Contenido

Padres

El autor se suma al diálogo iniciado con el artículo ‘Hijos’, de Purificació Mascarell, al que sigue la réplica ‘Madres’, de Barbara Celis
Modo lectura

He leído con mucha atención el artículo Hijos, de Purificació Mascarell, y la réplica de Barbara Celis, titulada Madres. Meter una voz masculina en un debate que se expresa en femenino puede romper la armonía vocal, pero me voy a arriesgar porque siempre echo de menos una perspectiva paterna en estos debates maternales.

Escribo esto a las nueve y poco de la mañana y ya estoy agotado. Me quedan por delante muchísimas horas de actividad, con brevísimos descansos hasta la medianoche. Me he levantado un poco antes de las siete y he trabajado tomando el café a sorbos hasta las ocho y cuarto. Me he duchado y he inaugurado lo que yo llamo los tres cuartos de hora del infierno. Los que empiezan cuando arranco a mi hijo de tres años de la cama y terminan cuando se lo entrego a su tutora en la puerta del colegio, unos minutos más tarde de la hora de entrada. Procuro que, en el ínterin, desayune y acabe bien vestido, con los calcetines del mismo color y los botones abrochados en los ojales correspondientes. No siempre lo conseguimos. Esta mañana, mi hijo ha entrado en el cole con un almuerzo que parecía envuelto por un simio furioso, con un papel de plata arrugado e informe. Los otros niños llevaban envoltorios perfectos, lisos y con unas etiquetas impresas o bellamente caligrafiadas.

Tras dejarlo en el colegio, esquivo con fintas a los grupos de madres (casi todas madres, muy pocos padres) que hacen tertulia en la puerta. Pongo cara de estar muy ocupado y vuelvo a casa, que está muy cerca del colegio, para sentarme en el ordenador y tratar de hacer todo lo que tengo pendiente. A las nueve y media estoy ya exhausto. A las diez menos cuarto se me cae encima el silencio de una casa acostumbrada a ruidos y gritos de niño. A las diez lo echo tanto de menos que me dan ganas de sacarlo de la escuela.

Soy autónomo, trabajo en casa y, hasta que empezó la escolarización, lo he hecho con un niño pequeño cada vez más absorbente que me preguntaba cuándo le iba a dejar el ordenador para que escribiera también sus letritas. He escrito dos libros con ruidos, interrupciones constantes, vómitos infantiles y tirones de pelo. Al año, mi hijo aprendió a apagarme el ordenador y me perdió trabajos enteros. He comprado cinco impresoras en veinte meses porque todas se han roto gracias a muñequitos atascados en sus engranajes. No son quejas, son descripciones de mi vida cotidiana, la vida que consensué con mi pareja cuando, tras tener un hijo, nos dimos cuenta de que sus padres no podían estar trabajando hasta las once o las doce de la noche todos los días en un periódico y que uno de los dos debía quedarse en casa. Me quedé yo.

Si Purificació Mascarell se siente violenta cuando sus familiares le preguntan si se anima a tener hijos, no quiero explayarme en cómo me he sentido yo cada vez que excuso ir a un compromiso por mi hijo. Mañana tengo una lectura pública en una librería. Presentan un libro colectivo en el que he colaborado. He estado a punto de no ir, pero al final me he decidido a pasar un rato, leer mi texto y salir a la francesa sin quedarme a la cena ni a las copas que dan sentido a esos saraos y a las que, profesionalmente, me siento obligado. He dicho la verdad: tengo que bañar y acostar a mi hijo, pues su madre trabaja por las noches. Hay quien lo entiende. Hay quien no disimula una mueca de incredulidad. Hay quien, directamente, insinúa que soy un calzonazos y un mantenido. El machismo ambiental no sólo lo sufren las mujeres.

Es sólo un ejemplo suave de un día cualquiera. Puedo escribir un libro con muchos más. Un libro que tendría por objeto disuadir de la maternidad y de la paternidad a muchos jóvenes que se lo están pensando.

Cambio al vocativo para dirigirme a Purificació, pues nada tengo que apostillar al artículo de Barbara más allá de darle la razón. Mira, soy padre, y esa condición se ha convertido en parte nuclear de mi identidad. Si me tengo que definir, me defino antes como padre que como escritor o como señor con barba. Tengo treinta y seis años. Fui padre por primera vez a los treinta. Por desgracia, sólo puedo cuidar a uno de los dos hijos que he tenido. La paternidad me ha transformado. No sé si me ha vuelto más prosaico y gris, tonto y muermo, con la mente envilecida y el intelecto estancado, como tú crees que son los padres. Eso lo tendrán que juzgar los demás. Yo me gusto más. Me parezco mejor de lo que era antes de ser padre. Muchas de las cosas que era y hacía antes me parecen hoy propias de un gilipollas. Como creo que soy mejor, creo también que la gente que me rodea está mejor conmigo. Soy escritor con un sesgo muy sentimental, y mi visión de la literatura y de mi trabajo está teñida también por esas epifanías que vivo con mi hijo. La paternidad es un leitmotiv y un asunto central de mi trabajo, así como una preocupación que va mucho más allá mi habilidad para envolver almuerzos y llegar puntual al colegio.

Y, sin embargo, dicho todo esto, jamás haría proselitismo. No se me ha ocurrido nunca “animar” a nadie a ser padre. Me gustaría antes “desanimar”. Destaco siempre lo tedioso y horrible de ser padre. La falta de intimidad, la falta de tiempo, la conciencia de la muerte que te da un hijo, el sueño, la desesperación ante un llanto que no se consuela, las noches en las que desearías fumar para ir a por tabaco y no volver. Por no hablar del acoso que sufren las madres en sus trabajos, el desprecio de jefes y compañeros, la incomprensión absoluta cuando piden un cambio de horarios o escaparse un rato para ver al pediatra. No creo que la paternidad y la maternidad sean para todo el mundo. Se puede ser feliz, completo y realizado sin haber concebido jamás a un mocoso y sin saber qué es tenerlo en brazos. Si no estáis dispuestos a que vuestra vida cambie de la cabeza a los pies, usad cualquiera de los muchos métodos anticonceptivos a vuestra disposición. Hoy, la paternidad y la maternidad son elecciones. Si crees que ser madre te va a convertir en una imbécil atontada, no lo seas. Tan sencillo como eso. Fin del dilema. A otra cosa.

Pero si de verdad te preocupan estos asuntos (y algo te preocuparán, ya que te has tomado la molestia de escribir un texto), quizá puedas conversar con algunos padres con un poco de calma y sin prejuicios y descubrirás que tal vez Bécquer no, que está muy pasado de moda, pero que cada noche les leen o se inventan cuentos fabulosos, que se preocupan mucho por lo que aprenden y lo que sienten sus hijos y que intentan, unas veces con más éxito y otras con desesperación, acompañarles en su primer reconocimiento del mundo, ofreciéndoles un refugio, un lugar al que volver. Tal y como hizo tu madre, con la que comparto la artritis psoriásica, que es genética y no causada por el estrés de la paternidad, aunque tiene consecuencias terribles en la relación con mi hijo. Entre ellas, que no puedo cogerle en brazos. Hay muchas escritoras que han escrito hondas y fascinantes páginas sobre la maternidad. Escritores, menos, pero empieza a haberlos, y no necesito ponerme de ejemplo.

Como ves, me pongo asquerosamente paternal. Ese es mi yo padre. Antes de tener hijos, mi respuesta habría sido mucho más cínica y fulminante. De esas cosas, me he quitado. Tal vez porque tengo el intelecto dormido.

 

Este artículo ha sido precedido por (y trata de responder a) Hijos, de Purificació Mascarell [leer aquí]; y Madres, de Bárbara Celis [leer aquí].

 
2011. Brooklyn, NY. Atlas vuela sobre el skyline de Manhattan, bajo una luz dorada. Fotografía de Marion Durand publicada en el número 3 de la revista El Estado Mental (págs. 108-114); forma parte del proyecto Son, realizado conjuntamente con el fotógrafo Christopher Anderson.