Contenido

Vocingleros y malicias

La estética de la prueba de sonido
Modo lectura

ROBERT: Para mí un sonido feo es la extensión de un alma fea. Un índice de falta de estética. (Pausa.) No me gustan. No me gustan los sonidos feos. No me gusta la gente que los produce.

David Mamet, Una vida en el teatro, Escena 5

MALHABLAR

Voz Mal. Voz Fail. Voz Rara. Los títulos, seudónimos y lemas con que Jaume Ferrete ha ido nominando sus invenciones y colaboraciones invocan una extensa tradición discursiva y creativa que, desde los años sesenta, se ha ocupado en interrogar el estatuto de la vocalidad en relación con el saber. Esa tradición ha desplegado su influencia en tres ámbitos que el trabajo de Ferrete asume e incorpora: la filosofía, la dramaturgia y el arte.

La laringe y el tímpano son órganos respecto a los cuales la filosofía habría sido, hasta hace poco, muda y sorda. Ambos habrían sido considerados órganos lisos, sin pliegue ni volumen: transmisores neutros de una verdad preexistente. Ese era uno de los rasgos de la metafísica en su relación con el cuerpo: afirmar el carácter transitivo de los órganos internos y su utilidad para la transmisión del logos. El logocentrismo imagina una voz interior, la voz con que pensamos, y postula su ejecución literal en el habla, entendida como verdad del lenguaje y como relación directa y natural con el significado. Ello supone otorgar a la palabra hablada y oída un estatuto superior, en relación con el cual la escritura sería un parlamento derivado o una mentira. Descubrir esta alianza del logos y la foné y operar entre ellas, destituyendo los privilegios de la oralidad, fue la gran disonancia introducida por el pensamiento deconstructivista.

Aunque la literatura es la práctica lingüística en que este paradigma adquirió mayor resonancia, Jacques Derrida no dejó de señalar que el espacio idóneo para la deconstrucción de la metafísica de la presencia es la dramaturgia. ¿Y cómo entender, desde ese punto de vista, los actos teatrales? Ante todo, como un desplazamiento desde la textualidad del libreto hasta sus efectos fónicos y como un énfasis en el carácter performativo de la audición. De ahí derivan, entre otros muchos, trabajos como el del grupo italiano Societas Raffaello Sanzio, que en 1998 puso en escena un Julio César en que el personaje de Marco Antonio era protagonizado por un actor que se encontraba convaleciente de una operación de laringe y que, en lugar de este órgano, llevaba insertado un micrófono a través del cual declamaba sus discursos bélicos, atravesados por las secuelas de la intervención. Los dispositivos de performatividad determinados por la foné han sido caracterizados por Valentina Valentini como dramaturgias sonoras. La imagen acústica, la evanescencia de la palabra pronunciada y su inafferrabilità son rasgos distintivos de este modo de entender la escena. El cual, a su vez, pide una manera propia de historiar. Valentini lo ha demostrado elaborando un amplio archivo de voces femeninas de la escena italiana de todos los tiempos, que, sampleadas, mezcladas con aportaciones críticas y organizadas de acuerdo con categorías de elocución, cuentan un nuevo relato de la herencia recibida.

El trabajo de Ferrete participa de la inquisición filosófica, y quizá su mejor muestra se encuentre el texto que constituye su poética personal, y cuyo título es “elocuente”: Estoy leyendo esto en voz alta mientras lo escribo: eco eco ventriloquía posesión. La suya es también una tarea de muy medido histrionismo vocal que, sin desdeñar las posibilidades expresivas de la corporalidad, se centra en los elementos inaferrables del sonido. Y los ámbitos en que se desarrolla son los propios del sector del arte, lo cual le otorga una tercera dimensión. Pudiera decirse que en la actualidad las arquitecturas para el arte mantienen una relación de double bind con lo sonoro: lo requieren y lo excluyen. Lo demandan en formatos que, así las instalaciones sonoras o las performances fónicas, han incorporado a esos santos lugares un tímpano. Pero también lo excluyen porque la relación del espacio expositivo con el sonido es inhóspita por definición. El lugar siempre resulta ampulosamente inapropiado para la eufonía: la galería tiene el techo demasiado bajo; el museo, demasiado alto; el centro de arte es una nave industrial; ninguna de esas salas puede ser acondicionada para una actuación en condiciones. En vez de fingir una actuación ortodoxa, Ferrete aprovecha esa insuficiencia del lugar, reinventando formatos como la audioguía y ampliando de ese modo el campo de la crítica a la institución museística.

 

(JOHN va a buscar un pañuelo; ROBERT se queda en el escenario. Hace ejercicios vocales.)

Mamet, op. cit., Acotación a la Escena 1

MALPROBAR

Quien ve a Ferrete hacer una prueba de sonido antes de actuar asiste a un tal despliegue de tonos, modos, intensidades y coloraciones vocales que no puede sino preguntarse si no habrá en el escenario unas cuantas personas invisibles recitando, musitando y bisbiseando con él. Su repertorio de sonidos tiene el efecto que Derrida describía como “consumir los signos por medio de la locuacidad irritada, dislocar la unidad verbal, la integridad de la voz, abrir o espantar la tranquila superficie de las ‘palabras’ sometiendo su cuerpo a una ceremonia gimnástica”. ¿Y cómo diferenciar al gimnasta de su ceremonia? ¿Cuántos atletas, al finalizar un entrenamiento particularmente logrado, no habrán deseado que esa actividad sin público hubiese sido el evento competitivo? ¿Cuántos no habrán sentido que la distinción entre ensayo y competición no es más que una convención cuyo propósito es conseguir que el ensayo salga mal?

El acto de prueba, ese preludio de ensayo y ejercicios, adquiere una nueva relevancia. Porque la eficiencia de la voz no puede concebirse ya como la ejecución pautada de una rutina preestablecida, sino que pertenece al ámbito experimental de la probatura. Probar (demostrar) que existe una correlación entre el cuerpo físico y el fónico, testar (tanteándolos) los límites de la expresividad eufónica (o cacofónica), poner a prueba, ante un público competente (el técnico de sonido), la validez de una expresión o de un término, imaginar y prever, a partir de sus respuestas, las del público que asistirá (pero, ¿podrá el orador interpelar a un público general o, después de una prueba exitosa, se encontrará a sí mismo dirigiéndose a un oído colectivo imaginario: un auditorio de técnicos de sonido?), intentar una yuxtaposición impensada de términos, probarse a uno mismo que se encuentra en buena forma (¿como Joseph Goebbels, quien se refirió a su Discurso de la Guerra Total señalando, con aprobación, que “ese día estaba en plena forma oratoria”?).

La expresión verbal que se da en la prueba ya no será, pues, comunicación en el sentido lato que le asignaba la lingüística, pero tampoco teatralidad en el sentido que propuso la teoría aristotélica de las artes escénicas. Será más bien, por decirlo en derridiano, otoanálisis (estudio de los dispositivos de audición) y otografía: descripción del oído en su momento receptivo. Si los actos de habla son, ante todo, probaturas de fonación, entonces las actuaciones y las conclusiones son ensayos que han logrado parecer resultados. Ver una prueba de sonido de Ferrete es ver algo menos que su actuación y algo más, porque la voz, en su dimensión otográfica, siempre dice algo más que silencio y algo menos que discurso: siempre es, en relación con la palabra, insuficiente y excesiva.

 

ROBERT: ¿Sabías que cuando era joven tenía la voz muy áspera?

JOHN: No.

ROBERT. Pero yo era un creído. No sabía nada. Ese rasgo vocal, que era un defecto, me parecía una cualidad, una parte útil de mi estilo.

Mamet, op. cit., Escena 5

MALMANDAR

El doble estatus de la vocalidad —demasiado y demasiado poco— se pone de manifiesto en aquellos actos elocutivos en que el hablante se propone como instancia de autoridad. En la obra de Ferrete este tema tiene su mejor tratamiento en su línea de investigación acerca de las prácticas oratorias en la cultura política inglesa y, en particular, en la figura de Margaret Tatcher. El factor político de la oralidad tatcheriana había sido representado previamente por Stephen Frears en su película Sammy y Rosie se lo montan, cuya secuencia inicial nos da a oír un sample de un discurso pronunciado por la Dama de Hierro en el Parlamento, superpuesto a una panorámica de la desolada periferia industrial londinense. La secuencia muestra a las claras el modo de relación con el territorio que ha desarrollado el neoliberalismo: el espacio debe ser expropiado, vaciado y reducido a una ruina industrial para que pueda surgir un paisaje fónico que, más consistente que la orografía y la geología, vende casas sobre plano, traza castillos en el aire y convierte el país en terreno especulativo.

Esa perspectiva es ampliada en el trabajo de Ferrete por una inflexión en las tecnologías del género. Sus obras examinan la manera en que, a lo largo de su carrera hacia el 22 de Downing Street, Tatcher se vio obligada a pasar por un proceso de reeducación vocal durante el cual un logopeda le enseñó a masculinizar su voz hasta que ésta llegó a adquirir su distintiva sonoridad aprendida. Las decisiones que Tatcher fue tomando durante sus mandatos no podían enunciarse con “la polla floja y la glotis rota”. Ser menos mujer era el precio que había que pagar para poder desmentelar el sindicato de la minería, para vender la telefónica a empresas norteamericanas, para hacer una declaración de guerra. Esa era la voz precisa para entonar, en los años ochenta, en plena era decolonial, el canto del cisne del imperialismo británico —y acaso la “auténtica voz” tendría que haber sido el inconfundible falsete sinfónico con que Peter Gabriel cantaba, con los primeros Genesis, Selling England by the Pound: vender la patria por un puñado de libras estrelinas.

Proyectos como el de Tatcher ponen de manifiesto que no hay logos sin foné, que la auctoritas es un tono conquistado y sostenido: no hay discurso de autoridad propiamente dicho, sino voz de autoridad. Esta falla recorre cada sílaba y cada cláusula de cada razonamiento, y se despliega a lo largo de todas las modalidades de producción de identidad. En primer lugar, en la producción de la nacionalidad. Si la simulación tatcheriana del patrotismo intentaba esconder su traición al país, Ferrete desarrolla este tema, en la dialogía bilingüe de sus textos, cuando nos propone la más paradójica declaración de sentimiento patrio: “Yo no soy un / verdadero español / y esta no es mi verdadera voz / jo no sóc un / veritable català / i aquesta no és / la meva veu de veritat”. Esta triple negación no quiere ser una voz clara en medio del ruido; al contrario, es la perturbación sonora e indexal indispensable en un momento histórico en que resurge la ilusión logocéntrica de una supuesta voz del pueblo que, como en todos los casos en que es invocada, es principalmente un intento de trasladar el campo de debate político desde la estereofonía hasta el mono.

Este aspecto tiene su continuación en la producción de identidad biopolítica. Si un devenir mujer, con sus códigos y servidumbres voluntarias, puede ser interrumpido y modificado para entrar en una deriva transgénero tutelada por el Estado, entonces esa nueva “mujer” posee, en su glotis, un falo, en un sentido particular que Lacan ya dio a entender cuando señaló que las orejas son, en el campo del inconsciente, el único orificio que no se puede cerrar. La vocalidad fálica no es material, pero se tiene; no se posee, pero se ejerce; no es una presencia, pero su renonancia es mayor que un peso físico. Las transformaciones de la voz de Ferrete en el escenario, junto con sus concretos pero específicos elementos de vestuario, abren un espacio de enunciación que es a la vez expresivo y denotativo, viril y feminizado. Partos sonoros es el término que usaba Lucette Finas para designar las operaciones deconstructivas sobre el texto, y tal es el efecto que produce la performatividad de este artista.

El estatuto inasible e inaferrable que adquiere la vocalidad pide, entonces una lógica del archivo particular, una manera específica de registrar, presentar e historizar los textos. Esta manera no podrá ser ya la tradicional historiografía positivista lineal, que, como señaló agudamente Cristina de Peretti, es la consecuencia necesaria del fetiche de la escritura fonética, que se hace en la “sucesión irreversible del tiempo en que se habla”. Será preciso, entonces, buscar modos de mostrar los documentos de cultura que saquen a la luz las ausencias del monólogo historiográfico, sus acalladas heterodoxias y, a la vez, que hagan resonar en el pasado los ecos de la herstory y de las microhistorias queer. Este es el espíritu que ha animado su proyecto de presentación y discusión de un archivo de voces femeninas no normativas, realizado en colaboración con el performer tarraconense R. Marcos Mota, y que constituye uno de los primeros equivalentes realizados en España de la nueva historiografía propuesta por Valentini. Es uno más de los fructíferos diálogos que Ferrete viene manteniendo desde hace años con creadores que se han especializado en documentar y exponer las ilusiones logocéntricas de naturalidad, ya sea ésta el naturalismo de la sexuación, como es el caso de Marcos Mota, o la percepción y registro del paisaje natural, como ocurre en la obra del artista barcelonés Gerard Ortín. Prestémosles oído.

 
La imagen de portada es la estatua animada She, creada por Courtenay Pollock en 1934. La segunda es Euphonia, un artefacto creado por el astrónomo alemán Joseph Faber que fue expuesto por primera vez en 1845 bajo el subtítulo de “Wonderful Talking Machine”. La tercera es el cartel del taller Voz rara rara rara de Jaume Ferrete que incluyó justamente la famosa Euphonia de Faber.
*Este texto ha sido incluido en el catálogo de la exposición colectiva Generación 2016 (La Casa Encendida).