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Rutas de evacuación

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Lo peor está por venir. Lo peor no es la grieta que sacude la tierra, sino la ola que barrerá las ruinas. El mundo se hundirá realmente cuando a la injusticia de los hechos se sume la tragedia del olvido. El viajero que haya paseado por Okinawa, por Valparaíso, habrá visto esos carteles que advierten a la población en caso de tsunami. “Rutas de evacuación”, dicen. Si fuéramos al menos capaces de alcanzar lo alto de la colina, quizá podríamos contar desde allí a los muertos y desaparecidos, sentir vergüenza y pena por haber sobrevivido, sentirnos culpables, tal vez, como todos aquellos que alguna vez fueron testigos. Ninguna otra cosa significa la palabra “mártir”.

Estos carteles me vienen a la cabeza cuando veo por todas partes grupos de personas que salen a las calles presas del pánico por el seísmo. Aquí cayó una casa de la cultura, allí se cerró una facultad de letras. Las enseñanzas de humanidades pierden apoyos y adeptos. Expulsados de sus centros, los filósofos se han vuelto más peripatéticos que nunca. Deambulan por las ruinas defendiendo a gritos los privilegios de su corporación. Aquí y allá se alzan voces mesiánicas que maldicen las decisiones de otros, que juzgan a otros, que señalan con voz estéril la inanidad de las acciones y la puerilidad de los gestos de otros. “¡Nos han quitado el doctorado!”, dicen unos. “¡Nos han arrebatado la libertad de cátedra!”, protestan otros. “La filosofía nunca ha estado al servicio de los poderes fácticos”, susurran los más taimados, quizá con la vergüenza o el sonrojo de quien se sabe mentiroso o se reconoce ignorante. Los pocos libros que se publican sobre el nacimiento de las humanidades, su introducción y regulación en los sistemas públicos de enseñanza, señalan una relación muy distinta, de conveniencia recíproca, entre los filósofos y los estados nacionales. Pero tampoco hay que saber mucho de lo de antes para conocer las miserias de lo de ahora: como en aquel viejo grabado de la calcografía nacional en tiempos de Mendizábal, un cura bien entrado en carnes se abraza a una suculenta pata de jamón al grito iracundo de “¡Nos quitan la religión!”.

El drama de las humanidades no dependerá del cierre de centros todavía en su mayor parte medievales o de la marginación de asignaturas diseñadas por mentes escolásticas. Antes al contrario, el problema mayor consistirá en esclarecer qué experiencia nos espera en un mundo sin historia. El terremoto sólo anticipa lo que será una vida sin relato o una injusticia sin memoria. La forma en la que ciudadanos de toda condición buscan dejar testimonio material de su efímera existencia debería leerse a la luz de los efectos de este regreso inminente a la prehistoria. Si la cultura fuera el síntoma del cuerpo, el selfie sería la expresión de un trauma, la última fase de un delirio en donde la manía se ha vuelto obsesiva, reiterativa, obscena. Fuera de toda proporción, alejada por entero del decoro, la pasión por el auto-retrato expresa la conducta delirante de quien insiste en sobrevivirse. Quien se retrata persigue un recuerdo y exige un futuro; demanda los ojos de un otro que el día de mañana pueda hilvanar los bajos de su existencia. Se equivocan quienes sólo ven en estas prácticas una moda incómoda y pasajera. Al otro lado de la cámara, la población mundial heredera de los valores ilustrados se entrega a una acción colectiva. De cerca, el palo del turista nos golpea. Desde el espacio, y no hay más historia global que la que se hace desde el espacio, millones de ciudadanos se inmortalizan. Ante el tsunami del olvido, las clases medias responden de manera espontánea, con la misma vehemencia con la que Durero se retrataba a sí mismo en el Renacimiento.

De la asfixia social al masoquismo sexual

En la historia de la pintura abundan estas prácticas, aunque carecen de la vehemencia y la dimensión de nuestro mundo contemporáneo. Giorgone se inmortalizó a los pies de Judith, en la cabeza cortada de Holofernes; Michelangelo hizo lo mismo en la piel desprendida de san Bartolomé, en la Capilla Sixtina. Tiziano incluyó su retrato contemplando el martirio de Marsias. Rembrandt se retrató más de cuarenta veces. En el cuadro que según el filósofo Foucault abría la modernidad, Velázquez se asomaba a un lienzo cuyo contenido no ha visto nunca nadie. El primer gran teórico de los sentimientos morales, Adam Smith, también habló de este desdoblamiento entre lo que somos y lo que nos imaginamos ser. Smith comenzó por convencernos de que nuestros valores morales, los pactos sociales de convivencia y, en última instancia, el sostenimiento de la sociedad civil descansaba sobre la capacidad de ponernos en el lugar del otro hasta el punto de llegar a experimentar sus sentimientos y temores. Esta prerrogativa permitía que cada cual pudiera no sólo colocarse en el lugar de otro, sino también observarse a sí mismo como si fuera otro. Al definir la conciencia como la interiorización de la mirada social, todos estamos al mismo tiempo dentro y fuera de nosotros mismos. Más aun, ya puestos a mirarnos desde fuera, ¿por qué no comenzar por imaginarnos saludando al que nos mira, allí arriba, al otro lado de la cámara? Para Smith, como para sus seguidores, los sentimientos morales, incluida la justicia, dependían de la longitud del palo selfie. Y el tamaño importaba. La simpatía, la benevolencia, pero también otras pasiones menos nobles, como el odio o la envidia, se asociaban a este desdoblamiento que nos hacía al mismo tiempo sujetos y objetos de nuestra propia codicia. Sólo después de ese extraño fenómeno por el que cada uno de nosotros pasó a ser al menos dos, encontramos en Occidente satisfacción en los placeres que podríamos denominar cadavéricos; el insensato que colocó hace algunos años un anuncio solicitando que alguien lo matara y se lo comiera no estaba solo en su empeño. El deseo de alcanzar la gloria comparte la misma fantasía. En ambos casos, el cuerpo encuentra satisfacción en la lectura de su propio relato, en una consideración cenital de un goce que sólo podía disfrutarse postmortem. “Ser como Voltaire o no ser nada”, decían los escritores que llegaban de provincias al París de la Ilustración. Para muchos, ya se sabe, fue la nada.

En tanto que síntoma, el selfie sólo constituye un indicador del malestar en la cultura. Pero no es ni mucho menos el único. Frente al desvío de fondos (públicos) para subvencionar ediciones (privadas), frente a la publicación masiva de textos que no leerán ni quienes los han escrito, la venta de 125 millones de copias del último gran fenómeno editorial del siglo XXI no ha producido más que desprecio. La mayor parte de las críticas de los medios de comunicación generalista no han publicado otra cosa que críticas groseras relacionadas con la baja calidad literaria de la obra o lo risible de su argumento. El hecho de que Cincuenta sombras de Grey haya sido escrito por una mujer y la circunstancia de que su protagonista, otra mujer, estuviera interesada en ponerse “bajo el látigo”, tan sólo ha merecido la burla inmisericorde y el desprecio periférico. Siempre será mejor escribir sesudos libros sobre astrónomas imaginarias que aplicar las propias luces en comprender por qué una obra de tan baja calidad ha podido traducirse a más de cincuenta idiomas. Las manoseadas baldas de la historia de la sexualidad no han servido para nada. La conexión entre la historia de la pornografía y los movimientos políticos no ha hecho mella. La teoría crítica, la historia de la lectura, nos han dejado indiferentes. El feminismo académico, la historia cultural del libro, los estudios post-coloniales o los tantas veces defendidos elementos de la cultura popular sólo han servido para destilar rancio parroquialismo. Quizá hayamos olvidado que no hay ningún modo natural de concebir el cuerpo que no involucre, al mismo tiempo, una dimensión social, y que la aparición del masoquismo sexual siempre estuvo ligada a la asfixia laboral. Puesto que no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos nuestra percepción del mundo. Esa fue siempre la proclama. Si no podemos con la realidad, modifiquemos la experiencia. El masoquismo y el ascetismo siempre estuvieron de acuerdo en este punto: el cuerpo, al menos nuestro cuerpo, nos pertenece.

El reino de la imposibilidad

Se acaba la historia, sí. No la disciplina, sino el relato. Como una gran ola vendrá la marea del olvido, tan sólo para superponerse a la tarea del “ocioso maleducado”. Así describía Nietzsche a los historiadores de su tiempo, en un escrito que, por su propio carácter, consideró “intempestivo”. Sus reflexiones no venían al caso; nunca fue momento para ellas. En su tiempo, como en el nuestro, parecía poco apropiado preguntarse por los usos e inconvenientes de la Historia para la vida. Pues de la misma manera que la Ilustración abrió un espacio de posibilidades que ponían en relación cosas en principio tan dispares como el nacimiento de la industria y la sociedad de consumo, el desayuno y la libertad de imprenta, el Estado nacional y el fin de la esclavitud, mientras que la posibilidad política se presentaba como una forma de regulación natural que venía a imponerse a las anquilosadas estructuras del antiguo régimen, asistimos ahora al reino de la imposibilidad, comenzando, claro está, por la imposibilidad de abrir un debate sobre los usos de la Historia. Vivimos en un mundo donde lo posible ha sido sustituido por lo necesario. “No hay más remedio”, “se hizo lo que se tenía que hacer”, “no había ninguna otra opción”; esas son las proclamas. Volvemos al mundo atribulado del asno que gira sobre la rueda, de la bestia que ara, de la vaca que ríe.

Bajo el yugo de la imposibilidad se han roto tres de los más grandes principios rectores de nuestro mundo contemporáneo: la representatividad política, ligado a la idea de la soberanía popular; la promesa igualitaria, como basamento de una justicia que no dependa ni de la herencia ni de la fortuna; y la nación como espacio político de convivencia, como el lugar en el que, según la máxima de sus fundadores liberales, había que buscar la mayor felicidad para el mayor número posible. El incumplimiento de estas tres grandes promesas ha traído como consecuencia la perdida en el valor de la Historia. Después de todo, quienes incumplen sus promesas buscan que los demás olviden. Quienes deshonran sus acuerdos también persiguen reconstruir el pasado, de modo que el eco de sus viejas palabras caiga en la indiferencia. Quizá con el tiempo la letanía de su relato llegue a sugerir que nada tuvo lugar del modo en que los demás lo recuerdan. Quizá el tiempo permita borrar la sombra de la sospecha o la marca de la ignominia. Quizá la traición pueda reinterpretarse a la luz de un presente más benévolo o sumergirse para siempre en la oscura noche de la desmemoria.

Como todos los síntomas, como la fiebre, los mareos, o los trastornos digestivos, nuestro mundo contemporáneo produce fenómenos sociales que requieren una interpretación cabal y que demandan una respuesta solvente. Las rutas de evacuación no sólo se dan bajo la forma de un promontorio lucreciano desde el que contemplar la tragedia sin mancharse. Antes al contrario, la pasión colectiva por el retrato o la magia de la experiencia dulcificada de la dominación nos recuerdan que la tarea del filósofo no consiste en reivindicar lo suyo, sino en ofrecer respuesta a lo de todos. En tanto que síntomas del cuerpo social, algunas conductas públicas relacionadas con el mundo del ocio tienen un carácter marcadamente global, sin que nada permita explicarlas desde posiciones parroquiales o integrarlas en folklores nacionales. En tanto que reacciones populares frente al olvido, las rutas de evacuación se dan bajo la forma de la conducta compulsiva o de la modificación subjetiva de la experiencia. Son horribles, sí. ¿Pero no son acaso también horribles los síntomas del cuerpo?

 
1. Evacuación en Ennis, Texas, ante el paso del huracán Rita en 2005. © Brett Coomer para el Houston Chronicle.
2. Imágenes del Centro Nacional de Huracanes de EEUU de los estragos causados por el huracán Sandy en 2012. © NHC.