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Una semana como raspachín

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A un lado de la carretera bajo unos 30 grados centígrados, me encontré con Aura. Una negra mala carosa, desconfiada. Luego de un breve saludo intenta hacerme desistir de mi propósito de trabajar por una semana como raspachín. Según ella el trato que reciben los infiltrados que buscan delatar la ubicación de laboratorios de procesamiento de cocaína o los campamentos guerrilleros son horrorosas. Temores que parecen bien fundamentados.  Históricamente esta región del pacífico nariñense ha sido disputada por las guerrillas de las Farc, ELN, grupos paramilitares y narcos que contratan sus propios ejércitos privados.  En medio está la población campesina que siempre termina pagando el costo humano de esa guerra.

La conversación sucede en plena zona comercial, en la vía de que de Pasto conduce a la costa pacífica, en un caserío tan grande que podría ser un municipio, pero es sólo una vereda más de Tumaco. Como éste, muchos asentamientos de la zona duplicaron su población en pocos años a causa de la economía de la coca. Llorente está concentrado al borde de la carretera y rodeada por enormes cultivos de Palma Africana. Por momentos el sol resplandece y se refleja en el asfalto con tanta fuerza que se torna enceguecedor, los andenes están saturados de cachivaches para la venta: ollas, ropa brillante, mesas enteras llenas de carne y pescado seco que le dan un hálito al lugar a marisco insolado. En un rincón de andén un letrero de cartón dice “¡carne de monte pa la venta!”, cerca están los restos de un venado desollado, una señal de que a pesar de todo, todavía queda algo de selva en las proximidades.

Siendo las once de la mañana las discotecas siguen con su música a todo volumen, adentro de ellas se ven algunos negros con cara de trasnochados bailando, indígenas Awa doblados sobre mesas llenas de botellas de cerveza, mientras afuera mujeres y niños de la misma comunidad se sientan en los andenes como esperando. Mientras converso con Aura un grupo de mestizos van y vienen en camionetas de alto cilindraje, todo ese paisaje interrumpido por un remolino de motocicletas y carros.

Aura además de ser madre de cuatro hijos es raspadora de coca. “No es lo que yo escogí sino lo que me tocó”, dice como si se defendiera de algún juicio moral. Luego de exponerle mis razones para ser raspachín por una semana accede a presentarme a su esposo y al resto de su familia, que se dedican a producir pasta de coca. Salimos en un carro viejo y destartalado por más de treinta minutos hasta llegar a la zona conocida como el Bajo Mira, un extenso territorio donde se encuentra un grupo de pequeños asentamientos a orillas del  majestuoso río Mira.

Se trata de comunidades reservadas, donde por poco “cada familia tiene algún miembro desparecido o muerto por causas violentas”, dice Aura. Sin embargo desde que hace casi dos años comenzó el cese al fuego entre el gobierno y la guerrilla de las Farc, el orden público parece haber mejorado, pero la desconfianza con el foráneo es evidente.

Al llegar a su casa me ofrecen plátano cocido mientras los niños me miran con ojos de pescado. Adentro en su casa palafita todo es de madera, desde que se dio el último gran derrame de petróleo a finales del 2015 decidieron hacer el pozo para sacar agua limpia, pues las plantas que bordean el río Mira están completamente manchadas de petróleo y el agua carga unas placas negras de crudo que bajan con la corriente. En una pequeña terraza de madera, la familia seca semillas de cacao que ocasionalmente venden en Tumaco. Son sólo dos cuartos donde viven seis personas, una pequeña cocina llena de hollín; yo dormiría con los niños.

Toda esa semana transcurrió con lentitud hasta la llegada de Léder, el esposo de Aura, que  llevaba días “en el monte”. Primero llegó el perro empapado y luego él, entonces los niños pequeños acudieron dando brincos y haciendo preguntas mientras él amarraba su caballo, cuando entró en la casa un olor a gasolina impregnó todo. Aura se precipitó a servirle una taza de café con pan mientras terminaba de cocinar unas lentejas. Léder, que estaba enterado de mi llegada, me saludó por mi nombre. Se quitó las botas llenas de pantano y luego de un baño se acostó en la hamaca ubicada en la cocina y desde ahí se puso a mirarme sin decir nada.

Léder y Aura son una pareja de un contraste inevitable. Él nació en la región amazónica del Putumayo, de ahí sus rasgos indígenas, ella es negra criada a orilla del río y habla tan duro como si estuviera al otro lado de la orilla; él en cambio habla con un susurro que a duras penas se oye. Antes de tener su propio laboratorio para el procesamiento de pasta de coca, él aprendió todos los secretos del cultivo en el Bajo Putumayo, en la época en la que los paramilitares dejaban tres y cuatro muertos diarios en las orillas de las carreteras que conducen al Placer, la Hormiga, Orito y otros caseríos. Llegó hace veinte años al Pacífico sin nada, huyéndole a la guerra, si algo sabía hacer bien era raspar hoja de coca, por eso se empleó de raspachín en estas tierras.

Desde hace tres años están en el negocio con sus propias plantas, sembradas en tierras baldías donde quedan los cultivos que yo podría conocer con su beneplácito. Como esta familia de campesinos, muchas otras se arriesgan a instalar un laboratorio artesanal, bien sea que compren la hoja de coca suelta o ellos mismos la siembren, pero lo cierto es que el negocio de muchos campesinos no está sólo en sembrarla, sino en preparar la pasta ellos mismos. Ser capturado por el Ejército, que permanentemente ronda la zona por aire y tierra, es el principal temor. Desde que inició el Plan Colombia cientos de raspachines y procesadores de pasta han ido a parar a la cárcel, mientras miles de hectáreas de cultivos  lícitos e ilícitos han sido destruidos con glifosato. El riesgo es alto pero las ganancias también.

Léder es sumamente callado y se enamoró de Aura hace veinte años en una fiesta de vereda. El resultado de ese amor son cuatro hijos con cuerpo negro y facciones indígenas. Luego de una cena de sólo harinas Léder se quedó dormido en su hamaca. Al día siguiente se veía descansado y animado; madrugó como todos los días a dar de comer a sus gallinas y a mirar los granos de cacao. A eso de las nueve de la mañana comenzaron a llegar hombres preguntando por él, venían a cobrar el pago por haber cosechado la semana anterior. Léder paga a seis mil pesos la arroba de coca cosechada, cada hombre sabe con exactitud cuánto cosechó, pero él confirma sacando un cuaderno pequeño untado de barro y gasolina donde están anotados los seudónimos y el número de arrobas. ‘R’: 16 arrobas, ‘Trompón’: 12, ‘Puerco’: 13, y así con los otros. En total son seis.

Cada dos meses un cultivo arroja cosecha, por eso él tiene tres ‘tajos’, como le dice a cada sembrío. Mientras uno es cosechado los otros se recuperan, así puede preparar la pasta de coca cada dos semanas. Antes estas tierras eran bosque virgen, por décadas los colonos negros deforestaron cientos de hectáreas para luego conformar consejos comunitarios afrodescendientes, un proceso de lucha étnica que terminó en la creación de la Ley 70, y que las Farc quisieron aprovechar buscando bases sociales a través de la protección de la población ante los terratenientes, trayendo consecuencias nefastas para los líderes sociales que fueron arrasados por el paramilitarismo.

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Luego de tres días de convivencia silenciosa Léder aceptó llevarme a su laboratorio. La madrugada fue a las cuatro de la mañana. Aun llovía y caminamos por más de una hora por entre un extenso cultivo de palma hasta llegar a las orillas de un río enorme. Mientras Léder va montado a caballo, el resto de raspachines vamos caminando en silencio a paso acelerado por entre una trocha llena de pantano y pequeños arroyos, que a pesar de estar en medio del bosque emanan un olor que hace arder la nariz. Llegamos a eso de las siete de la mañana, éramos seis y había un silencio particular entre todos, cada uno comenzó a enredar entre sus dedos índice y pulgar una tira larga de tela, para luego ubicarse sobre un surco de al menos veinte plantas y comenzar a jalar las hojas desde los primeros tallos hasta el copo de la planta, sosteniéndolas entre los pies. Mientras deshojan se oyen murmullos entre surcos. La cosecha se va acumulando en una extensa tela de estopa llena con de hojas que, cada quien van arrastrando por entre el cultivo. La inexperiencia es notoria en mí. Sin protección, los dedos se me ampollan enseguida;  a las diez de la mañana he raspado sólo seis plantas mientras los demás van terminando su primer surco y se preparan para el segundo empacando el material en costales. Es un trabajo monótono que insola y pica por los miles de bichos que hay alrededor, es un trabajo en el que cada quien debe encontrar su ritmo. Algunos logran deshojar la planta en menos de tres minutos.

Ninguna planta en Colombia ha sido tan estigmatizada como la de coca. La noción de cultivo ilícito y el eco del desafortunado comercial que hablaba de la coca como la “mata que mata” se quedaron en la memoria de los raspachines y les imprime un sentimiento de miedo a la hora de ir a cosechar. Tal vez por eso o quizá por huir del sol, los raspachines son acelerados y dejan ver un afán por salir de los cultivos. Los tajos como casi todos los de la región se encuentran camuflados entre el bosque.

De vez en cuando el silencio es interrumpido por el sonido de una guadaña. Cuando llega el medio día todos se hacen bajo una sombra de plátano a comer y a hablar. ‘R’ quiere comprar su moto; ‘Trompón’, que tiene un celular amarrado al brazo, en el que suena siempre una misma canción, quiere irse el viernes al ‘Chongo’, un prostíbulo del que todos hablan. Aura dice que si este año el Ejército no fumiga con glifosato ella y su esposo van a terminar de construir su casa en material. En ningún cultivo de palma africana se ven tantos trabajadores como en los cultivos de coca, que pueden incluso emplear diariamente más de veinte personas en una sola hectárea, según los raspachines.

El sonido de la guadaña proviene del laboratorio que está a unos doscientos metros de donde nos resguardamos del sol, camuflado entre un residuo de bosque del que cuelgan lianas gruesas. En la tarde cada trabajador se dirige hacia allá a pesar su cosecha. Los esperan Léder y su libreta.

El laboratorio es un poco más que un cambuche de plástico rodeado de pimpinas de más de quinientos litros de gasolina, que en las noches hay que camuflar entre el monte a fin de que nos las roben otros que andan en el negocio, o que el Ejército no las encuentre, en cuyo caso se les lanza una granada de fragmentación que hace volar en pedazos el precario montaje, con bosque y todo lo que se encuentre alrededor.

Luego del almuerzo los raspachines entramos en el bosque, cada uno va cargando un inmenso costal con hoja de coca. Al llegar está el hijo mayor de Léder enganchando los costales con un lazo conectado a una báscula que va amarrada a un tronco de madera. Luego anota el dato. ‘Trompón’ fue quien más cosechó esta vez, con 74 kilos. Todos lo miramos con nuestras caras insoladas mientras él hace un puchero y deja salir una especie de beso al aire.

En el laboratorio los insectos son de otro calibre, la cantidad de relaciones entre plantas y estos animales es tan evidente que hace parecer el bosque un solo ser viviente. Así se sucedió todo hasta el tercer día, en el que no quedó una sola planta por raspar. Al cuarto día, cuando Léder paga a los raspachines, éstos regresan a sus casas luego de noches enteras bajo un plástico en medio del monte. Algunos van hacia otros cultivos a seguir raspando, otros bajan a Llorente a gastar su dinero o pagar sus deudas.

Léder, Aura, sus hijos y yo seguimos internados en el laboratorio. Luego se hacen los preparativos para producir la pasta de coca. Aura confecciona un arroz insípido con agua de río que mezclamos con un atún barato, la comida típica en este trabajo.

Para el día siguiente todo estaba listo en el laboratorio. Trabajan hasta tarde cargando gasolina desde la carretera hasta el sitio; Léder regó toda la hoja sobre el suelo del cambuche. Una montaña de hoja de coca resguardada de la lluvia en la que los niños juegan a ser angelitos y sumergirse en ella. Se enciende la filosa guadaña y Léder comienza a rozar la cosecha hasta volverla un picadillo sumamente fino, que luego mezcla con otro montículo previamente triturado. Después toma enormes manotadas de cal, las cuales vierte entre las hojas; todos ayudan en las tareas: el hijo mayor es quien asume los movimientos pesados, mientras Aura y los niños más pequeños ayudan a su padre a mezclar la cal.

Luego de un rato se traslada el picadillo al interior de un recipiente negro y roñoso de dos mil litros, al que él, con sumo cuidado, añadió doscientos cuarenta litros de gasolina pura. El olor y la sensación de peligro contrastan con la mirada curiosa de los niños que permanecen a menos de un metro de distancia.

El enorme recipiente tiene un orificio en el fondo, sellado con un trozo de madera, y yace sobre una lata metálica que hace las veces de canal de conducción hacia otro recipiente menos grande. Luego de media hora el madero es quitado y un hermoso líquido verde esmeralda sale disparado, pero ahí está el hijo mayor esperando para recogerlo cuidadosamente en envases que posteriormente se sellan. “Ahí ya va la mercancía”, dice Léder.

Los doscientos cuarenta litros de gasolina con extracto de coca se recogen en su totalidad y se revuelven con una solución de ácido sulfúrico y agua, hasta que se obtiene un líquido amarilloso. Ahora la mercancía está disuelta en agua y se ha separado de la gasolina; si se hiciera un corte transversal de cada envase, se vería un fondo verde oscuro, seguido por una capa blanca de agua a la que le sucede otra de gasolina verdosa. Algo así como un postre de capas.

El primer recubrimiento de gasolina se extrae, lo mismo que la mercancía líquida que no supera los setenta litros y se deja reposando con soda cáustica. La “capa de gasolina sucia”, como la llama Aura, se bota al río. Al cabo de unos minutos la mercancía está casi lista. Sobre la superficie del claro líquido se forma una goma que se recoge y se pone en una olla. Afuera los niños juegan y un helicóptero ronda el lugar, de modo que el mismo Léder sale a revisar. Se ve un Sikorsky Arpía, un modelo producido por judíos, gringos y colombianos, de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas Colombianas, que siempre ronda la zona en busca de cocinas y laboratorios de coca.

Pero Léder y su familia no dan importancia al aparato y vuelven al espeso líquido para filtrarlo en otro recipiente, usando una fina muselina sobre la cual queda una masa blanca parecida al maíz molido, pero con olor a caramelo quemado. El final del proceso parece estar cerca.

La masa se pone luego en una olla a fuego de leña y se calienta arrojando un líquido negro e  insano que se tira dejando una crema viscosa que de lejos parece panela. Al enfriarse sobre un recipiente plástico queda una pasta color habano, esa es la mercancía. La cara de Léder resplandece de alegría pese al agotamiento. Una hectárea sembrada en coca, noventa arrobas de cosecha, mil ciento veinte kilos de hoja, doscientos litros de gasolina y al final dos kilos y medio de mercancía. Pasta de coca que se venderá en máximo cinco millones de pesos, según el precio del dólar o la oferta local, porque los precios varían.

Es el rendimiento promedio de una cosecha con esta variedad Chipará, que es la de moda. Otras han desaparecido por completo, como la Tingo, una planta peruana que daba mayor rendimiento. Léder las conoce todas y por sus manos han pasado hojas claras, oscuras, delgadas, gruesas, amargas, grandes y pequeñas. Todas. Este hombre conoce tantas variedades de coca que podría escribir un manual sobre cómo cultivar cada una. Algunas de ellas producen una mercancía más blanca y de mayor la calidad que pagan mejor, pero su semilla no es fácil de conseguir. En la olla donde se calentó la pasta queda una goma ocre, es la base sucia de coca o basuco, según sus iniciales. “Imagínese cuánto valdría esta olla en el centro de Bogotá”, dice Aura y se ríe.

***

La mercancía está lista y pronto será llevada donde los empleados del narco, que llevan la pasta hasta la cocina de cristalización, donde luego de un complejo proceso sale cristal de coca con más del noventa por ciento de pureza. Cerca al cultivo donde estamos baja un pequeño arroyo con un olor pestilente y de color blanco, indicio de que hay una cocina cerca; trae en sus aguas cientos de litros de gasolina, ácidos y otros químicos usados en la cristalización, porque al igual que en el laboratorio de Léder, los desechos del proceso se tiran en el río o sus orillas, donde destilan lentamente; no pueden dejarse en el monte porque pudren el suelo y desecan la vegetación, dejando al descubierto las instalaciones.

Léder no tiene vicio alguno. No toma cerveza y le molesta que su esposa fume cigarrillos. Para él la pasta de coca es sólo un producto que se vende mejor que la yuca, el plátano o el cacao. De dos kilos y medio que venderá, la cristalizadora sacará al menos dos mil gramos de cocaína. Cuando se tiene suficiente alcaloide empacado, sale desde la cocina un pelotón de hombres armados que llegan hasta la carretera Pasto-Tumaco o hacia el río, custodiando la carga. Ambos son corredores directos al mar, donde clandestinamente se transporta en lanchas, barcos y submarinos artesanales que salen desde Tumaco hacia Guayaquil o Buenaventura, donde luego se embarca hacia Japón o, en el peor de los casos, México, Panamá y Estados Unidos.

Cada ruta tiene sus propios eslabones. “Los narcos más organizados cuentan con grandes empresas de productos legales de exportación en los que camuflan su mercancía”, dice Aura, quien a estas alturas ya no quiere que su esposo siga en el negocio. Sabe que pocas veces se termina bien. Además ha sido testigo de la guerra de pequeños narcos, que ha hecho de Tumaco el municipio más violento del Pacífico colombiano, después de Buenaventura.

El callado jefe de la casa no parece tener mucha idea de qué pasa después de que se vende su mercancía, tal vez porque al venderla sus hijos lo aturden con exigencias que incluyen pollo asado y tractores de juguete. Cuando salimos del laboratorio rumbo hacia la casa, cruzamos por entre un sendero que podría ser un paraíso de biólogos; llegamos a una trocha por donde pasó un tractor que arrastraba un remolque con doce pimpinas de cien litros de gasolina cada una. Cuando pararon para acercarnos a la carretera uno de los hombres se bajó y le preguntó a Aura por mí, pues nunca me habían visto por esos caminos; luego nos dejan subir al remolque.

Un grupo de raspachines que parecen venir de lejos cuentan chistes sentados sobre una bomba en potencia. Léder, el hombre de pocas palabras, me presentó como su amigo, pero aun así los hombres nunca dejaron de mirarme con desconfianza. En sus ojos está el miedo propio del negocio, o tal vez cumplen la responsabilidad de cuidar algo muy grande. “Desde que las Farc dejaron de operar en la zona, como lo hacían antes, esto se llenó de mafiosos”, dice Aura con disimulo. Mientras me sostengo al remolque pienso en la cantidad de dinero que mueven estas trochas. Sin duda la parte más peligrosa del negocio es el transporte. Mientras un kilo de pasta de coca de las que produce esta familia puede costar hasta tres millones de pesos acá, en el centro de Bogotá, donde se convierte en basuco, puede costar unos veinte millones, que a su vez se triplican a cuenta de los más de ocho mil habitantes de calle, según cifras oficiales, que moneda a moneda hacen rentable el asunto.

Aunque el verdadero negocio está afuera, un kilo de cocaína en el poblado cercano se puede comprar en veinte millones de pesos, según algunos raspachines, mientras que según la revista El Economista, en Estados Unidos puede alcanzar los treinta mil dólares. Desde que entraron en el negocio Aura y Léder han tenido pocos problemas porque a su propio decir son personas “legales”.

Algunos productores de pasta ligan la mercancía con sal a fin de tener mayor gramaje, pero siempre son descubiertos con el tiempo y pocas veces sobreviven a ello. Lo mismo hacen los grandes compradores, cortan la cocaína con otras sustancias blancas que incluyen medicinas vencidas y laxantes, hasta que llega a los vendedores de barrio que también hacen lo mismo porque todos quieren ganar. Al final los consumidores y el medio ambiente son los que pierden.

Algo me queda claro al terminar esta crónica: Léder y los demás raspachines conocen sólo una pequeña parte del negocio –la que les corresponde–, tienen en mente sus más básicos deseos como cualquier persona escasa en formación que se gana el día a día.

De los pocos millones que la familia obtuvo por la venta de su mercancía deben reservar el dinero para la compra de la gasolina de una nueva cosecha, que incluye impuestos a la policía, porque no es posible transportar doscientos litros de este líquido sin ser visto por ellos, también el pago de los próximos raspachines, el transporte de los insumos a lomo de caballo hasta el laboratorio y, con el resto, vivir. Al fin de cuentas son sólo un pequeño y débil eslabón de una inmensa cadena que sigue marcando la historia colombiana.  

*Nombres cambiados por solicitud de las fuentes

 

Las fotografías son del autor del artículo.