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Teoría del reguetón

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A Dani el de La Gorda, asesor

UNO. Sea lo que sea que esté pasando ahora mismo en Cuba —transición, reforma, capitalismo de Estado, Periodo Especial II, perfeccionamiento del socialismo, whatever—, no se entiende sin el reguetón. Sin esa banda sonora que ha colonizado el paisaje acústico de la isla y se expande por la atmósfera como el olor a petróleo que sale de los Almendrones.

El reguetón encarna la tremenda paradoja de una política que lo deplora desde su Modelo Cultural, pero lo necesita desde su Modelo Económico.

¿Programas de género, igualitarismo, solidaridad, educación formal, ecologismo, faro de América Latina? El reguetón asola los vestigios de todo eso y es declarado Enemigo Público Número Uno de la cultura socialista.

¿Iniciativa privada, “cuentapropismo”, economía mixta, rentabilidad, disipación de las fronteras entre La Habana y Miami? El reguetón es punta de lanza de todo eso y un termómetro de la Acumulación Rudimentaria de Capital en la Cuba contemporánea.

A menos que lo adviertan directamente en un gesto tan inusual como desesperado —“Aquí no se pone reguetón”—, es difícil entrar en un establecimiento popular que no te reciba, te acoja y te despida con ese playback inevitable.

Da igual que el reguetón no se percate de tu presencia, tú siempre notarás la presencia del reguetón.

DOS. Un reguetonero no nace, se hace. Cualquiera ha crecido escuchando a sus padres cantar un bolero, un son, vieja o nueva trova, un rock and roll… Pero todavía no hay adulto que haya crecido oyendo a sus progenitores entonando un reguetón.

Por eso cada reguetonero es portador del síndrome de Adán; la primera persona sobre la faz de su música. Una erupción súbita que lo convierte en un bárbaro (en el sentido cubano y en el sentido caldeo).

El reguetón es el ruido de fondo del millennial criollo, el background musical de una tribu cuyo horizonte está fijado exclusivamente en este siglo XXI. Nada de adentrarse en una hemeroteca o remontarse a un antecedente histórico. Nada de Muro de Berlín ni Guerra Fría. Nada de Vietnam y esos años sesenta del siglo XX en los que la isla se llenaba de intelectuales de todas latitudes, dispuestos a meter baza en aquella utopía cubana contra sus demonios.

El reguetón es el grado cero de una catarsis hedonista, marcada por el entertainment, en un país que hasta hace muy poco estuvo marcado por el sacrificio. La letanía distópica de una horda a la caza de su wifi, que asume el “corte y pega” y el “Do It Yourself” como medios básicos para formalizar su despliegue.

Salvo contadas excepciones, los himnos reguetoneros llaman más al revolcón que a la revolución. Al perreo antes que a la protesta. Y por eso no deja de ser curioso que un género tan lejano a la política se haya convertido en asunto de Estado. (Por esa vía, se intuye que lo que hace problemático al reguetón no es lo que enfrenta sino lo que enaltece. Y lo que puede hacerlo subversivo no es su discurso sino su censura).

 

TRES. En este punto del texto, ya se comprenderá que ésta es una especulación local, enfilada al caso específico cubano. Un tiento teórico (más “pseudo” que “sesudo”, para qué engañarnos) producido por el choque entre el nuevo ensalzamiento del placer y la vieja apología del deber.

No se ignora aquí que en cuanto ampliemos el campo a otras geografías —o cuando Rita Indiana y Calle 13 entren en la ecuación— esto se desinfla.

(Pero las teorías son como los récords: están para romperlas).

En esa circunstancia cubana, el reguetón no sólo responde a una generación espontánea, sino también simultánea. ¿Alguien se acuerda de la Cuba de Adentro contra la Cuba de Afuera? ¿O de la Cuba de Adentro haciendo las paces con la Cuba de Afuera? Esa bipolaridad se hace añicos al primer reguetonazo. Por la sencilla razón de que este movimiento está, al mismo tiempo, dentro y fuera. En Miami o en La Habana. Listo para dragar el estrecho de la Florida “hasta que se seque el Malecón”.

Más que remitirnos a alguno de esos proyectos utópicos de integración latinoamericana, el reguetón transparenta una distopía antillana bajo la cual todo lo que toca queda convertido en Miami. No debe ser casual que la tardía edición cubana de la novela 1984 coincida con este apogeo que obliga a Marx y Lenin a cruzarse con Orwell y Huxley.

En su dimensión geoestratégica, el reguetón es algo parecido al Sí Se Puede de la Anti-Política. Con su plaga ultra-urbana conquistando cualquier piscina que se le ponga por delante o invadiendo —sin noticias de Greenpeace— los espacios naturales del Caribe con motos acuáticas, yates y todoterrenos.

Por el camino, el reguetón se desentiende de la tradición de un país que ha iluminado al mundo con varios géneros musicales —chachachá, guaguancó, son, danzón, songo, nueva trova, mozambique, pilón, filin— de la misma manera que su procacidad se aleja de la sutileza verbal que alguna vez alcanzaron esos ritmos.

Ese ahistoricismo se esgrime contra el pasado y, asimismo, contra el porvenir. Sólo que su No Future, al contrario del punk, no está alentado por una visión trágica ante lo que vendrá, sino por la sublimación de un presente perpetuo que no deja lugar para la tragedia.

CUATRO. No hay un Greil Marcus del reguetón —con su Mistery Train o su Rastros de carmín—. Aunque tampoco es que le falten libros —escritos por Raquel Rivera, Santiago Jarrín, Ángel Reyes o Geoffrey Baker—, y ya están subiendo las apuestas sobre su inminente éxito en las universidades norteamericanas gracias a los Estudios Culturales. (Como ya sucedió con el hip hop, las artes urbanas o las llamadas músicas étnicas).

Por el momento, uno de los primeros que le ha sacado filo al asunto es un artista plástico: Lázaro Saavedra. Y lo ha hecho con una pieza que apunta, precisamente, a algo que este fenómeno arrincona: la historia. Así, en su vídeo Reencarnación superpone escenas de la película PM —realizada por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante en 1961— con la música de Elvis Manuel, nacido en 1990.

Resulta que PM ha quedado como la primera película censurada en la Cuba revolucionaria. Resulta que Elvis Manuel —que se ahogó en el mar intentando alcanzar la Florida— ha quedado como el primer mártir del reguetón cubano. En la obra de Saavedra, el reguetón del siglo XXI engarza sin problemas con unos habaneros de 1959 aplicados al baile y el alcohol, incólumes ante cualquier moral colectiva diseñada para redimirlos.

Como si el principio y el fin de la última etapa cubana quedaran trenzados por ese superego hedonista, abandonado a “vivir el momento feliz” y a “gozar lo que puedas gozar”, según las recomendaciones del Dr. Benny Moré mejorando la receta de Carlos Cuevas.

Si en la melosa Piel canela lo importante eras “tú, y tú, y nadie más que tú”, en el ácido reguetón lo que importa es el “yo, y yo, y nadie más que yo”.

Pero lo cierto es que este ego trip ha perseverado —sin noticias de Freud— en otros tiempos, otras músicas, otras ocupaciones. Ahí tenemos un extremo como Capablanca, el genio cubano del ajedrez cuyo exceso de actividad cerebral le trajo la fama y la muerte. Conocido también por sus escarceos amorosos, que no esquivaba siquiera en los torneos, es difícil imaginar al —él sí— rey del mundo entregado al perreo en una piscina repleta de chicas en tanga. No obstante, se le conocen frases de lo más chulescas que hoy mismo firmarían Jacob Forever, Osmani García ‘La Voz’, Dayami La Musa o Chacal y Yakarta… Ésta, por ejemplo, no tiene desperdicio: “Los demás tratan, pero yo sé”. Dejando a un lado la clase que destilaba el maestro, ¿es posible imaginar una estrofa más reguetonera que ésa?