Contenido

Casa Vacía

Modo lectura

 

Vivo en Atenas en una casa que puedo llamar mía por primera vez en más de dos años. No la poseo. No es necesario. Simplemente la uso. La experimento. La celebro. Después de haber pasado por tres casas en calles y barrios diferentes –Philopapou, Neapoli, Exarchia– y por una docena de hoteles –de los que recuerdo sobre todo los pájaros cantando por la mañana en el Orion, en la colina de Streffi–,  me decido, no sin dificultad, a firmar un contrato de alquiler.

Al principio y durante más de un mes habito en una casa vacía. Desprovista de todo mueble, una casa es únicamente una puerta, un techo y un suelo. Por un retraso en el envío de la cama (algo habitual en Grecia), me veo obligado a dormir por algo más de dos semanas en un apartamento totalmente vacío. Las caderas se clavan en la madera por la noche y me despierto entumecido. Sin embargo, la experiencia es inaugural, estética: un cuerpo, un espacio. A veces me desvelo a las tres de la mañana y dudo, tumbado sobre el suelo, de si soy humano o animal, de este siglo o de cualquier otro, si existo o si sólo tengo materialidad en la ficción. La casa vacía es el museo terrícola del siglo XXI y mi cuerpo –desnudo, sin nombre, mutante y desposeído– es la obra.

En una casa vacía se pone de manifiesto que un espacio doméstico es una escena expositiva en la que la subjetividad es presentada como obra. Paradójicamente, cada uno es exhibido dentro de una escena privada. “Detesto las audiencias”, decía el pianista Glenn Gloud. En 1964, a los 32 años, en el culmen de su carrera, dejó los auditorios y se retiró para siempre a un estudio de grabación para hacer música. Una casa vacía es algo así: un estudio donde se graba la vida. Con la única salvedad de que nuestra subjetividad es al mismo tiempo la música, el instrumento que la produce y la máquina de grabación.

Al principio pienso que el apartamento sigue vacío debido a una confluencia de circunstancias: el exceso de trabajo, la falta de tiempo y la falta también de propiedades que puedan ser acumuladas en ese espacio. Solo tengo la ropa (vaqueros APC, camisas blancas o azules, chaquetas de fieltro, zapatos negros), la indispensable maleta, algunos libros y tres docenas de cuadernos, que por sí solos constituyen una escultura independiente en el espacio, indicando la traza de un culto o quizás de una patología.

Tardo en darme cuenta de que la razón por la que me obstino en mantener ese espacio vacío no es fortuita: he establecido una relación sustantiva entre mi proceso de transición de género y mis modos de habitar el espacio. Durante el primer año de la transición, mientras los cambios hormonales esculpían mi cuerpo como un cincel microscópico que trabaja desde dentro, sólo pude vivir en nomadismo. Cruzar fronteras con un pasaporte que apenas me representa era entonces una forma de intensificar el tránsito, de certificar la mudanza. Ahora, por primera vez, puedo parar. A condición de que la casa esté vacía: de suspender las convenciones tecno-burguesas de la mesa, el sofá, la cama, el ordenador, la silla. El cuerpo y el espacio se enfrentan sin mediaciones. Así, frente a frente, el espacio y el cuerpo no son objetos. Sino relaciones sociales.

Mi nuevo cuerpo trans es una casa vacía. Disfruto del potencial político de esta analogía. Mi cuerpo trans es un apartamento de alquiler sin mueble alguno, un lugar que no me pertenece, un espacio sin nombre –espero aún el derecho a ser llamado por el Estado, espero y temo la violencia de ser nombrado. Habitar una casa completamente vacía devuelve a cada gesto su carácter inaugural, detiene el tiempo de la repetición, suspende la fuerza interpelativa de la norma. Me descubro corriendo alrededor de la casa, o caminando de puntillas mientras como, tumbado en el suelo con los pies apoyados en la pared para leer o reclinado sobre el alféizar de la ventana escribiendo. La deshabituación se extiende a cualquier otro cuerpo que entra en ese espacio: cuando ella viene a verme a penas podemos hacer algo que no sea mirarnos, estar de pie cogidos de la mano, tumbarnos o hacer el amor.

La belleza de esa singular experiencia que podríamos llamar de  “desmueblamiento” me hace preguntarme por qué nos apresuramos a amueblar las casas, por qué es necesario saber de qué género somos, qué sexo nos gusta. Ikea es al arte de habitar lo que la heterosexualidad normativa es al cuerpo deseante. Una mesa y una silla son una pareja complementaria que no admite preguntas. Un armario es un primer certificado de propiedad privada. Una lámpara junto a una cama es ya un matrimonio de conveniencia. Un sofá frente a un televisor es una penetración vaginal. Una cortina sobre una ventana es la censura antipornográfica que se alza a la caída del sol.

El otro día mientras hacíamos el amor en esa casa vacía ella me llamó por mi nuevo nombre y añadió: “Nuestro problema es la mente. Nuestras mentes luchan, pero nuestros espíritus y nuestros cuerpos están en perfecta armonía”.  Minutos después, mientras mi pecho se abría para respirar algunos átomos más de oxígeno y mi córtex cerebral adquiría la consistencia del algodón, sentí que mi cuerpo se disolvía en el espacio vacío y que mi mente, autoritaria y normativa, casi muerta, se rendía frente a mi espíritu.
 

En portada, La ventana de mi estudio · La primavera en mi jardín, 1940-1954, por Josef Sudek.