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Todd

Crónica de un viaje por la tundra de Alaska
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La mañana del 12 de marzo subí con Leticia a la camioneta Ford. No recuerdo el modelo, pero debía ser de mitad de los noventa. Me subí con la determinación de que me llevaran hasta el paralelo 66 sin tomar una sola nota, reteniendo —como dice mi amigo el Sudanés— el pulso verbal. Iba a hacerle caso. Iba a quedarme con lo inmaterial de la experiencia.

A las 6.50 de la mañana Todd, el chofer y guía, frenó en el estacionamiento del Centro de Visitantes. Se subieron tres tailandeses: Apol, Tim y Po. Como no escribí sus nombres, la ortografía es sólo una aproximación fonética. A la izquierda del volante había un termómetro digital que, junto con el teléfono satelital, las rajaduras en el parabrisas, el aparato de radio con antena en el techo y las herramientas, las ruedas de auxilio y la batería extra que vi en el baúl cuando Todd me preguntó si quería poner algo atrás, le daban a la Ford un aspecto aventurero que acepté como real, no como estrategia de venta. Hacía 12 ºFahrenheit, once bajo cero.

*

Salimos hacia el norte. Todd era un hombre grande, canoso y cordial, que se movía con la lentitud estructural de los ancianos de más de setenta años. Ese hombre nos explicó en un inglés cerrado que teníamos que llenar el tanque antes de salir a la autopista, para no quedarnos sin combustible en el camino. También dijo que se había venido al estado de Alaska hacía 47 años.

Paramos en Hilltop, la última estación de servicio en cuatrocientas millas. Nos comimos las manzanas que nos habíamos traído del desayuno del hotel. Mientras Todd pagaba adentro, hicimos las presentaciones con los tailandeses. Apol y Tim, que eran pareja, eran ambos biólogos marinos. Estaban en Fairbanks para un Congreso Ártico que duraba hasta el 18 de marzo. Po, la hermana de Apol (un poco más joven: treinta y tres), era dermatóloga. Sonreían, pero preferían no hablar en inglés. Cada uno tenía su cámara de fotos en la mano y parecían tener un compromiso ético con el registro visual de cada parada del viaje. De Hilltop, por ejemplo, sacaron fotos de la fachada del comedor en la que se leía el cartel. Sumada al viento frío que se empezaba a sentir a los pocos minutos de bajar de la camioneta, la bandera norteamericana le daba heroísmo al establecimiento. ¿Por qué en Alaska todo parecía una base militar?

Un cartel en la ruta me dio el panorama de la travesía. El monolito que indicaba el paralelo 66º del Círculo Ártico quedaba a 198 millas (316 kilómetros) hacia el norte.

Siete y veinte de la mañana, Todd dijo:

—¡Moose!

Frenó la camioneta en mitad de la Elliot Highway y señaló a nuestra derecha. Como estaba al lado de la puerta, bajé primero y ayudé a los demás. Todd no se había tirado a la banquina. La Ford ocupaba toda nuestra mano de la ruta. Por suerte, a esa hora había poco tránsito. Además, era sábado.

—¡Moose! —volvió a decir.

Excitada, Apol preparó la cámara y dijo:

—¡Moose, moose!

El alce caminaba sobre la blanca pastura inhóspita del río Chatanika, congelado hacía dos meses. Le pregunté a Todd:

—¿Qué comen estos bichos en el invierno?

—No tengo ni puta idea —dijo el viejo.

Ver animales salvajes estaba incluido en el tour. Doce horas más tarde, cuando estuviéramos de vuelta en Hilltop para cargar nafta y hacer los últimos kilómetros hasta Fairbanks, Todd nos haría completar un papel en el que pedía que aclarásemos si habíamos visto animales. Si la respuesta era “sí”, pedía especificaciones. Qué bichos, cuántos de cada uno. Cuando por curiosidad entré en el sitio web de la empresa familiar que organizaba el tour, noté que el dueño llevaba una estadística bastante obsesiva que indicaba el porcentaje de probabilidades de ver cada especie. Hasta la fecha, en cada tour organizado por Adventure-in-Alaska, las chances de ver animales salvajes era del 97,5%. Casi siempre.

Cinco minutos después, Todd se tiró a la banquina y volvió a señalar:

—Oleoducto —dijo.

Bajamos. Aproveché para cargar las dos cámaras con película. Hicimos un pacto con mi mujer. Yo usaba la Leica y la Minolta, y le dejaba la digital para que ella trabajara tranquila. Puse un rollo de 100 ASA en la Minolta y uno Portra 400 en la Leica, a la que le calcé el 90mm. Hacer paisajes con teleobjetivo produce un efecto de rareza: acercamiento + amplitud = vastedad. No lo puedo describir. Disparé cuatro veces hacia la fuga del oleoducto. Después cambié de cámara. Puse el 28mm en la Minolta y traté de encuadrar como la gente. Disparé dos veces. Los dedos se me habían enfriado y el resto del grupo me esperaba arriba de la Ford. Todd tocó bocina. Le pregunté sobre el oleoducto. Sabía más o menos lo mismo que yo. Que había sido construido a mediados de los setenta y que habían tenido severos problemas de presupuesto para terminar la obra.

—¿De dónde sale el petróleo?

—Del norte —dijo Todd—. Prudhoe Bay.

—¿Cómo lo sacan? —pregunté.

—Lo sacan —dijo—. Van y lo sacan.

Veinte minutos más tarde, entramos a la Dalton Highway. Me resigné a que Todd fuera solamente el chofer. La información tendría que buscarla por mi parte.

Esa noche, navegando internet, me enteraría de que la Dalton Highway fue contemporánea a la cañería, construida en 1974. Empieza al norte de Fairbanks y termina en Deadhorse, cerca de Prudhoe Bay. Que llamen a los yacimientos petrolíferos “oilfields” sugiere un entorno mucho más agreste si se lo traduce como “campos de petróleo”, una cosa casi vegetal, muy diferente de los campamentos y la tecnificación extrema que significa taladrar, insertar caños y chuparle hidrocarburos a la tierra.

Pasamos el Tolona River: ancha, ancha blancura. Por la disposición aleatoria y caprichosa de los ejemplares —en su mayoría “spruce”, o píceas— confirmé que el bosque que rodeaba la ruta no era artificial. El caos era autor de la armonía. Y también pensé lo contrario: el exceso de simetría revelaba imperfección, como en los bosques forestales de eucaliptos que pueden verse, por ejemplo, en las rutas de Uruguay. Árboles plantados para hacer papel y muebles para el hogar. A los bosques forestales se les notaba la planificación. Los surcos perfectos no sólo le restaban encanto. También daban terror.

Esto era natural. Esto era Alaska.

Ocho y cuarto de la mañana le pregunté a Todd si usaban la madera de manera industrial, o si el gobierno estatal protegía los bosques. Miré por el retrovisor. El viejo tenía los ojos completamente cerrados.

—¡Todd! —dije.

—Oh, yeah —dijo.

—¿Estás OK? —pregunté.

Abrió los ojos y se estabilizó al volante. Le costaba mantener una trayectoria perfectamente rectilínea y, con cada distracción ¾cada vez que alguien le hacía una pregunta¾, Todd derivaba con la Ford hasta hacer sonar las cubiertas con los despertadores que había limitando con la banquina, como si el cerebro no fuera capaz de mantener, a la vez, una trayectoria recta y una conversación casual, también recta. Tardó en responder, pero su explicación valió la pena.

A su edad no tenía ninguna razón para mentir o endulzar la verdad. Dijo que éste era el quinto viaje seguido desde Fairbanks al Círculo Polar. Dijo que el jefe le había pedido el favor porque era época de mucha demanda turística y Bill, el otro chofer, estaba en cama hacía días. Dijo que el asfalto quebrado de la Dalton Highway, los animales salvajes, la nieve que empezaba a verse sobre los árboles y todos esos ríos congelados que íbamos pasando, todo eso lo aburría muchísimo.

Desahogarse, además, lo despabilaba. Le pedí que siguiera.

Dijo que ya había vivido muchos años, que había conocido Alaska en todas las estaciones mientras trabajó instalando tendido eléctrico en distintos sectores de la cañería y que, pasados los setenta y tres años, ¿por qué tenía que trabajar así, sin parar? La sinceridad me devastó. Cuando terminó de decir eso, Todd se rió de manera casi teatral, como si cerrara un monólogo.

Le ofrecí manejar. Dijo que no podía cederle el volante a un cliente. Lo podían echar.

La confesión le sacó el sueño por un rato. Nueve y treinta y cinco volvió a cabecear. Lo interrumpí con preguntas:

—¡Todd!

—¿Qué?

—¿En qué año se inauguró el oleoducto?

—No sé —dijo—. ¿1976? ¿1977?

Diez y diez se puso a nevar. El termómetro marcó 10 ºF. Sin bajar la velocidad, Todd señaló el parabrisas de la Ford.

—Tormenta de nieve —dijo.

Pensé que a esa temperatura la nieva caída se iba a congelar y que la ruta se pondría imposible. Sin que me viera mi mujer —que vigila mi medicación— abrí la billetera y me metí en la boca un rivotril sublingual. Pensé en morir debajo de uno de esos camiones que nos pasaban por la izquierda en ambas direcciones haciendo el tramo Prudhoe Bay-Valdez, los extremos del oleoducto más largo de Estados Unidos. La industria no descansa, pensé. Había algo deslumbrante en la manera en que los camiones no bajaban nunca la velocidad, como si estuvieran arriba de la autopista I-80 que cruza Estados Unidos de este a oeste. Aparecían a la distancia. A la eficaz robustez de sus trompas había que sumarle la estela de piedritas que la fuerza de succión desprendía del suelo y que, cuando estaba nevado o había hielo, se blanqueaba como una saliva o un aliento que el mismo camión largaba por el esfuerzo mecánico de trasladarse. Alaska tenía estas cosas.

Le dije a mi mujer:

—El viejo se nos duerme. Lo vi por el retrovisor.

Como ni él ni los tailandeses hablaba español, hicimos una lista de temas para mantenerlo despierto. Hablarle era sobrevivir:

· Año y motivo de construcción de la Dalton Highway (era un poco obvia).

· Problemas políticos con el oleoducto (subpregunta: ¿quién era el presidente en ese período?; subpregunta dos: ¿era republicano o demócrata, era querido por le pueblo?).

· Impacto ecológico de la obra.

· Cuántos años se atrasó la inauguración.

· El derrame de Exxon Valdez de 1989.

· El tipo de minería en Fairbanks: ¿sacaban el oro con cianuro, como en Argentina?

No fue fácil. Todd contestó lo que quiso. Dijo que la autopista se había construido porque no había autopistas. Que el oleoducto había tenido los problemas políticos que tienen las grandes obras, pero que le había dado mucho trabajo a gente de todo el mundo. Que el impacto ecológico había sido mínimo o incluso cero, porque el caño estaba muy bien aislado. Sobre Exxon Valdez no se acordaba, aunque dijo que no era raro que cada tanto se hundiera un barco petrolero. De la minería en Fairbanks dijo que había sido muy fuerte hacía cien años y que ahora casi no existía. En diez minutos, me quedé sin preguntas.

Subíamos. Diez y veintisiete, la temperatura bajó a 6 ºF (–14 ºC). Todd parecía haberse despertado del todo. La ruta se puso invernal. Los árboles —de la familia de las pináceas— se cargaban de tumores de pureza que les doblaban las ramas. Algunos de esos árboles, incapaces de soportar el peso de la nieve, se doblaban como si los obligaran a rezar para absolverlos del invierno. Esto es el polo, pensé. Pero era incorrecto. Era la tundra, uno de los climas de Alaska. La tundra era hostil, pero eso era parte de su hermosura. Si habíamos decidido venir hasta acá por el aislamiento, la Dalton Highway funcionaba bien.

Once y cuarto cruzamos la blancura plateada del río Yukón. Todo ese caudal, toda esa violencia en pausa por el invierno. ¿No es demasiado bestial para congelarse?, pensé. Todd frenó del otro lado del puente.

—Tengo que bajar a tomar aire —dijo—. Me despierta.

Revisé: 5 ºF.

Estacionó y dio indicaciones. Si queríamos caminar sobre el Yukon, había que bajar por un sendero del otro lado de la ruta. Había un campamento hecho de tres containers y algunos vehículos con ruedas altas. Por alguna razón, la supervivencia física tenía un vínculo estético con lo militar. Saludé a un grupo de turistas chinos que estaban haciendo la misma parada técnica. Preparé las cámaras y bajé al río.

Me suelo pasar una o dos semanas al año a la vera del río Tercero, en Villa María, Córdoba. A pesar de las advertencias de mi suegro (vidrios, piedras filosas, botellas, latas que te pueden lastimar el pie), me gusta caminar descalzo por el barro, antes de entrar al agua, y sentir que me hundo en el lecho del río: que la tierra me trata de tragar pero no lo logra. Hay todo un estrato de vida hecho de insectos que vuelan sobre la superficie caliente del agua marrón, que corre con fuerza y arrastra limo, platas, troncos y arena. La temperatura no baja de los treinta grados. Amo esa época calurosa de Córdoba.

En Alaska, con quince bajo cero, me di el gusto absurdo de caminar sobre el Yukón. Le saqué fotos al puente y al horizonte y también a Leticia. Di un paso equivocado, se me llenó la bota de nieve y volví a la Ford —que Todd había dejado encendida— a secar la media y parte del forro de la bota con el calefactor.

Sesenta millas más adelante, llegamos al cartel del paralelo º66. Del otro lado, sobre la madera, la gente dejaba sus nombres y la fecha de sus viajes, de la misma manera que en algunas partes de la escollera de Mar del Plata la gente deja el nombre de su pareja y dedica rotundos versos de amor. Lo que me sorprendió: alguien había dejado un marcador indeleble —con tapa y todo— apoyado sobre el canto de madera del cartel. Para que el viento polar no se lo llevara, estaba atado con un velcro. Busqué un lugar libre y firmé esto:

“12 de marzo, 2016: una luna de miel un poco absurda / esperamos sobrevivir la narcolepsia del conductor plus setenta / (Si me muero: en mi computadora hay novelas sin publicar. Consultar con Santiago Llach, escritor argentino, que leyó algunas) / Pablo & Leticia”.

Todd hizo un fuego con una bengala del ejército y desplegó el picnic, incluido en la excursión. Nos invitó a servirnos los sánguches mientras él cocinaba una salchicha con un pincho sobre las llamas. Fue la parodia de lo agreste, pero estaba muerto de hambre y me pareció bien. El fuego —aunque Todd había llevado la madera ya cortada, los fósforos y la bengala para encenderlo— no dejaba nunca de ser el fuego. Volví a la Ford a buscar mi segundo par de guantes. Estaba encendida para no correr el riesgo de que se apagara y no volviera a arrancar. Protocolos polares. Revisé el termómetro: 4 ºF, cada vez menos. Volví al teatro del campamento. Todd me ofreció salchicha. Probé: estaba rellena de cheddar. La comida había animado a los tailandeses. Les pregunté qué les parecía Alaska. Les pregunté qué tal el Congreso en Fairbanks.

No eran gente muy verbal. El Congreso era sobre Ciencia en el Ártico. No dijeron mucho más. Pregunté cosas obvias que ellos respondieron con monosílabos en tailandés. ¿Era cierto que el planeta se ataba calentando? Sí. Quise saber más. Pregunté qué sabían sobre el accidente nuclear de Fukushima y la dispersión de los residuos radiactivos en el océano. Hablaron los dos. Dijeron esto:

—Terrible —dijo Tim.

—Oh, terrible —dijo la novia.

Quise saber más. Pregunté sobre temas que había investigado —siempre de manera parcial e interrumpida— leyendo artículos de fuentes dudosas en internet. Pregunté por la semivida de eliminación del Cesio 137.

—Many, many years —dijo el tailandés.

Después le pregunté si comer salmón, por ejemplo, no era peligroso justamente porque los peces de los que se alimentaba el salmón a su vez comían plancton que podía estar contaminado. Agregué que las corrientes oceánicas —según había leído— distribuían la basura radiactiva. El tailandés dijo simplemente:

—Yes.

No lo molesté más. Estaba de vacaciones. Una hora después, cuando ya nadie soportaba el frío, pegamos la vuelta.

A la altura de Finger Mountain (mojón 97,5 de la Dalton Highway) paramos para hacer fotos. Me tranquilizó ver que Todd estaba repuesto después de comer. El cielo se había despejado y no debería haber hielo en la calzada.

Pero al tiempo en Alaska (“tiempo”: despejado / nublado / lluvioso; distinto de “clima”: estepa patagónica, tundra, bosque tropical) lo rige una blancura histérica que arma tormentas de nieve en cinco minutos que se vuelven a disipar con los vientos. El viento, la niebla y la nieve pueden producir lo que se llama “white-out”, o “blanco-total”, en el que la visibilidad se reduce casi hasta cero. Así debe ser la muerte. Por suerte, eso no pasó. Avanzamos. Volvió a nevar, volvió a despejarse, volvió a nevar. El viento traía la nieve en polvo sobre la calzada como lenguas de un aliento boreal capaz de matarte de frío. El termómetro: –2 ºF (–18 ºC), que con el viento podía estar, tranquilamente, en –28 ºC. Le pedí la Leica a Leticia y apunté el 90mm al asfalto sobre el que Todd dirigía la proa de la Ford. Disparé tres veces, inseguro del resultado. Mis fotos son realistas. Quise registrar el serpenteo de esa brumita rastrera hecha de partículas de nieve y de hielo disuelto y de aire y suciedad congelada que no llegaban a tocar el piso pero tampoco se podían elevar, y que se movían como ideas repentinas, como cardúmenes de peces a los que les llega el susto y después de nuevo la calma producto de las rachas de viento del que era imposible establecer una dirección, porque a veces aparecía desde nuestra derecha y después desde nuestra izquierda, a ambos lados de la Dalton, y por eso el sustrato como de fantasmas menores quedaba como sin saber qué hacer y para dónde ir. Eso traté de fotografiar. Cuando revele el negativo veré qué quedó de todo eso. (Algunas fotos me gustan).

Ofrecí chocolate a los tailandeses y a Todd. El viejo aceptó. Me pidió que le pasara una botella de agua que había en una heladerita atrás. Le entró ánimo conversador. Mostró el sol y dijo que a esta latitud, casi podías mirarlo sin que te dañara. Más en días como hoy, con la atmósfera confundida.

Miré por mi ventana. El sol estaba ahí, como un rumor o como los últimos momentos de una linterna a pila. Entonces Todd, sin que tuviera que mantenerlo despierto con mi listado de temas, me contó de sus dos hijos. Uno ganaba 200.000 dólares al año haciendo tendido eléctrico para la cañería y para las bases militares que había en Alaska. El otro era militar y estaba destinado en la base de Fairbanks. Pregunté por qué había bases militares en un punto tan remoto.

—Rusia está a treinta kilómetros, pichón —dijo—. China y Corea del Norte están no mucho más allá.

Aunque a su edad era legítimo agregar detalles a gusto, y aunque resultó imposible verificar la información, tenía bastante sentido que Alaska tuviera bases militares.

—Alaska está armada hasta los dientes —dijo Todd.

—¿Con qué?

—Misiles de largo alcance. Armamento nuclear.

—¿Sí? —pregunté.

En su mejor acento yanqui, respondió:

—Oh, fuck, yeah.

Miré por la ventana. Me distraje con los pinos abrazados de nieve.

—Parecen koalas —dijo mi mujer.

—¿Qué cosa?

—La nieve sobre los pinos, ¿ves? Los abrazan como koalas. La nieve les da amor. Y el árbol, que tiene un límite, no lo resiste. Por eso se doblan —dijo.

Le di un beso en el cuello. Ella me pidió que me moviera. Sacó una foto con un movimiento raro. Detrás del bosque había luz, pero también la leche del cielo.

—¿Qué hacés?

—Fotos —dijo ella.

—¿Sacudidas? —dije yo.

—Dejame en paz —pidió.

La miré trabajar. Encuadraba y con exposiciones lentas usaba a favor la vibración de la Ford, que ella acompañaba con sacudones de la mano. A la noche, en el hotel de Fairbanks, vimos sus fotos. (Hoy son una serie sobre árboles norteamericanos).

—Parecen neo-impresionistas —dije.

—¿No te gustan?

—Son sublimes —dije.

Llegamos a Hilltop, casi doce horas más tarde. Todavía había luz que llegaba de costado. Le pedí que me hiciera un retrato mientras Todd, otra vez, cargaba nafta.

Cuando terminó, el viejo nos llamó adentro. Nos hizo firmar los papeles de la tarjeta de crédito que le había dictado la tarde anterior a su jefe. Y nos dio la encuesta. Cuando se fue a comprar café, le pregunté a Leticia qué hacer.

—¿Pongo que se quedó dormido como cinco veces?

—Lo van a echar.

—¿Y si no lo digo, y mañana, con otro grupo de turistas, choca y mueren todos?

—Ah —dijo ella—. Qué difícil.

—¿Decís que lo echan seguro?

—Lo echan seguro. Es yanquilandia, esto —dijo ella.

No lo delaté. En la parte que preguntaba cómo había sido Todd al volante, puse que no sólo había sido prudente, sino que estaba atento —como un cazador— a los animales salvajes que ofrecía el interior de Alaska. Sobre Todd como guía turístico, dije que, simplemente, no había nadie mejor. Mencioné el oleoducto, los nombres de las rutas, las características de la tundra (que reconfirmé en Google esa noche) y los nombres de los ríos, que Todd conocía no sólo por haberlos visto, sino por haber pescado en cada uno de esos brazos de agua. También dije que Todd era capaz de reconocer cada especie de pájaro que había yendo hacia el norte. Y que podía distinguir un “black spruce” de un “birch” a cien metros de distancia. No me costó mentir. Ser escritor ayuda mucho.

Llegamos a Fairbanks. La despedida con los tailadeses fue cordial y sin ninguna emoción. Me quedé decepcionado de lo poco que les pude sacar sobre contaminación nuclear en los océanos.

En el Hotsprings by Marriot le di un abrazo a Todd. Recién cuando le sentí el olor a viejo entendí que me hacía acordar a mi abuelo Rafael: un tipo que hasta que se murió nunca dejó de hacer nada de lo que hacía cuando era joven. Un tipo que negaba —con total brutalidad— la vejez y la muerte. Esa operación (negar la mutabilidad y eternizarse) me conmovió.

—¿Estás seguro de que mañana podés hacer el mismo viaje? —le dije.

La pregunta no lo sorprendió. Otra vez, contestó bestialmente sincero.

—¿Te asusté en el camino ida? —preguntó.

—Son muchas horas. ¿A qué hora tenés que salir mañana?

—Como hoy. A las seis y cuarenta busco a los pasajeros.

—¿Y el otro chofer?

—Sigue en cama.

El abrazo de Leticia duró más que el mío. Repitió lo mismo que yo: que se cuidara, que tomara mucho café, que le pidiera al jefe un día de descanso. Respondió como hablaba Todd, con una piña al riñón:

—Lo que toca, toca.

 

Fotos cedidas por el autor de la crónica.