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¿Quién canta, hoy, ‘La Internacional’?

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Es probable que a nadie le importe demasiado con qué sonido acabará el mundo, si como quería T. S. Eliot, es decir, con un lamento, o según gritaba el coronel Kurtz, con una explosión. Sin embargo, ya sea mediante un sollozo o por una bomba, ya venga a través de un suspiro o después de una detonación, gran parte de los finales que podemos imaginar retumban y se oyen como si alguien estuviese interpretándolos.

Uno de los bautismos para los hijos de los obreros emigrados a las capitales españolas durante los años sesenta era aprenderse la letra de La Internacional. Aunque bien mirado aquel ejercicio de afirmación constituía, simultáneamente, un fabuloso cántico de los adioses y cierto tedéum de bienvenida: el principio de nuestro propio desclasamiento arrancando justo entonces, al lado del de los trabajadores urbanos respectos a sus padres campesinos, muchos de ellos franquistas de viejo cuño.

Pero, ¿quién entona hoy el himno de los parias de la Tierra? ¿Quiénes se agruparán ante la caída de dioses, reyes y tribunos? ¿Contra la ley que burla y el Estado que oprime? ¿En la lucha final?

El salmo obrerista de Pottier y Degeyter es ya una de las numerosas bandas sonoras del crepúsculo, se canta en el cierre de algunos mítines o como acompañamiento para los funerales. Fue tarareado durante el sepelio de Pablo Neruda siguiendo su versión menos advenediza y más ortodoxa, a capella callejera y con notorias estridencias de los intérpretes. Igualmente se reproduce a modo de souvenir, lo venden como cajita de música en las tiendas de diseño, turismo y persuasión de cualquier ciudad europea.

Esta travesía desde el hit ideológico al gadget postfordista no tiene que sorprender a nadie, tampoco debería sumirnos en el desencanto. Cuando a la revolución se le añade una fisonomía ¿diplomática?, cuando la lucha de clases se invoca desde el narcisismo bienpensante o desde los poderes terapéuticos de la reimaginación, es pausible —aunque no soportable— que el viejo epinicio comunista haya devenido karaoke electoral, incluso hay quien aguarda escucharlo en consultas de odontólogos o en halls de aeropuerto. Entretanto, para los impacientes, el grupo de heavy metal chino Tang Dynasty, fundado pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín, suele clausurar sus conciertos «perpetrando» una versión ciertamente churrigueresca, donde los riffs de guitarra y los coros melifluos cuestionan que aquello también lo hubiese cantado Rosa Luxemburgo y Lenin durante el VII Congreso de la II Internacional Socialista.

En cualquier caso, el oído del pusilánime no se alimenta sólo de estribillos, de ahí que sean frecuentes las peroratas donde somos informados de algo terrible e insustancial a partes iguales: los vencidos se reconocen entre sí por tener, todos ellos, una pátina de oscuridad en sus miradas. Llegados a semejante punto nos vemos en la obligación de asegurar que dicha lírica negra de la negra derrota es una imagen falsa y ufana de pietismo, seguramente promovida por quienes se enternecen con los fracasos de los otros mientras esperan sus triunfos que vendrán.

Al hilo de los ojos de los vencidos y de esta famélica legión, cabría objetarles a quienes intentan llenar con su melancolía nuestro rencor si no hay, dentro de esas pupilas que trataron de apagarse, una «visión» del mundo a punto de arrancar, incluso un fuego desde el que quemarle las pestañas a lo perdurable.

Pero aún no hemos contestado la incógnita que nos sirvió como encabezamiento. Vayamos para ello a Pier Paolo Pasolini y, más concretamente, a su película Mamma Roma (1962), un film que posee la extraña característica de tener dos inicios: uno lógico y espeluznante, otro imprevisto y turbador.

El primero sucede tras los títulos de crédito, cuando dejan de sonar los acordes exquisitos del Concierto en D Menor de Vivaldi. Entonces la cámara mira hacia la parte baja de una puerta, persiguiendo a tres cerdos ataviados con sombreros, gorras y pajaritas, quienes gruñen ante los escobazos que les propina una mujer de rostro invisible.

El segundo tiene lugar pocos minutos después, en la habitación alquilada de Mamma Roma, cuando Anna Magnani pone un disco de Joselito donde éste canta Violino Tzigano —el tango de Bixio y Cherubini— y saca a bailar a su hijo Ettore, mientras le explica al impávido muchacho cierto sueño que ocurre en las colinas de Grecia.

Teniendo presente la meticulosa selección musical de las películas de Pasolini no parece casualidad el vínculo que el cineasta establece entre Vivaldi y Joselito, pues entre il prete rosso —el cura rojo, como se conocía al compositor en la época, ya que era sacerdote y pelirrojo— y el pequeño ruiseñor, según se hizo popular el niño cantante, hay una odisea sentimental que va desde lo refinado hasta lo melodramático, un frame que enmarca la propia historia de Pasolini y, sobre todo, su manera de describir una ciudad, Roma.

Paradójicamente, las dos escenas mencionadas recogen un mismo instante de «ceguera»: una al acuclillar la cámara su objetivo sobre los hocicos de los cerdos siendo apaleados; otra tras el zoom que barre la modesta habitación y empequeñece de forma paulatina, quedando detenido en el rostro de Anna Magnani y en la espalda, inerte, de su hijo.

Frente a la sibilina pregunta de quién canta, hoy, La Internacional, se abren numerosas respuestas, aunque puestos a aventurar una tal vez podríamos hallarla en el mutismo de Ettore, el vástago de Mamma Roma, cuyo silencio adolescente, abrupto e indómito, no entiende de momentos verdaderos y, sin embargo, reconoce la gravedad.

 

Ettore Garofolo (Ettore) y Anna Magnani (Mamma Roma) en Mamma Roma (1962), de Pier Paolo Pasolini.