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Johnny Cifuentes

Un Burning que sigue ardiendo, elegido para el rock and roll
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Fotografías de Ricardo Rubio

Llegó un día en que tuve que decirle a mi padre que dejaba el curro del taxi por la música y nunca volvió a hablarme. Tendría sus razones, pero nunca más cruzamos una palabra. Se llevó su pesadumbre a la tumba.

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Había que meter pasta en casa y mi padre, que era taxista, me puso a currar a los catorce años en la Cooperativa Autotaxi de Madrid, que estaba en la calle Modesto Lafuente. Hasta allí, en el quinto pino, desde mi casa en Carabanchel, me iba todas las mañanas en metro. Así que dejé mis estudios de Bachillerato y me puse a trabajar. Quién sabe lo que podría haber sido de mí si hubiera seguido estudiando, nunca se sabrá. En ésas estaba cuando en una fiesta de cumpleaños me regalaron un disco de un grupo español de los sesenta y, al abrirlo, apareció un single de The Doors, “The Changeling”, del álbum L. A. Woman. Bendita equivocación porque aquello marcó mi vida. Yo vivía en mi habitación, ése era mi mundo y salía lo justo, a comer, a la calle, y poco más. Me habían regalado un viejo magnetofón Lenco y arrancó en mí la locura de la música. Daba unos berridos en mi habitación tremendos porque grababa todos los programas de música de la radio, sobretodo los del Mariscal Romero. Y me ponía “Sympathy for the Devil”, “Brown Sugar” y todo lo de los Rolling, y lo cantaba a grito pelado en mi cuarto sin tener ni puta idea de inglés, por supuesto. Un día llamaron a la puerta de casa y eran unos chavales, vecinos míos, que me estaban oyendo todos los días y me propusieron ser el cantante del grupo que tenían. Tenía 16 años y no lo dudé, fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Así que empezamos a ensayar en un trastero que tenía el padre de uno de ellos en el barrio de Orcasitas, casi todo Rolling Stones, y algo Beatles, porque el guitarrista que teníamos cantaba muy bien sus canciones, vamos, que lo bordaba, mucho mejor que McCartney y Lennon. Y ya estábamos listos para tocar en directo. No nos faltaron actuaciones en el lugar donde empezó todo de verdad en esos primeros años 70, en esos pueblos de la provincia de Toledo, Yuncos, Yuncler, Recas…, no sé. Todos esos pueblos fueron los que dieron de comer al rock and roll de Madrid durante mucho tiempo, era la hostia.

Ya medio lanzados, de Orcasitas nos fuimos a los locales de ensayo de Papi, en el kilómetro 12 de la carretera de Barcelona. Allí estaba todo el meollo del rock, por ahí pululaban Los Canarios; Franklin, con Antonio García de Diego y Carlos de Castro, que fue el origen de Barón Rojo; Ana y Johnny, no sé, mucha gente. Todos tocaban muy bien, menos nosotros, que nos llamábamos Zovax, un nombre raro que nunca supe de donde venía, pero íbamos aprendiendo. Yo me encargaba de cantar las canciones de los Stones y el batería, Snoopy, cantaba lo de Beatles. Y de repente por allí apareció un monje de Tarragona, Jaume Moncusí, que le habían mandado a hacer la mili a Madrid y tocaba el órgano en las iglesias, y yo me colaba en su local para escucharle. Joder, el tío, tocaba temas de Pink Floyd que te quedabas alucinado y le rogué que me enseñara a tocar ese instrumento. El tío se enrolló, me enseñó los acordes, el significado de las teclas, me enseño mucho. Cantaba y también empezaba a tocar el órgano mientras mi grupo se iba yendo por el sumidero. Uno a uno se iban descolgando por diversas razones y yo me estaba quedando solo. Bueno, no tan solo. Dos locales más allá del nuestro escuchaba cada día tocar canciones de los Stones y, al abrir la puerta, dentro estaban Toño, Pepe Risi, el Langstrum y Tito, o sea, Burning. Yo iba solo a mi local de ensayo a practicar las enseñanzas de órgano de mi amigo el monje y una tarde de primavera de 1974 entró el Risi, nos saludamos de aquella manera, y me propuso unirme a su grupo para tocar el teclado. Me daba lo mismo que la intención real del Risi fuera hacerse con el equipo de sonido que teníamos nosotros, que era mil veces mejor que el de Burning. Siempre he creído que no le interesaba una mierda que yo tocara los teclados, lo que quería era ese equipo, pues muy bien. Y me fui con Burning, y con todo el equipo de sonido, claro.

La banda estaba formada, eran colegas de toda la vida, amigos del barrio de La Elipa, y yo estaba encantado de estar con ellos. Éramos una familia auténtica, uña y carne, pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos. Los inicios musicales fueron bastante salvajes, nos gustaban los Stones, pero también hacíamos temas de Black Sabbath y de otros por el estilo. Había cuatro garitos por Madrid en los que quedamos de puta madre cuando actuábamos: M&M, en Diego de León, que fue un poco el templo del rock and roll madrileño y nacional; el Red Gold, en Carabanchel, donde he visto las tías más bonitas que recuerdo. Era cuando se llevaban los pantalones de piel de melocotón, así ajustaditos, y les hacían a las chicas unas piernas inolvidables. También estaba el Canciller, en El Carmen, y La Argentina, en San Blas. Corría el año 1975, la cosa social y política estaba algo revuelta, Franco la iba a diñar, pero a nosotros todo eso nos la sudaba, sólo nos interesaba la música. Yo me levantaba a las siete de la mañana para ir a currar, luego iba a mi casa de Carabanchel a comer, volvía al tajo a las cuatro y media y a las ocho de la tarde me pillaba el metro hasta Ciudad Lineal y luego cogía el autobús P4 hasta los locales de Papi, y allí ensayando hasta la medianoche, con mucho cuidado de no perder el autobús de vuelta. Ésa era mi vida, algo salvaje, pero lo volvería a hacer mil veces. El grupo tenía muy buena pinta; además, estábamos lanzados al rollo glam y eso, los New York Dolls, los Slade, nos iba el mariconeo de provocación, nos pintábamos la cara, rímel en los ojos, estrellitas en la frente, joder, mucho glam rock. Queríamos ser como los New York Dolls, hacer canciones como Lou Reed, salvajes como Slade, íntimos como T-Rex, había una mezcla de cosas que nos molaban mucho, y los Stones siempre latiendo de fondo.

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Era divertido porque yo le pintaba a uno y otro me pintaba a mí, todos nos pintábamos a todos. Enrique, el bajista, se encargaba del material de pintura. Lo de la imagen nos lo tomábamos muy en serio; Pepe Risi decía que había que ir, primero, para la prueba de sonido, de preactuación, es decir con un atuendo “maqui” adecuado, y luego nos pondríamos la ropa definitiva para el concierto. Y lo sigo defendiendo. Esos que se suben a tocar como si estuvieran con almorranas y mirando al suelo, no, hombre, hay que ser estrellas, si sabes hacerlo y tienes huevos para ello. Burning le dio siempre mucha importancia al tema del show. Tratábamos de escenificar nuestras canciones, hacíamos versiones largas que llegaban a durar 12 minutos, y eso tenía su miga y no nos cortábamos nada con toda la energía que teníamos. Nos sentíamos los más fuertes del mundo, únicos. Y todo el rollo político no nos importaba nada, estábamos metidos de lleno en el corazón del rock and roll, y eso podía con todo. Y seguíamos trabajando: yo en la cosa de los taxis, Pepe y Toño descargando muebles en una empresa de Torrejón, y Enrique, el bajista, en la Telefónica, donde aún sigue el tío. Entre las salas de la época, aparte de las que ya he comentado, estaba J&J, en la Gran Vía, que era un rollo más bien formal y de secretarias pero, no sé, les debió atraer nuestra manera de estar en el escenario y nos contrataron una noche junto a un grupo de chinas preciosas que tocaban rock and roll y que fueron de teloneras. De ahí salió algún rollo romántico y sexual con alguno del grupo, pero ésa es otra historia.

El caso es que entre el público estaba Gonzalo García Pelayo y, al acabar la actuación, se pasó por el camerino y nos preguntó, con su peculiar acento andaluz, si queríamos grabar un disco, y claro, cómo no, muchas gracias, señor. Todavía no habíamos compuesto canciones nuestras, todo eran versiones. Así que nos obligamos a escribir canciones y sacamos nuestro primer single: “I’m burning”, en inglés, sin tener ni puta idea, pero Gonzalo estaba convencido de que íbamos a conquistar el mercado europeo, cosas de los managers. Yo no sabía ni lo que quería decir “Jumpin’ Jack Flash”, joder, o “Let It bleed”, o “Gimme Shelter”, pero a mí me daba igual, no me importaba lo que dijeran, me llegaban tan dentro esas canciones que casi prefería no saber su significado, por si las moscas.

Fue muy complicado y sigo creyendo que un inglés al escuchar “I’m burning” no se podía enterar de lo que estábamos cantando. Pero esa canción era la hostia, buenísima, y aún la seguimos tocando. Se me caían las lágrimas en la pechera del mono cuando estaba currando en la cooperativa del taxi y sonaba la canción en la radio mientras le vendía piezas a un pollo. No sabía cómo decirle que no me enteraba de nada de lo que me estaba pidiendo porque estaba escuchando mi disco “I’mmmmm burninnnnng!”. Joder. Eso sirvió para darnos a conocer, nos hacían entrevistas, sonábamos en la radio y también en esos primeros programas de televisión del UHF. Después grabamos otro single más, “Like a shoot”, y fue otra gran canción, pero Gonzalo se fue desinflando porque empezaba el rock andaluz y a él empezó a irle más ese rollo, Smash, Triana, Alameda, Medina Azahara y todo eso. El caso es que nosotros seguimos a lo nuestro hasta que apareció Jordi Vendrell, un tío de Barcelona, de la compañía Belter, interesado en vernos. Nos preguntó si teníamos canciones y le dijimos que sí, mintiendo como cosacos, y en 1977 grabamos el disco Madrid, en los antiguos estudios Kyrios, que cayó muy bien en los medios más underground a pesar de que la producción fue penosa. Con el tiempo, el disco se convirtió en algo mítico y mucha gente nos intentó convencer de que lo mezcláramos de nuevo, pero al final decidimos no retocar nada.

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Poco después, en 1978, llegó el drama familiar cuando me planteé dejar el curro del taxi para dedicarme a la música. Y, joder, mi padre era taxista, y eso él lo veía todas las noches dentro de su taxi; a un taxista no se la puedes jugar de cualquier manera. Era su forma de pensar, él sabía la gente que cogía por las noches, la vida del rock and roll y todo eso, lo llevó muy mal. Procurábamos no cruzarnos en casa. Llegaba a las cuatro o a las cinco de la mañana y entraba como un gato en casa y me largaba antes de verle, hasta que la situación fue insostenible porque el grupo cada vez me pedía más tiempo y había que buscar una salida. Y ahí estaba mi madre, las madres son las que sostienen el rebaño y con las que siempre tienes más cercanía. Le comenté el asunto de dejar el trabajo y me dijo que si pensaba decírselo a mi padre, mejor que lo hiciera fuera de casa. Y un día se lo dije, entrábamos en el portal y cogimos el ascensor, vivíamos en un segundo piso. Y en esos 20 segundos de viaje le solté el marrón. Papá, que voy a dejar la cooperativa para dedicarme a la música. Entonces, mi padre se me quedó mirando fijamente y me soltó que si le pegaba un tiro en ese momento no le haría tanto daño. Tras una pausa, me dijo que tenía que irme de casa y que si quería volver algún día a comer o a lavar la ropa le diera a mi madre algo de dinero. Supongo que intentó intimidarme, no sé, a ver si daba marcha atrás, pero él no sabía que yo tenía dentro ese veneno invencible. Ya tenía claro que si volviera a nacer 20.000 veces volvería a formar parte de una banda de rock and roll, porque cada noche que acababa un ensayo o un concierto yo me sentía transportado a otra galaxia, a otra dimensión. Me sentía un tipo elegido, siempre pensé que la música nos eligió a unos cuantos y ahí seguimos.

Nunca hicimos las paces mi padre y yo. Desde ese día nunca nos volvimos a hablar. Se fue a la tumba convencido de que eso no era vida, que eso no acabaría bien, y, bueno, no le faltaba razón porque él veía eso todas las noches en el taxi, cómo la mierda de las drogas, el alcohol o lo que fuera acababa con la vida de mucha gente de la música, y con la vida de todas sus familias. Él habría sido muy feliz si yo hubiera llegado a ser encargado de esa cooperativa de taxis, pero no ocurrió. Me fui a vivir a una buhardilla por el barrio de Chueca en la que estábamos arremolinados diez o doce tíos. Unos hacían fotos, otros eran estudiantes, otros se dedicaban al teatro o al cine, era una época en la que empezaban a moverse cosas. Sonaba Hilario Camacho en un pequeño tocadiscos y bebíamos vino y comíamos chuleta de cerdo de aguja, que era lo más barato. Estábamos lampando, en la miseria, porque no se podía vivir de la música para nada, aunque cuando cobrabas eras el rey del mambo, pagabas la cuenta del bar de abajo, te dabas un pequeño homenaje e invitabas tan contento al personal. Los dueños de los bares tenían su punto sensible, veían los caretos y las pintas que teníamos y te cuidaban lo que podían. Nosotros los músicos no hemos sido nunca hijos de puta, y ellos lo sabían, por eso nos fiaban, sabían que cuando pilláramos algo de pasta íbamos a responder. No era una vida cómoda, pero era un sueño de vida. Yo me sentía poderoso cuando subía esos escalones que separan la realidad de la magia. Ese momento en el que pisas el escenario y no te quieres cambiar por nada ni por nadie. Yo lo he pasado de puta madre, nadie me escuchará quejarme por las penurias que pasamos en aquella época.

Cómo te ibas a quejar si Madrid empezaba a arder por la noche y estaban los drugstores, el de la calle Fuencarral y el de Velázquez, esos primeros bares after hours que no cerraban nunca y donde se juntaban familias de todo pelaje. Por allí paseaban escritores raros, artistas, los primeros travestis, vedettes venidas a más y a menos, todo el mundo se concentraba ahí y la policía pasaba de todo, nos dejaban ahí tranquilos pensando que mejor tenernos en un sitio recogidos que dispersos por la ciudad. Y bueno, tampoco es que montáramos mucha bulla, para nada, no éramos gentuza y no había nadie peligroso, por lo general. Muchas noches, muchas noches, qué gran sitio, era tu casa, y si tenías pasta, mucho mejor. Y, como si tal cosa, se cruzó lo de la película de Fernando Colomo ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? Tenía el título, la música, en fin, y ya había hecho una criba porque le habían propuesto hacer el tema a Ramoncín y a otros músicos, incluso al gran Luis Eduardo Aute, y fue Jesús Ordovás el que nos recomendó a Colomo. Supongo que no tenía ni puta idea de quién era Burning, pero hizo caso a Jesús, lo más seguro para quitárselo cuanto antes de encima. El caso es que ese día era viernes y le dijo a Ordovás que el lunes le lleváramos algo. Pues nada, nos fuimos al cuarto de Toño, en su casa de La Elipa, calle Apóstol Santiago, y allí estábamos todos intentando darlo todo. Los acordes eran muy cercanos a Lou Reed, la canción es muy de Lou Reed, pero el título se las traía. Joder, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?, a ver cómo coño encajabas eso de corrido. Pues lo hicimos, Toño se encargó de escribir la letra y en un solo día ya teníamos la canción. El lunes a las nueve de la mañana nos presentamos a Fernando Colomo, en el estudio de grabación arreglamos algunas cosas, y al tío le encantó. Es una canción que no se arruga, siempre la hemos tocado y la seguiremos tocando. De repente nos llegaron 300.000 pesetas de 1979, una pasta, gracias a la canción de la peli. Ufff, y dijimos, vamos a darnos una puñalada. La puñalada era repartirnos la pasta. Con los que nos tocó, Pepe, Toño y yo nos fuimos a Ibiza porque no conocíamos la isla y tenía buena pinta. Reducto hippy, tías buenas, rollo a tope, en fin, nos duró una semana el cuartel. Hicimos todo lo que se pueda imaginar y nos lo pasamos de puta madre. Había un grandioso rollo entre nosotros, entre todos los que formábamos Burning. Esa canción, “¿Qué hace una chica como tú…?”, nos abrió las puertas a estadios, giras, festivales junto a grupos que no querían tocar con nosotros como Iceberg, la Dharma y su puta madre. Tocamos junto a Triana y estábamos en todos los grandes festivales y teníamos una energía estupenda que luego empezó a apagarse.

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Todavía fumábamos porros y bebíamos, pero no se había cruzado el puto caballo. No sé cómo pero empezamos a relacionarnos con artistas y gente como Eduardo Haro Ibars, su hermano Eugenio y, en fin, la gente que les rodeaba; por allí también andaba Panero. Y ellos ya controlaban el asunto de la heroína y esas cosas. Ahí empezó todo, los primeros toques, y a unos les gustó más que a otros. Todos lo probamos, yo vomité como un animal y les dije que eso era para ellos, que yo prefería mis porros y mis cervezas, y a Pepe y Toño les moló más y siguieron con el tema. Pero éramos unos ignorantes porque todos estábamos fascinados por Keith Richards, Lou Reed, Bowie y algunos más, y sabíamos que tiraban de la heroína y otras sustancias para crear sus obras y todos queríamos ser como ellos y creíamos que con dos chutes íbamos a ser los reyes, y eso se nos fue bastante de las manos porque eso era mentira. Y toda esa mierda empezó a afectar a la banda, a Burning. De ser un grupo muy energético y trepidante en el escenario, el consumo del caballo desaceleraba mucho el asunto. Y al principio seguíamos igual de unidos, pero luego ya era la heroína la que marcaba el ritmo. Yo me había apartado de ese rollo, pero Pepe y Toño se estaban enganchando cada vez más y seguían con ese grupo de gente que controlaba el tema. Y claro, ya no pasábamos tanto tiempo juntos porque ellos se iban a donde pudieran ponerse un pico. Siempre hacían el mismo comentario, “hay un material por ahí que es la hostia”, y la atención se dispersaba. Pero incluso con esta nueva situación nos fuimos a vivir juntos a Torrejón porque no se había ido el buen rollo que teníamos. Allí aún estaban los americanos de la Base y nos instalamos en una colonia, montamos el equipo base de ensayo y compusimos el disco Bulevar, con canciones como “Es especial” o “No es extraño que estés loca por mi”. “Es especial” era una canción de The Shangri-Las, pero nosotros no teníamos ni puta idea porque se la habíamos escuchado a The New York Dolls y en los créditos pusimos que desconocíamos quién era el autor del tema, hasta que llegó la compañía Belter y concluyó que el autor era Burning y a tomar por culo. Luego, tipos como Rafael Abitbol nos dieron mucha caña por la radio acusándonos de plagio y esas cosas, pero bueno. Estuvimos dos años viviendo juntos en Torrejón y nos lo pasábamos bien, pero la señora heroína seguía muy presente, aunque Pepe Risi siempre actuó como un caballero, un heroinómano muy elegante y, sobre todas las cosas, todo un genio. He pensado muchas veces que, a lo mejor, si no hubiera sido por la heroína no se habrían creado esas canciones tan hermosas. Así es el destino. Toño se volvió un poco más huraño, ésa es la verdad.

El caballo cada vez se imponía más, aunque nos unía el vínculo de la música, el rock, por lo que empezamos y nos hermanamos, hasta que todo se fue desgajando como una mandarina y me tocó llevar la diligencia, ponerme a los putos mandos, vamos. Siempre íbamos juntos a Autores a cobrar lo nuestro, Pepe, Toño y yo. Ellos dos tenían más porcentaje, el 60 iba para ellos y el 40 para mí, pero daba igual, se juntaba toda la pasta y nuestra primera parada era la cervecería de Santa Bárbara, muy cerca de la sede de Autores, y nos poníamos hasta el culo de buena cerveza y lo que fuera. Hacíamos nuestros planes, vamos a hacer esto y lo otro, el ambiente era bueno. Hasta que en el último reparto se torció el asunto. Entró en la banda un tío de bajista que nunca debió entrar, un tal Víctor Manuel que también le daba a la chuta, y ahí se jodió. Era 1983, creo, y Toño le daba vueltas a marcharse a Bilbao. Estaba claro, el Víctor Manuel tenía allí contactos varios y corría mucho el burro y le comió la cabeza a Toño. Ese día estábamos solos los tres y Toño nos dijo que se largaba, y como sabía que yo estaba fuera de ese rollo del caballo, le dijo a Risi que se fuera con él. Y Risi se le quedó mirando, le dio un trago a su cerveza, se quedó pensando un ratito, porque Pepe era muy listo y muy familiar, amaba por encima de todo a su madre Natalia, más que a nada en el mundo, y le dijo a Toño que se quedaba conmigo, sobre todo pensando en su madre, que vivía muy cerca de su casa. El padre de Pepe era cartero y le enseñó a tocar la guitarra. Cuando a todos nos habían echado de casa, nuestro hogar era la casa de Pepe y era donde celebrábamos las fiestas, los cumpleaños y todo. La señora Natalia era modista y nos hacía la ropa, telas de flores acampanadas, chaquetas maravillosas, cosía y nos probaba las prendas, era un ángel. La familia de Pepe estaba muy a favor del rollo artístico y de la música y nunca le ocasionaron problemas como me ocurrió a mí, por ejemplo. Así que Toño se marchó. La heroína le fue aniquilando, le fue anulando el talento, esa mierda te podía hacer mucho daño, y con el paso del tiempo estoy seguro de que se arrepintió. Pepe y yo recompusimos la banda con mucha tristeza y sin lanzarnos a cantar del todo ninguno de los dos, pero teníamos claro que no podíamos meter a un cantante. Grabamos Noches de rock and roll, que fue como una huida hacia adelante, nos salió muy bien, ahí estaban temas como “Una noche sin ti”, “Esto es un atraco, nena” o “Y no lo sabrás”, una especie de lamento por la salida de Toño. Esta canción la escribió Pepe con una elegancia superior, la grabamos y nunca la tocamos en directo. Fue un momento de rabia, Toño y Pepe se conocían desde niños, jugaban al fútbol en La Elipa, lo compartían todo y a Pepe le dio mucho por culo que Toño se diera el piro.

Tras ese final lamentable de la cervecería Santa Bárbara con la marcha de Toño, yo pensaba a dónde iba a ir a parar toda mi vida, que era Burning, todos mis sentimientos, la razón por la que yo seguía vivo. Todo eso era Burning. Y sin decir nada a nadie me fui un día al Registro de la Propiedad y pregunté si el nombre Burning estaba registrado como banda de música, me dijeron que no y lo registré a mi nombre, Juan Antonio Cifuentes. Lo hice para que la historia no se escapara por el sumidero y se lo conté a Pepe y me dijo que había hecho muy bien. Todavía hay alguno que me tacha de interesado por haber hecho eso, me lo dijo Toño en su momento y todo el corrillo familiar que le rodeaba. No fue una traición, fue un acto reflejo porque temía que ese pedazo de vida mía se destruyera para siempre.

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En esos tiempos ya sonaban mucho los grupos de la Movida y nosotros siempre estuvimos en una especie de tierra de nadie. Fuera del rollo hippy y del rock duro y social de los setenta y, también, a un lado de las bandas modernas que surgieron a primeros de los 80. Pepe conoció a Emma, una diosa espectacular, tenía 17 años y era la hija del dueño de D’Angelo, uno de los clubs de señoritas más famosos de Madrid. El caso es que al papá de la niña no le gustaba nada que su hija saliera con el guitarrista de Burning y denunció a Pepe por estupro. Una vez fuimos a tocar al Teatro Martín, junto a Malasaña, y tras la prueba de sonido se presentaron cuatro polis de paisano, con una pinta de “estupas” tremenda, preguntaron por Pepe y se lo llevaron detenido. Esa noche no pudimos actuar. Pepe fue directo al calabozo de los juzgados de Las Salesas. Mal rollo. Al rescate salió un tipo estupendo que tuvo mucho peso en esos años 80 tan rompedores, Tono, el dueño de El Pentagrama, El Penta. Yo “pinchaba” en ese bar de vez en cuando y le comenté el problema, y alguien reconoció a la chica y nos comentó que había salido desnuda en Interviú, un dato esencial y muy válido como elemento de prueba para sacudirle el marrón a Pepe. Nos recorrimos todas las hemerotecas para encontrar ese número de Interviú y al fin nos hicimos con él. Esa era una prueba de peso para el juez. Estábamos tan contentos en el fantástico Ford de Tono hojeando la revista sobre el techo del coche y salimos pitando hacia Las Salesas, y al poco rato nos dimos cuenta de que el Interviú había salido volando porque nos lo habíamos dejado en el puto techo del Ford. ¡A la mierda la gran prueba! Llegamos a los juzgados y Tono empezó a mover hilos, era un tipo mucho más importante de lo que creíamos. Llamó a alguien por teléfono desde una cabina de la calle, nunca nos dijo a quién, y un rato después Pepe salió libre por otra puerta y se marchó a su casa.

Volviendo al Penta de mi amigo Tono, por allí paraban todos esos grupos de la Movida; nos conocíamos, pero ellos no eran de nuestro rollo. Estaban Nacha Pop, Los Secretos, Mamá, Los Elegantes, Alaska, todos, estaban todos. Yo me enteré de que había Movida y todo eso una noche de invierno que salí solo y vi las calles llenas de gente disfrazada de mil cosas. Eran los primeros carnavales que se autorizaban en el Círculo de Bellas Artes después de mucho tiempo y la calle era un festival y me di cuenta de que todo había cambiado en Madrid. A mí me ha gustado Madrid siempre de todos los colores, gris, negro, blanco, de todos, pero esa noche me percaté de que todo era muy distinto a todo lo anterior. Y una de esas noches aterricé por El Penta a las tres o cuarto de la madrugada, un poco antes de que echaran el cierre, con un pedo de categoría. Pedí una birra como pude y le dije al camarero que quería escuchar “Sweet Virginia”, de los Rolling Stones. El tipo se me quedó mirando sin decir nada y Tono, que estaba al otro extremo de la barra, soltó: “¿Por qué no subes y te la pones tú?”. Y yo, vale, dabuten, tío; joder, tardé no sé cuanto tiempo en encontrar el disco, lo pinché y de puta madre. Y después Tono, que no sé yo si sabía algo de mí ni de Burning, me preguntó si me interesaba pinchar en el bar, y yo encantado. La primera noche, el encargado, Mariño, me dijo que había dos posibilidades de pago, o un dinero fijo cada noche o barra libre. Y yo no lo dudé, elegí barra libre. No quería pasta. Fue una idea magnífica. Entraban mis amigos, los que fueran, los del grupo, no sé, y a beber como cosacos y a mi costa. Y el Mariño comiéndose las uñas pensando en el lío en que se había metido. Y entre todo ese trasiego de pelos pintados, chupas de cuero, botines y la mejor música de pop y rock, se acercó una noche a la cabina donde yo pinchaba un tía y me pidió una canción de Bob Marley. Era una chica preciosa, vestida de blanco, radiante de verdad, y le dije que por qué no me ayudaba a buscar el disco, que estaría en algún rincón. Y me llamó guarro y algo más, pero esa chica nunca más se separó de mí y sigue siendo mi mujer.

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Esos grupos modernos sabían perfectamente lo que suponía Burning, y la relación era muy fría, muy respetuosa, pero distante. Esos grupos ponían verde a Topo, a Ñu, Asfalto…, pero con Burning tenían más cuidado, aunque no contaran con nosotros. Siempre seguimos nuestro camino en solitario; si los otros se acercaban, bien, y si no, también. Con el único que tuvimos más ligazón fue con Antonio Vega, sobre todo Pepito. La canción “La chica de ayer”, de Nacha Pop, tiene el mismo ritmo y la misma cadencia que el tema “¿Qué hace una chica como tú…?”; bueno, son influencias normales, igual que nosotros teníamos otras. De todas formas, Antonio Vega era un tipo muy difícil, y alguna vez me decía: “Johnny, tú no vendrás como todos, con el rollo ese de padre, de que deje el caballo y demás…”. Antonio era un excelente guitarrista, aparte de un gran escritor de canciones, y admiraba mucho a Pepe, entre los dos tenían un rollo muy especial. Ese aire de El Penta era bestial porque la gente iba mucho a Londres y por ahí y traían discos fabulosos de Elvis Costello, Graham Parker, Nick Lowe, los grandes de la new wave, y yo los pinchaba encantado. Con Alaska, Nacho Canut y otros músicos del momento no teníamos ningún rollo, no sabían afinar ni tocar pero la verdad es que eran muy atrevidos. De todas formas, yo, que había empezado de esa manera o peor, no era nadie para juzgar a nadie. A nuestro lado han pasado todo tipo de estilos, punkis, mods, rockers, nuevos románticos, de todo, y nosotros siempre seguimos en ese filo de la navaja, estábamos muy seguros de lo que hacíamos y no nos preocupaba lo de los demás. Yo no tenía nada que ver con la Movida, pero me la comí entera y me supo a gloria bendita, me lo pasé como en mi puta vida. Con quien sí tuve buena relación fue con Lorenzo Rodríguez, el dueño de Rock-Ola, allí tocamos seis o siete veces. Lorenzo era del Atlético de Madrid a muerte, un tío grande en todos los sentidos, no sólo por sus dos metros de estatura, y con una capacidad de charla acojonante. Entendió nuestro estilo, creyó en Burning y nos hizo un hueco entre el jaleo de grupos nuevos de la época.

El genio de Pepe no decayó nunca, aunque se iba deteriorando poco a poco. Yo tiraba del grupo y él escribía canciones, y en el local les daba los toques precisos. Me hacía gracia cuando cobrábamos algún dinero y yo le decía a Pepe que era bueno dejar un “remanente”, dicho tal cual, para gastos imprevistos, comprar cables, pagar ensayos, no sé, y él decía, muy bien, Johnny, muy bien, de puta madre. Y a la semana me llamaba y me decía que le había dado “matarile” al remanente ése por cosas suyas que tenía que comprar. El mismo rollo de siempre. Yo quería tanto a Pepe que nunca tuve la sensación de que estuviera malo, jodido físicamente. Se contagió de hepatitis B, que es una hepatitis muy jodida, y el médico le obligaba a hacer reposo. Pues bien, si salía un contrato en cualquier ciudad le sentábamos entre los del grupo en la furgoneta, y le llevábamos en palmitas a donde fuera. Parecía desfallecido hasta que se colgaba la Gibson negra. Yo le ayudaba a subir los escalones que llevaban al escenario y allí le dejaba y entonces se transformaba en cuanto empezaba a rascar la Gibson. El concierto transcurría lleno de poder, fantástico, pero al finalizar volvía a desplomarse y había que llevarlo a casita. De verdad, la única vez que vi mal a Pepe fue el día que se murió.

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Antes de eso, en 1991, llegó la noticia de la muerte de Toño, y eso fue muy triste porque no me lo esperaba, ni Pepe tampoco. Joder, nosotros tuvimos muy mala suerte con el tema del caballo, la ignorancia por el intercambio de chutas, lo que suponían los chinos, que era abrasarte los pulmones, en fin. Eso acabó mal y la pérdida de Toño fue tristísima y, siempre lo diré, tanto Toño como Pepe vivieron unos episodios tan emocionantes, tan llenos de energía y amor, momentos únicos que pocos que han llegado a los noventa años han podido saborearlos.

Y seis años después, en 1997, se murió Pepe, y eso ya sí que casi me mató a mí también. Por encima de la música y todos los rollos yo tuve una relación con Risi de hermanos de verdad, pasábamos él y yo más tiempo juntos que con nuestras familias. Sus últimos días, joder. En el hospital tenía una especie de máscara en la cara para respirar y me pedía que le dejara dos cigarritos en el baño, escondidos. Me inclinaba para escucharle y me decía que el tipo que estaba en la cama de al lado iba a palmar porque tenía una pinta fatal, ¡que cabrón! Y luego estaba pendiente de las actuaciones que teníamos previstas. Tío, decía, prepara bien los temas que tenemos un bolo la semana que viene en Palma de Mallorca. Creo que estaba convencido de que iba a salir de esa historia, hasta que un día el médico me lo puso muy claro y muy crudo: mira, Johnny, tu amigo ya no sale de ésta. Y no salió. Cuando murió Pepe, los músicos que estábamos hicimos una especie de promesa, estaba claro que teníamos que seguir adelante, no solamente por Pepe, sino por nosotros mismos. Yo siempre le he dado a Burning mucha más importancia que a nuestras propias vidas. Siempre sentí que era un acto de fe, o una misión religiosa que había que cuidar. Y cuando murió Pepe nos fuimos todos a emborracharnos, cómo no. Escuchamos en el bar las canciones que le gustaban y le escuchamos cantar a él. Esa noche vino Loquillo a El Cocodrilo y entre tragos de Jack Daniel’s no paramos de llorar. Al día siguiente enterramos a Pepe. Y en la fosa arrojamos una botella de Jack Daniel’s, un disco de los Stones, un pañuelo que le gustaba mucho, no sé, esas cosas que se hacen, joder. Y sólo se me ocurría pensar en seguir haciendo buenas canciones y shows cojonudos. Toda esa etapa fue grandiosa, viajar en primera clase: o sea, hacer lo que tú siempre has querido y ser un tío feliz con una sonrisa bien grande. Eso es viajar en primera clase en la vida.

Me costó mucho llevar esa “diligencia”, los mandos de Burning, y procurar que la banda no se viniera abajo. Y ahora vivimos un momento de esplendor que me hubiera gustado compartir con mis amigos Pepe y Toño. Acabamos de hacer uno de los mejores discos de nuestra historia, Pura sangre, y todos los temas están inspirados en aquella época inolvidable. Tenemos un reconocimiento que nunca tuvimos y me siento más tranquilo y con el depósito lleno, a tope. Y ahora voy a hacer otro disco porque sigo convencido de que soy un tipo con suerte, un tipo elegido para el rock and roll. Siempre lo he pasado muy bien, desde que empecé con 16 años la sensación sigue siendo la misma, no ha cambiado nada, aunque echo mucho de menos a esos compañeros de viaje. Y ahí sigo, como esa canción de los Doobie Brothers, “Tren de largo recorrido”: llevo con Burning 42 años, con mi nena estoy desde aquella noche de El Penta (que, por cierto, el disco de Bob Marley que me pidió no apareció) y llevo 30 años con el bar El Cocodrilo. Y la vida continúa. Aún me queda pelo para un disco.

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Juan Antonio Cifuentes Laso, Johnny Cifuentes, nació en Madrid en 1955 y se crió en Carabanchel, en la Avenida de Oporto. Fue uno de los creadores del grupo de rock Burning en 1974 junto a Pepe Risi, Toño Martín, Enrique Pérez y Ernesto Estepa. Tras la muerte de Pepe y Toño, Johnny se hizo cargo del grupo y se mantiene en activo. Está casado y tiene dos hijos. Es dueño del bar El Cocodrilo, en el barrio del Batán, de Madrid.

Las fotos de archivo han sido cedidas por Johnny Cifuentes. En orden de aparición:

Cubierta del primer disco de Burning, Madrid (Ocre-Belter, 1978).

Pepe Risi y Toño Martín en un concierto en la facultad de Ciencias de la Información, 1978. Foto de Emilio Acebes.

En la última foto de Ricardo Rubio aparecen Johnny Cifuentes y el autor del artículo, Germán Pose.