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El gran aburrimiento

O los compases de espera
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Si has empezado a leer esta página acaso sea porque no tienes nada mejor que hacer. Siempre tenemos algo mejor que hacer, si pudiéramos hacerlo. Eso no quiere decir que la estés leyendo por no tener nada mejor que hacer (aunque también se darán casos; resulta difícil comprender aquello que decía Baroja, “lo importante es pasar el rato”, porque está muy cerca de “lo más importante es perder el tiempo”). El verdadero aburrimiento es sólo un compás de espera. Casi todo lo que hacemos nace de un no hacer, todo lo valioso es el alumbramiento de un vacío, tal y como vemos que sucede con esas grandes nevadas que se hacen preceder de un silencio en verdad sobrenatural, como si llegaran tras un formidable bostezo de la naturaleza. La atención y la espera, éste es el extraño origen de aquello que merece el nombre de humano, incluso el origen del “animal de fondo”.

No se entiende, o se entiende mal, pues, que el entretenimiento tal y como suele presentarse hoy día (el triunfo de la distracción y la impaciencia) esté, desde mi punto de vista, tan valorado. Precisamente porque vivimos en la sociedad del entretenimiento, al menos en esta parte del mundo que hemos dado en llamar civilizado, será difícil encontrar uno más aburrido que el nuestro. ¿Y no es lo que algunos entienden por “descontrol” (como la diversión en grado sumo) la negación de las normas y, por tanto, de lo civilizado que hay en nosotros? De tal modo es así que algunos podemos percibir tal diversión, incluso en sus grados aparentemente más inocuos (pan, circo y fútbol), como lo más plebeyo, mientras tenemos el aburrimiento, “el gran aburrimiento”, como síntoma de refinamiento o como la conquista sin la cual no sería posible alcanzar nuestras aspiraciones. No es infrecuente que muchos se aburran cuando creen estar divirtiéndose ni que algunos pocos se diviertan con aquello con lo que la mayoría se aburre. Lo cual a menudo ofende a los primeros, como si la sociedad del ocio fuera al mismo tiempo la del resentimiento.

1,

No es sencillo ponerse de acuerdo en qué entendemos cuando hablamos de aburrimiento. En casi todas las lenguas existen varias palabras para expresarlo. Los esquimales cuentan al parecer con cuarentaiséis términos diferentes para decir “nieve” y los escoceses dieciocho para decir “lluvia”. Aburrimiento, tedio, hastío, desgana, cansancio, fastidio, abulia, acedía, apatía son algunas de las palabras que nosotros empleamos para definir un estado de ánimo que suele ser el de la melancolía, la acedía, la pesadumbre, la aflicción. Todas estas palabras, aquéllas y éstas, con su matiz propio, no siempre complementario o excluyente. A medida que las sociedades se han ido haciendo más complejas las palabras reflejan el estado emocional de las épocas. Tomemos el ejemplo del desesperado por antonomasia, Werther, el último neoclásico y el primer romántico: se suicida por hastío. Como consecuencia de ello aquel suicidio en la ficción fue imitado en la realidad en toda Europa por un buen número de werthers reales. En cambio Leopardi, en quien triunfó el romanticismo más delicado, habló siempre de noia, aburrimiento. También de uggia y de tedio. La modernidad obligó a Baudelaire a recurrir a una palabra inglesa que él universalizó: spleen, esplín. En inglés spleen es bazo, el órgano causante de las secreciones que anegan el espíritu en la melancolía y otros estados anímicos parecidos y de causa desconocida (principalmente la melancolía moderna). Entre hastío y spleen la palabra había hecho el mismo viaje que el individuo que dejaba atrás una sociedad rural para adentrarse en la ciudad moderna.

Cada época se ha planteado qué hacer con su aburrimiento. Desde los griegos. ¿No se aburrían troyanos y aqueos en las largas esperas entre combate y combate, unos junto a las naves, los otros tras las murallas de Ilión? En la Ilíada se nos dice que muchos de los males de los aqueos nacieron precisamente del aburrimiento de Agamenón. Sólo que el aburrimiento de Agamenón era como él, un aburrimiento pequeño, mezquino. En el gran aburrimiento de Aquiles, durante el tiempo que pasó solo en su tienda negándose a combatir, se gestaba la victoria sobre Troya.

2,

Se podría pensar que la civilización es la historia de una conquista: la de la felicidad, felicidad que se ha hecho depender hoy más que nunca de la palabra ocio. Ocio, opio. El ocio es el opio de los pueblos modernos, pero ¿soportaríamos este tiempo frenético sin una u otra clase de anestesia? Si al menos siguiéramos usando la palabra antigua recreo y recreación el mundo parecería menos inhóspito y sombrío. De “recreo” dice el Drae: “acción de recrearse”. El relato del Génesis cobra plenamente sentido: la creación del hombre a su imagen y semejanza fue una recreación de Dios, algo que le sacó del aburrimiento que llevaba durando toda la eternidad. El Ser inmortal se aburría mortalmente. El aburrimiento es algo divino y para Leopardi no está al alcance de todos los humanos: “El aburrimiento es raramente conocido por los hombres de poco valer y casi nunca por los animales”. En otras palabras: el aburrimiento es prerrogativa únicamente de los mejores, una forma de aristocracia, como en Hamlet. Su célebre “ser o no ser, de eso se trata” es consecuencia del gran aburrimiento que lo tenía postrado tras la muerte de su padre.

3,

Cuántas páginas dedicó el pobre Leopardi al aburrimiento, a la noia. Quien haya viajado hasta Recanati y visitado el palacio donde pasó medio recluido los primeros veintitantos años de su vida, comprenderá bien el alcance de esa palabra. La vida de aquel joven en aquel pueblo (para nuestra perspectiva actual es precioso, orillado, tranquilo con sus caserones vetustos y placitas silenciosas, pero él no dejaba de considerarlo un “poblacho de mala muerte”), sin atreverse a salir de casa para evitar las burlas de sus paisanos, y condenado al estudio como única distracción, fue un amargo suplicio, pero le debemos, paradójicamente, los frutos más felices de la poesía romántica. Él mismo se refirió a esa paradoja: con frecuencia los escritos de los autores que más han sufrido, nos sirven de consuelo, sucediendo que el hastío que los hizo desdichados a ellos, nos proporciona una verdadera distracción a nosotros. “La noia è in qualche modo il più sublime dei sentimenti umani”, leemos en sus Pensieri. El aburrimiento es de alguna manera el más sublime de los sentimientos. Lo siente así, consciente de que alguien como él, contrahecho y enfermo desde niño, no puede aspirar acaso a nada más que al aburrimiento, donde confina la sociedad a aquellos a quienes considera torvamente seres superiores. “Jamás llegué a imaginar que enterraría mis años mozos en mi pueblo natal, entre una gente grosera y vil, que ve sólo nombres raros y aun motivo de risa y de jolgorio en saber y estudiar, y que me odia y evita no por envidia, ya que no me tiene por superior, sino porque está segura de que me tengo por tal, aunque de esto a nadie di jamás la menor muestra”, nos dice Leopardi en “Los recuerdos”, uno de sus poemas más hermosos.

Y con ello señala algo que suele acompañar al aburrimiento, a saber: el desprecio (y la irritación e incomprensión sañuda) de aquellos, incapaces de aburrirse, por aquellos otros que transforman su aburrimiento en grandes obras.

4,

Hay, desde luego, un aburrimiento productivo y otro estéril.

Refiriéndose a éste sacamos de las inagotables bodegas del Libro de los pasajes benjaminianos este fragmento: “Émile Tardieu editó en París, en el año 1903, un libro sobre el tema de L’ennui [El aburrimiento], en el cual pretendía demostrar que la acción humana en su conjunto no es sino el intento, siempre inútil, de escapar al aburrimiento, mientras que al tiempo todo lo que fue, todo lo que es y será, nunca consigue sino alimentar inagotablemente dicho tedio. Uno creería, al escucharlo, encontrarse en presencia de un potente monumento literario, como un monumento aere perennius erigido en honor del taedium vitae de los viejos romanos. Mas con ello hemos dado de repente, bien al contrario de lo que suponíamos, como ciencia mezquina y arrogante de un nuevo Monsieur Homais, que convierte todo cuanto es grande, desde el valor de los héroes a la ascesis propia de los santos, en prueba irrefutable del acierto de su soso y cerrado malestar de pequeño burgués incorregible”.

Benjamin (quien estudió como ninguno la vida pequeñoburguesa en relación de los pasajes parisinos y su comercio, en general, y en particular el tedio, spleen, como motor del flâneur que buscaría en los pasajes el remedio de la angustia que padece el que habita la ciudad, en cuyas multitudes se sumerge con una vaga esperanza) sugiere que a la calidad de la acedía, se la conoce por sus frutos, heroicos o santos, en un caso, o mezquinos en otros. Dicho en otras palabras: a grandes tedios, a grandes aburrimientos y malestares, grandes obras; las obras mezquinas son fruto únicamente de un aburrimiento sin grandeza. Así parece señalarlo también el propio Benjamin en otro de los pasajes de sus Pasajes: “Nos aburrimos cuando no sabemos qué será lo que estamos esperando (…) El tedio es el umbral de grandes hechos”.

5,

Cuando decimos “un aburrimiento mortal” no estamos sino aludiendo a un irse sin retorno. El aburrimiento no salvífico acabará siendo la antesala de la muerte, se nos recuerda una y otra vez (y no hay moralista que haya dejado de hablarnos de ello, desde Joubert o Lichtenberg: “El hastío ha causado más víctimas que la voluptuosidad, más borrachos que la sed y más suicidios que la desesperación”, resumirá por todos ellos La Rochefoucauld), principalmente aquel aburrimiento inicuo derivado de la civilización (los pasajes del París romántico o de Milán o incluso de Madrid —hubo aquí dos o tres— fueron expresión suma de una modernidad cristalizada en la decantación por antonomasia que es una ciudad), de modo que cuanto más civilizados, más ociosos, y cuanto más ociosos más expuestos al tedio y a la barbarie, demostrando que la lógica del aburrimiento es tan aplastante como diabólica. Al final no parece haber escapatoria.

La gente tiende a considerar el aburrimiento como el fracaso del ocio, de cierto ocio, cuando en realidad es sólo consecuencia de ese espacio reservado a la diversión. Hemos venido a divertirnos, no lo logramos, y nos aburrimos doblemente. Por tanto, excluye el aburrimiento mezquino la mayor parte de las cosas llamadas a hacerse en “el gran aburrimiento” (en el mismo sentido que hablaba Nietzsche de “la gran salud”: la acedía, o mal del bazo, vendría a ser principio de “la gran salud”. La noia leopardiana lo salva a él, nos salva a nosotros). Pues el gran aburrimiento, el aburrimiento productivo no aspira a acabarse en diversión, en deserción de la realidad, sino a cumplirse en obra, en realidad más plena, transformando el tedio en melancolía.

6,

Los testimonios de quienes aseguraron que sus grandes obras o descubrimientos o inspiraciones procedieron de estados de aburrimiento o periodos marcados de tedio son muy abundantes. En el terreno de las ciencias el de Newton es el más conocido. Sin su sesteo bajo un manzano, las famosas leyes habrían tenido que esperar unos años. En el de las letras acaso ninguno lo exprese mejor que el muy justamente célebre, aunque olvidado, Viaje alrededor de mi cuarto, 1794, de Xavier de Maistre. Un hombre, obligado a permanecer unas cuantas semanas recluido en una habitación, da en viajar con la imaginación por toda su vida, partiendo de los grabados y muebles que le rodean. No hay lugar, por alejado que esté, ni hecho, por hundido que yazca en el tiempo remoto, al que él no pueda llegar. La experiencia de Maistre se repetirá una y mil veces en algunos condenados a prisión. En 1938 un hombre espera su muerte en un barco prisión de Barcelona. Un golpe de suerte le mantiene con vida, y aquel hombre, Sánchez Mazas, podrá escribir un año después en un cuaderno (todavía inédito): “Tu cárcel era perfecta porque además estabas condenado a muerte, y la muerte era la única que a la puerta te esperaba, era tu única preocupación, la única que te reclamaba. Figúrate la infinita libertad de un hombre, cuya única preocupación es ya la muerte. Pues es el ser más libre y despreocupado que exista, porque ha reducido ya al último mínimo posible la posible preocupación humana: morir o no morir”. Donde otros sin duda se hubieran desesperado, Maistre, Sánchez Mazas y tantos más conocen el alcance de la verdadera libertad que se les hurtó cuando estaban libres.

7

Como es sabido, no hay mayores aburrimientos ni más gratos de recordar que los de la niñez. Al niño los minutos se le hacen horas, las horas siglos. Recuerdo que los aburrimientos propios y de mis hermanos (vengo de una familia numerosa de nueve, casi todos seguidos, con diferencias de un año) se alternaban o se sumaban unos a otros, para desesperación de nuestra madre, que se veía incapaz de disipar tan siquiera unos pocos. Si al hacer alguno de nosotros una pequeña pifia, echaba mano de una muletilla (“cuando el diablo no tiene que hacer”, nos decía resignada, “con el rabo espanta moscas”), al ir alguno a ella con un “me aburro” (como quien presenta una reclamación en la ventanilla del sindicato del espectáculo), recurría a otra: “Ni pobre ni rico, sólo se aburre el borrico”. Aquella era, qué duda cabe, una invitación a hacer algo de provecho “con” nuestro aburrimiento, y señalaba de paso que el talento para sacar algo valioso del aburrimiento, como el bosquimano fuego de unos yerbajos secos y un palito, no era prerrogativa de ricos, sino de los inteligentes, “porque, al fin, trabajar es mucho menos aburrido que tener que divertirse”, tal y como decía Baudelaire en Mi corazón al desnudo.

Acaso por mi propio temperamento he visto que no ha sido uno otra cosa que un aprendiz de aburrimientos a lo largo de mi vida. No sólo porque el tedio sea ese soñar despierto al que también se refiere Benjamin, y en el que tienen cabida toda clase de deseos, sino porque finalmente ese vacío da origen a deseos inesperados que son la tregua de nuestra melancolía.

Porque, paradójicamente, la desesperación no procede nunca de quien cultiva su aburrimiento y sobrelleva su taedium vitae (dioses o santos) en una permanente espera (como quien no aparta la mirada de la semilla que ha de germinar o de esas hierbas secas junto a las que frica el palo sobre la tabla), sino de aquel que para acabar con su aburrimiento ha decidido divertirse, de divertere, que etimológicamente es huir, fugarse, correr hacia todas las partes al mismo tiempo. Y tal huida a todas partes es a un tiempo hacia ninguna. Por esa razón no se verá mayor desesperación que la de aquel que cree estar divirtiéndose, y no ya por lo que decía también Leopardi (“con el tiempo, todas las cosas llegan a causar aburrimiento, incluso los mayores deleites”), sino porque ninguna de esas diversiones van dirigidas a sí, tal y como sucede con los grandes ensimismamientos, origen de las meditaciones más fecundas.

y 8

Que la sociedad del espectáculo sea al mismo tiempo la sociedad del aburrimiento lo declara la cada vez mayor ineficacia de los remedios que esa sociedad industria para acabar con la única fuente de verdadera dicha de que disponen los hombres afortunados: su aburrimiento.

Ninguna felicidad podrá igualar hoy en mi memoria aquella hora, entonces en verdad odiosa, en la que, durante los abrasadores veranos de la niñez, se nos condenaba a hermanos y ocasionalmente primos a dormir la siesta. Arracimados en diferentes camas y en una habitación en penumbra, raramente dormíamos. Sólo el vuelo de una mosca podía distraernos momentáneamente de la verdadera ocupación de aquel bendito aburrimiento: el pensar en todo aquello que haríamos en cuanto recobráramos la libertad, y aquella voluptuosidad no era comparable a ninguna otra, de modo que si sucedía, como a veces sucedía, que acabáramos durmiéndonos, al despertar le seguía un grandísimo desconcierto y pesar, no tanto porque entrábamos de nuevo en la realidad por una puerta extraña y medio dormidos aún, sino porque lo hacíamos desprovistos de todas las armas que normalmente nos proporcionaba nuestro aburrimiento durante la vigilia.

Aquella sensación no ha desaparecido aún. Sigue pensando uno que esta vida es una sucesión de compases de espera, resueltos algunos en tal o cual acorde o sucesión breve de notas. Otros acaso, dentro de muchos años, cuando ya no estemos aquí para oírla, podrán conocer nuestra verdadera melodía completa, cantarnos como balada, y hacer de nosotros música al fin.

 
La viñeta es de Robert Sergel, Failure.