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Una visita inesperada

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“En España existe todavía esa austeridad de la Historia, esa calma de la Historia”
Thomas Bernhard

1. Barrio de Salamanca. Tarde tórrida de julio a la espera de que nos enseñen un local comercial en la calle Jorge Juan. Un letrero de “se alquila” clavado con chinchetas sobre unos tablones de virutas pintados de gris; cantos deshechos, pintura desconchada por la intemperie y una puerta (cutre) del mismo material. Detrás de los tablones se entreven sillares de piedra de tamaño descomunal, inmensos. Granito gris (de ese tan madrileño) apomazado en las zonas más bajas; más arriba, granito Porriño y mármol Calatorao abujardado a puntero; los balcones de la primera planta, unas piezas también mármol de Calatorao con el canto escafilado in situ (aspecto Picapiedra), vuelan por toda la longitud la tienda. Mientras esperamos (quien nos va a enseñar el local se retrasa), aprovechamos el descuido de un vecino y nos colamos en el portal del edificio. De ahí saltamos al patinejo de luces, oscuro, ordinario, con ese típico olor a vecindad sobada, para ver, entre bajantes, tubos y cables, unas vidrieras de alabastro y mármol enmarcadas en una pared enlucida y pintada de un color rosa imposible. Nada, o casi nada, nos dice que aquello merezca la pena ser visitado; no parece más que otro de tantos locales a la espera de ser alquilado y ocupado.

Estoy sola, muy sola. Apenas veo pasar gente por las rendijas que dejan esos malditos tableros que no me dejan ver el sol ni respirar. Hoy es diferente, parece que hay gente esperando. Hace mucho que nadie espera fuera, pero hubo un tiempo en el que entraban soldadores, carpinteros, estudiantes, poetas... Reconozco a algunos, ahora ya mayores. Ha pasado el tiempo y yo sigo encerrada y destiempada, en duermevela. Llevaba una vida relativamente gris: una zapatería buena en una calle con talleres de coches, bares de segunda, tiendas de electrodomésticos, en una calle con coches en doble fila, pitidos; una calle sin memoria, o recordada sólo por el giro del autobús desde la calle Príncipe de Vergara. Me visitaban muchos clientes y tenía un éxito contenido, hasta que un día decidieron que tenía que remozarme para transformar esta calle sin memoria. Hablaban del Meccano, de piezas perfectas de piedra ensambladas con elementos metálicos que, en una transformación rápida, me llevarían a ser como una de las tiendas de la Gran Vía o, por qué no, como el Tiffany’s de Nueva York. Todo parecía posible. El arquitecto era Francisco Alonso de Santos, profesor de proyectos en la Escuela de Arquitectura de Madrid, donde los grandes y míticos maestros iban desapareciendo paulatinamente. Él me contaba el proyecto, medía y dibujaba sobre mis paredes; todo me convencía y entusiasmaba a la vez.

2. Tras una breve espera, por fin llega el encargado. Después de la puerta de madera, abre una segunda de vidrio de la zapatería (sí, el local es una zapatería de lujo). Se produce una extraña descompresión, como de vacío, y nos llega un fuerte olor a cerrado con trazos de humedad. Nos encienden algunas luces que, poco a poco, nos dejan ver el interior. El local da la impresión de estar aún en obras: extintores en el suelo, sin colgar; cables suelos, cajas de cartón con herrajes y pomos aún por colocar, focos de obra, una enorme mesa precariamente apoyada sobre tablones y trozos de piedra, algún puntal aquí y allá. En la sala de la entrada, unas enormes piedras (mármoles de Calatorao y rojo Alicante y ónice iraní) revisten las paredes paralelas a la fachada, toneladas para forrar lo que parecería un cofre. El pavimento de tacos de iroko y un techo de enormes tablas de la misma madera. Otra sala de idéntico tamaño ocupa la parte trasera, ciega, del local. Un pasillo de unión da acceso a una cripta construida con los restos de material de la parte superior, con aún más sabor Picapiedra. Todo ello de una ejecución exquisita, que raya una perfección obsesiva, de encaje al milímetro. Y lo curioso es que el local lleva abandonado desde el año 1990, desde que su arquitecto abandonara las obras tras años de trabajo. Esto no es una zapatería; es un mausoleo de aires casi egipcios.

Parece que entran. ¿Qué querrán? Quizás sean otra vez esos emprendedores que solo quieren montar una pizzería, una vinería o un lugar de tapas. Mi jefe, don Manuel, gran empresario, generoso y temperamental, suele despacharlos rápidamente. Vuelve a entrar la luz; por fin han abierto la puerta de un vidrio de 3 cm de grosor soportado por una biela articulada de acero, una maravilla del ingenio. La puerta cierra suavemente sobre sus espaldas. Miran impresionados la primera sala, y sorprende su forma de observar; quedan maravillados por el maestreado de yeso negro de las paredes, rematado en esquinas y rodapié con mármol blanco de Thassos, como si el propio yeso se hubiera metamorfoseado a una gran velocidad, contraria a la geológica. Los techos de tablones de iroko de 3 ´ 0,9 m; el suelo de la misma madera con un despiece a testa de 7 ´ 7 cm. Examinan y miden con una mezcla de entusiasmo y emoción, como si fueran los colaboradores de Lord Carnarvon en su primera visita a la tumba de Tutankamón. Acceden la siguiente sala, de proporción similar, pero con eje longitudinal perpendicular a la anterior, atravesando un pórtico de grandes piedras. Recuerdo su colocación precisa, tan exacta que obligó a montarlo y desmontarlo varias veces, como si fueran naipes. Contaba Paco Alonso cómo se comportaba la estructura, las grandes piedras a compresión atadas con cruces de san Andrés a tracción, una especie de estructura en tensegridad muy simplificada. La sala acaba en otro alzado de piedras; si en la primera se alterna el mármol negro de Calatorao, el rojo Alicante y el ónice iraní, aquí solo hay piedras rojas y negras. La medida de piedra remite a las dimensiones de la sala, que a su vez se refiere al tamaño del lugar, y de ahí al de la ciudad.

3. Thomas Bernhard solía pasar largas temporadas fuera de Austria, preferiblemente en el Mediterráneo. Visitó varias veces Palma de Mallorca, y cuando estaba en Madrid le gustaba ir a comer al Hotel Ritz, a pocas manzanas de la calle Jorge Juan. Krista Fleischmann lo entrevistó en este hotel en enero de 1986, momento en el que Paco Alonso trabajaba en la zapatería. Me los imagino juntos, tomando café por el Paseo del Prado, enfrascados en monólogos imposibles: el austriaco enredado en sus bucles lingüísticos hipnóticos y obsesivos; el español resolviendo, también obsesivamente, detalles de obra. Curiosamente, Bernhard decía en su obra de teatro El presidente: “Los zapatos más elegantes se consiguen en Madrid”. Esos zapatos se hubieran podido conseguir de haberse inaugurado la zapatería de la calle Jorge Juan. Su autor, Paco Alonso, es una mezcla entre el protagonista de El malogrado y Roithamer, el personaje de Corrección entregado a la imposible (e improbable) tarea de construir un cono destinado a ser la casa de su hermana y lugar de su “felicidad suprema”. Con una trayectoria de obras casi entregadas (y no acabadas), Paco Alonso lleva años intentando, sin éxito, que sus obras no se conviertan en ruinas inacabadas, pero aún así, en su proyecto de El Molar y en esta zapatería consigue lo más difícil todavía: construir las más bellas ruinas. Parafraseando de nuevo a Thomas Bernhard: “La belleza tiene su precio y el gran arte lo vale todo”.

Efectivamente, el espacio tiene la condición de profundidad, el tiempo no. Diríamos que es plano, un tiempo plano en un espacio profundo. Mi tiempo se ha convertido en el de los demás; han pasado más de veinte años y para mí no es nada, todo sigue igual. El tiempo está en los visitantes; yo les ofrezco un espacio profundo en un tiempo plano. Ellos vienen cargados de tiempo a ocupar mi espacio. Sin embargo, aquí no hay tiempo, por eso se van sin ocupar; sólo miran, sólo intentan comprender. Las puertas se cierran, la oscuridad suprime el espacio, y sólo el eco del sonido permite que perviva lo que acontece en mi interior. Señores, no se confundan, soy lo que Walter Rathenau valora por encima de todo en su capítulo “La mecanización del mundo” de su libro Crítica de la época (1912), el significado último de una construcción artesanal, que si bien está hecha con precisión, está fuera de toda ley matemática. La materia de donde procedo ha sido moldeada, no transformada. Adiós, vuelvan pronto.

 

El texto en negro es de Moisés Puente; el azul de Carlos Asensio-Wandosell. 

La fotografía de la portada, las de detalle y la del exterior de la zapatería son de Moisés Puente; las del interior son de Carlos Asensio-Wandosell.