo Norteamericano y Europeo en Oriente Medio y África, etc. Es decir, una totalidad.

“Charlie Hebdo” es en este sentido un significante no vacío que sirve para casi todo. Pero el problema de negociar con una totalidad es que resulta prácticamente imposible comentar, y mucho menos intervenir, sobre un único aspecto sin que el resto no se vea tocado, modificado o alterado por esa misma interpretación/intervención. Al mismo tiempo, al concentrarnos en algún aspecto particular corremos el riesgo de fallar en ver la totalidad. Muchas lecturas e interpretaciones que relacionan algunos de los temas arriba expuestos se demuestran fallidos o tendenciosamente conducidos por la ideología. Por otro lado, al concentrarse en el análisis de un único tema, otras muchas lecturas aciertan en su diagnóstico y en la relación de causa-efecto. No hay por lo tanto un único modo de interpretar. La dialéctica entre el fragmento y la totalidad puede entonces ser leída desde una multitud de puntos de vista y aplicadas ad hoc a la situación que nos ocupa también desde esa pluralidad de lecturas. El problema de una totalidad de este tipo es que plantea un desafío a las mismas nociones de interpretación y verdad. En medio del ruido de fondo de las redes sociales y la primacía de la imagen y el texto escrito fragmentado, entrecortado y parcial, la interpretación deviene casi en una condición ontológica.

En este marco, conviene regresar una vez más a Susan Sontag, releer sus reflexiones sobre el valor de una fotografía, analizar su difícil relación con la interpretación. En su célebre ensayo Contra la interpretación (Alfaguara, 1996), Sontag pasó del sentido de Nietzsche, “No hay hechos, sólo interpretaciones”, a la ansiedad por interpretar que domina la cultura occidental. ¿Qué sucede cuando el exceso y la superproducción de significantes amenazan los sistemas de interpretación? Aunque este texto sea lejano, publicado por primera vez en 1964, hay en él indicios completamente válidos para describir situaciones que resultan contemporáneas. Algunas frases que resuenan hoy con sordina:

“La interpretación apareció por primera vez en la cultura de la antigüedad clásica, cuando el poder y la credibilidad del mito fueron derribados por la concepción ‘realista’ del mundo introducida por la ilustración científica. Una vez planteado el interrogante que acuciaría a la conciencia posmítica –el de la similitud de símbolos religiosos-, los antiguos textos dejaron de ser aceptables en su forma primitiva. Entonces, se echó mano de la interpretación para reconciliar los antiguos textos con las ‘modernas’ exigencias”. (p. 28)

“Por tanto, la interpretación presupone una discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores. Pretende resolver esa discrepancia. Por alguna razón, un texto ha llegado a ser inaceptable; sin embargo, no puede ser desechado. La interpretación es entonces una estrategia radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para repudiarlo, mediante su refundición. El intérprete, sin llegar a suprimir o reescribir el texto, lo altera. Pero no puede admitir que es eso lo que hace”. (…) “En nuestra época, sin embargo, la interpretación es aún más compleja. Pues el celo contemporáneo por el proyecto de interpretación no suele ser suscitado por la piedad hacia el texto problemático (lo cual podría disimular una agresión), sino por una agresividad abierta, un desprecio declarado por las apariencias”. (p. 29)

“Así pues, la interpretación no es (como la mayoría de las personas presume) un valor absoluto, un gesto de la mente situado en algún dominio intemporal de las capacidades humanas. La interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de una concepción histórica de la conciencia humana. En determinados contextos culturales, la interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, de transvaluar, de evadir el pasado muerto. En otros contextos culturales es reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante”. (p. 30)

La interpretación aparece como el horizonte o límite sobre el que gira la presente coyuntura política mundial; interpretación de las escrituras sagradas, interpretación de unas viñetas satíricas, interpretación de unas imágenes violentas sobre las que desearíamos mejor cerrar los ojos. La propia Susan Sontag nos regaló otro libro imprescindible, Ante el dolor de los demás (Alfaguara, 2003), sobre las imágenes de guerra y la importancia ética de mostrar solidaridad con el sufrimiento y el dolor ajenos. Contra la interpretación no es ahora un alegato para cerrar los ojos, sino todo lo contrario; el recordatorio de que ante la celeridad del visionado de imágenes de la barbarie es preciso una desaceleración a la vez que un aumento del análisis y la interrogación sobre los canales de información.

Ahora bien, la interpretación no puede subvertir el orden de los hechos. La responsabilidad en la lectura de las imágenes debe prevenirnos del efecto de lo real, el trauma y el dolor, en lugar de dar  por sentado cualquier hipótesis concerniente a las teorías de la conspiración o intentos de desviar la atención como síntoma del mantenimiento del orden imperante, si no de la paranoia. (Como recordaban Deleuze y Guattari, la paranoia es un síntoma derechista en oposición a la esquizofrenia que sería izquierdista). La impugnación de las imágenes, refutar lo que se nos presenta como verdad o como “versión oficial” no puede por otro lado proporcionar pábulo a esas teorías de la conspiración. Guy Debord dejo toda una perla que merece la pena recordar aquí en su Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (Anagrama, 1999), cuando afirmaba que “en otros tiempos sólo se conspiraba contra el orden establecido. Hoy en día, un nuevo oficio en auge es conspirar a su favor. Bajo la dominación espectacular se conspira para mantenerla y para asegurar lo que sólo ella misma puede llamar su buena marcha. Esa conspiración forma parte de su propio funcionamiento” (p. 86). Esta conspiración es, como sabemos, uno de los puntales sobre los que se apoya una teoría de esta esfera pública global y crítica en la que nos movemos.

 

Imágenes:

1. Fotografia ganadora del World Press Photo 2014, de John Stanmeyer
2. Kowloon, de Keith Perelli

3. Mirage Stage, 1986, de Nam June Paik