Contenido

Balada triste del Madison

Modo lectura

“El boxeo es el último desafío. No hay nada que se pueda comparar para probarte a ti mismo como la forma como lo haces cada vez que subes al ring.”

                                                                        Sugar Ray Leonard.

El boxeo dio mucho cuartel a artistas de todos los palos. Munición de alto calibre con la que escritores, músicos, pintores y cineastas de pecho duro prendieron fuego a sus relatos. Historias de gloria y fracaso, héroes de arrabal con el corazón roto por un trozo de bistec. Un mundo figurado entre las sombras de la caverna, niebla de puros habanos, sangre, sudor y lágrimas. Coristas de vuelta y media colgadas de los rufianes que cortaban cuellos con el ala afilada de sus sombreros de cinta negra. En las sillas de ring bailaban los salivazos de los púgiles entre las risas torcidas de los hampones de cara cortada y las perlas ensangrentadas de sus amantes aterradas.

Ahora, en estos tiempos que nos atizan y se desparraman lánguidos y blandos, cera derretida como los relojes de Salvador, este noble deporte de rudos ha dejado de inspirar a los poetas, que han vuelto a poner el foco de su pluma en el pico bobo de los pájaros y en el ároma de las lilas. Atrás quedaron los tiempos de los percebes sin cáscara y los bravos marineros. El viento idiota que trata de cegarnos ya no despeina ni el bisoñé sudado de los majaderos, es apenas una brisa hueca y mansa que hace más tontas a las moscas. Pero aún nos queda la memoria, esa puta insobornable que  llevamos clavada en el corazón.   

Cae en mis manos como agua fresca de mayo el libro Golpes de gracia (Malpaso Ediciones), del escritor vasco Joxemari Iturralde. Un relato novelado sobre dos boxeadores guipuzcoanos, Paulino Uzcudun e Isidoro Gaztañaga,  que encarnaron, casi sin pretenderlo, la convulsa historia de la España de los años treinta del siglo pasado. Un viaje cosido a puñetazos a través de la gloria y el fracaso de ambos púgiles. No reseñaré en estas líneas las entrañas sombrías de este libro pero me sirvo de él para recuperar la figura de Uzcudun, antiguo aizkolari y del que ya pocos se acuerdan a pesar de que fuera uno de los boxeadores más importantes a nivel internacional que ha tenido España. Fue campeón de Europa y se enfrentó a ocho campeones del mundo de los pesos pesados: Max Schmeling, Max Baer, Primo Carnera, Mickey Walker, Jack Sharkey, Jack Delaney,Tommy Loughran y… Joe Louis, el bombardero de Detroit. Nunca conquistó el cetro mundial del boxeo pero en los mentones de todos sus rivales dejó bien marcada la huella de sus puños de acero. 

De todos esos episodios épicos quiero centrarme en el combate de Uzcudun con el gran Joe Louis. Sucedió un 13 de diciembre de 1935 en el Madison Square Garden, de Nueva York. En esas fechas Joe Louis tenía 21 años y ya era considerado como el mejor boxeador del mundo. El “New York Herald Tribune” lo calificaba como el campeón indiscutible y el “Philadelphia Inquirer” hablaba de él como la mejor máquina de boxear del planeta, criterio que compartían los más afamados críticos de boxeo del resto de publicaciones. Paulino Uzcudun tenía 36 años y estaba al final de su carrera aunque le precedía una buena fama de duro púgil, bravo encajador, un luchador con clase e incansable que ostentaba en ese momento el gran honor de nunca haber sido derribado en un combate, nadie le había hecho besar la lona.

En septiembre de 1935, el manager Justo Oyarzábal recibió una oferta para pelear con Joe Louis donde le ofrecían 40.000 dólares y un tanto por ciento. Paulino aceptó sin dudarlo. “Joe Louis no me asusta más que cualquier otro boxeador. Todavía no ha habido nadie que me tire al suelo, y ese negro no será el primer que lo haga”, declaró el boxeador vasco. Uzcudun llegó a Nueva York a finales de octubre en el transatlántico “Lafayette”. En los muelles del puerto neoyorkino le esperaba una representación de españoles con quienes se desplazó hasta el hotel Santa Lucía. El hombre que organizó todo lo necesario para su preparación de cara al combate era Lou Brix, quien le aportó el campo de entrenamiento en Orange Bush.

En esos días el Heraldo de Madrid daba su opinión sobre la conveniencia de esa pelea crucial: “¿Es hora ya de que Paulino deje de arriesgar su físico y su prestigio? Esa noche, al fin, pelearán Joe Louis y Uzcudun. Naturalmente, los pronósticos, por desgracia, tienen que favorecer al negro. Pero hay algo muy honroso, en medio de todo para Paulino, el interés del combate se cifra en si el púgil vasco dejará de ser el hombre nunca derribado o caerá por vez primera. Uzcudun mantiene, pues, una supremacía sobre todos los boxeadores del Mundo.(...) Tiene bastante dinero para que la de esa noche sea su última experiencia”.

La noche del 13 de diciembre de 1935 el Madison estaba a rebosar. Acudieron unas 20.000 personas a presenciar el combate, la mayor entrada en recinto cubierto registrada en los últimos diez años. Los ingresos ascendieron a 128.740 dólares. En las primeras filas, entre otros personajes del mundo del espectáculo, y de otros mundos más oscuros, estaban seis ex campeones de pesos pesados: Tunney, Dempsey, Carnera, Sharkey, Shmeling, Jack Johnson y el que era el campeón en ese momento, Braddock.

Julio César Iglesias, en 1985, escribía acerca de ese histórico suceso con su destreza habitual: “Cuando Paulino llegó a Nueva York, la población americana se dividía en las dos clases de hombres que gustaban a Mae West, los indígenas y los extranjeros. Terminada la conquista del Oeste, muertos Jesse James, Billy el Niño y Doc Hollyday, exterminados los indios y los bisontes, sólo había un modo de recuperar a los héroes, buscándolos entre el vecindario y haciéndoles boxeadores. A falta de caballeros andantes, los buscadores de mitos husmearon en los mercados, en las plazas y en las estaciones de ferrocarril”.

Suena la campana y el Madison ruge. Paulino avanza hasta el centro del ring con parsimonia y aplomo, la guardia en su sitio, al encuentro de Joe Louis. El bombardero no le pierde la cara, hunde la barbilla entre los hombros, amaga con la izquierda, camina despacio, como un cazador sigiloso, guardando la distancia. Cruce de golpes, Paulino va muy bien, no se despista. Golpea Louis y golpea Paulino, ¡golpea Paulino!, ¡atención! Louis acusa el latigazo, los fotógrafos se revuelven y se asoman bajo las cuerdas. Fogonazo de flashes entre los truenos del Madison.

Por la cabeza de Paulino se cruzan escenas de un mundo anterior mientras muerde con fuerza el bocado. Aquella pelea en Roma contra el gigante Primo Carnera con Benito Mussolini tragando saliva en las sillas de ring. Aquel combate contra Bauer ante los ojos de asombro de Edward G. Robinson y Groucho Marx pidiendo dos huevos duros. El aire cargado de Chicago en plena ley seca al ritmo que marcaba el plomo ardiente del hampa. En ese reino del crimen, en las vísperas de su enfrentamiento con Tuffy Griffiths, cuando Uzcudun recibe en su hotel la visita de Ralph, el hermano de Al Capone: “Al me ha pedido que te ofrezca mi protección. Estoy en el hotel Hawthorne. Llámame o ven a verme si me necesitas…”

El combate del Madison se va encarnizando y Paulino no se despista mientras espanta los fantasmas. Se suceden los rounds. Los tres primeros de Paulino son formidables y la puntuación a favor de Louis no es abrumadora. La valentía de Paulino en el ring maravilla a todo el mundo. Mucho tiempo después Uzcudun diría en sus memorias: “hacia el final del tercer asalto, conecté un buen uppercut en el corazón de Louis. Se quejó, pero en aquel instante sonó la campana”. Y llega el cuarto round.

Joe Louis avanza con la mirada fija en Paulino. El bombardero de Detroit está al acecho, espera su momento, mide la distancia breve que le separa de Paulino. Espera su ataque y lanza un derechazo fatal que impacta con estruendo en el mentón de Uzcudun. Paulino, que nunca en toda su historia de boxeador había sido derribado, besa la lona por primera vez en su carrera. Brota un rastro de sangre del labio roto del vasco. Escribe Julio César Iglesias que John Cullen Murphi, el autor de las aventuras de Ben Bolt, proclamaría aquel golpe como el más violento que nunca haya sido visto sobre un ring. Paulino, tragándose la sangre de su brecha, se levanta a la cuenta de siete. Ahora lanza golpes sin destino, maltrecho y ciego. Está grogui. Uzcudun se tambalea y parece inconsciente. Se dirige a su rincón. Louis va a atacarle, el español no opone resistencia y el árbitro Arthur Donovan decide parar la pelea y levanta la mano de Joe Louis. Paulino se resiste a ser vencido pero la decisión ya está tomada.  

Allí, en esa maldita lona del Madison, Paulino entonó su balada triste, era el final. El vasco lo había anunciado antes, si era derribado dejaría el boxeo para siempre: “Esta es mi primera y última caída”, dejó dicho Uzcudun amargamente pero con dignidad de buena casta. Fue el último combate de su vida.

Paulino Uzcudun colgó los guantes y dejó paso a otros púgiles que dejaron en la historia la huella de su particular relato de gloria y fracaso. Los artistas cantaron sus gestas, hasta que la luz se fue apagando en busca del aroma de las lilas.                     

             

Paulino Uzcudun y Joe Louis se desafían durante el pesaje previo a su pelea en el Madison Square Garden. 

Paulino Uzcudun, en la lona del Madison tras ser derribado por Joe Louis.