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Mi Twitter se llenó de cartelitos. Son esos momentos en que la consternación y la imaginación —o falta de ella— se aúnan para generar, de forma más o menos controlada, un mensaje monolítico. Mi Twitter se llenó de cartelitos de gente que sigo sin mucho interés y que suele caracterizarse por una suerte de hedonismo críptico: o hablan de ellos mismos o casi no hablan, y sin embargo allí estaban todos, descargando y pegando cartelitos y mensajes y hashtags repetidos en otros cartelitos; mensajes y hashtags que se propagan como el fuego. Naturalmente hablamos de París —todos ellos hablaban de París— con un costumbrismo tremendamente aburrido, ese tipo de costumbrismo, supongo, que redunda en los velorios.

Por supuesto, no soy menos. Este tipo de actos, infinitamente incoherentes, me llenan de una sensación extraña, suelo quedarme congelado, buscando la raíz de las cosas como si las cosas, en general, tuviesen raíz o yo estuviese capacitado para encontrarlas. Pero, por lo general, me desvío por el lado de los mensajes. Que tus amigos muditos se vuelvan, de pronto, permeables a lo que ocurre fuera de su yo sintáctico, es que todo se ha salido del molde. Entre los miles de tuits, artículos periodísticos y placas de Facebook donde la Torre Eiffel juega sus ya obvias metáforas elementales, me llama la atención que casi todos hablen de Libertad. Sí, ya sabemos aquello de que Francia popularizó la santa trinitaria de liberté, égalité, fraternité como la esfinge del guapo guerrillero que lucha sin tiempo y se adapta, como la goma, a cada contexto. Digo: de pronto, mis redes se llenaron de Libertad. Lo dijo François Hollande en un discurso encendido, patriótico y, según parece, todo va de perder —o no— nuestra bien conquistada liberté. Es más, los gobiernos de Europa, muchos de ellos hijos herederos de viejos dictadores por la vía de la restauración democrática y monárquica, han organizado luchas contra el yihadismo en términos de defensa de la liberté; o, dicho de otro modo: la libertad como valor soberano de la civilización occidental contra la barbarie.

En el fondo, imagino a Hollywood como un señor mayor, sentado en su silla mecedora en el portal de su casa de madera de nogal y una pipa, repasando los años de su vida y aceptando, con exquisita satisfacción, que las cosas, pese a todo, han salido bastante bien. El Señor Hollywood, entre muchas de sus viejas luchas, ha logrado que la gente crea, por ejemplo, que los malos son malos porque nacieron malos y que la Libertad (esa señora en faldas largas que posa en el río Hudson) posee un alcance moral por el cual vale la pena morir.

Si uno repasa mínimamente la historia de la Revolución Francesa —tan mencionada en estos días—, donde nació aquella frase hoy pintada en fundas de móviles, descubrirá, entre muchas cosas asombrosas, que la liberté, égalité, fraternité tenía significados muy particulares y raramente extrapolables. El término liberté, que muy bien ha explotado, sobre todo, la cultura norteamericana por medio del American Dream —acaso porque una vez roto el sueño del progreso sólo quedó la fantasía de la libertad—, era, en realidad, la libertad de unos señores muy ricos que querían ser más ricos sin la injerencia de un Estado semifeudal y un modelo de sociedad que no permitía el desarrollo de una economía más amplia —libre mercado—, expansiva y, sobre todo, la libertad para alcanzar puestos cada día más significativos en el nuevo Estado que se recogía de las migajas de la Edad Media. La nueva clase burguesa, industrial, reclamaba su lugar y para ello primero había que crear las condiciones específicas que fortalecieran y legitimaran su ascenso. El resto es, como siempre, aprovecharse del hambre de la gente.

La libertad, entonces, siempre estuvo ligada a las condiciones materiales de existencia que permitían al ser humano acceder a grados superiores de seguridad, de libertad para comerciar y a mayores niveles de confort. Por tanto, no existe la libertad sin seguridad económica, y en una demostración extrema de ese axioma, una vez instaurado el capitalismo primitivo ―pero capitalismo al final―, con la consecuente expulsión de los trabajadores del campo a las ciudad, el hombre, desprovisto de su tierra y sus condiciones objetivas de existencia, sólo puede venderse a sí mismo en forma de mano de obra.

Los atentados terroristas se suceden cada día con menor margen de tiempo y, en ese escenario, Francia parece estar en el centro de la escena; pero cada vez que ello ocurre, cada vez que las redes se llenan de cartelitos, como con Charlie Hebdo, la reflexión vuelve a girar en torno a la libertad como elemento fundamental de nuestras sociedad y nadie, ningún medio de comunicación masivo, se detiene un minuto a preguntarse qué demonios está ocurriendo aquí. Por qué niños de 17 o 20 años están dispuestos a morir matando con una AK-47 en pos de una vida mejor en el cielo —una verdadera promesa de ascenso social—, o señores de 40 años en Sederot, una mañana, antes de salir al trabajo, deciden pasar por encima a dos judíos en una parada de autobús y luego, inevitablemente, dejarse matar por la policía. Por el contrario, la respuesta es un discurso patriótico de machos alfa para convencernos de que no nos doblegarán, que Pato malo nunca vencerá a nuestro Ratón bueno que lucha con las buenas intenciones que otorgan la democracia, la libertad, y que todo ello amerita seguir bombardeando, por ejemplo, países como Siria.

Las respuestas son siempre las mismas: a la violencia irracional se le contesta con más control, incursiones armadas en países árabes y altas dosis de racismo elemental clasemedia —“Sigo esperando una condena de la Comunidad Islámica” (¿?)—, en lugar de ver el fracaso del modelo social francés, del afamado multiculturalismo que no ha logrado integrar las comunidades árabes del extrarradio y del aislamientos de los guetos parisinos, cuyos gérmenes ya se manifestaron hace años con la quema de autos. Parece estúpido recordarlo, pero el modelo migratorio francés nace como consecuencia de las políticas colonialistas llevadas a cabo desde el siglo XVII.

¿Cuál es, a tal caso, el grado de liberté, égalité, fraternité de un joven musulmán de tercera generación en las barridas de Aulnay-sous-Bois o Noisy-le-Grand que no logra insertarse en un modelo de sociedad donde su desarrollo personal es nulo, pero que, además, tampoco se siente demasiado francés? (2009: un grupo de jóvenes sale a la calle a festejar; son miles y celebran la clasificación de Argelia al Mundial de Fútbol de Sudáfrica).

Hay un elemento fundamental que suele pasar inadvertido constantemente: las nuevas generaciones de los países ricos son, a mi entender, el resultado inacabado del experimento más exitoso de las historia de la humanidad: el absoluto vaciamiento de su identidad colectiva —el triunfo de la muerte de las ideologías, según Fukuyama—. O tal vez el error esté en creer que la extensiva estupidización de los jóvenes por medio del cine, la televisión, el consumismo, etc., ha triunfado definitivamente y que el islamismo radical, como identidad receptiva, se ha filtrado por donde décadas atrás se filtraba la aceptación intelectual de la lucha de clases y la consecuente lucha armada.

Los atentados de París —y otras partes de Europa— vienen a decir, tal vez, que el modelo de penetración cultural mercantilista que acarrea el capitalismo global ha producido un daño colateral inesperado: derrotado definitivamente el bloque socialista con su «fracaso» ideológico, las nuevas generaciones, que se sienten excluidas del sistema, adoptan las luchas de «liberación» religiosas como sucedáneo a las luchas anticolonialistas de los años 60 y 70. No se trata de que sean o no inocentes, muchísimo menos de justificar la barbarie, sino de entender dónde encuentran el arraigo y la identidad quienes están dispuesto a inmolarse bajo la «doctrina del terror». Tal vez entendiendo cuál es su función reproductiva entendamos cómo encontrar una solución, que pasará, inexorablemente, por abrir los guetos y moverse hacia un modelo de sociedad más justa y menos trivial.

De los mensajes consoladores que han circulado con mayor frecuencia hay uno, en especial, que me ha llamado particularmente la atención, y es #TodosSomosParís. Es curioso porque, de hecho, no todos lo somos; porque, de hecho, ése es exactamente el problema: que París, ni Londres, ni Hamburgo, somos todos. Si para París también lo fuera el barrio de Perreux-sur-Marne, donde el 47,7% de los jóvenes de 14 a 24 años no tiene trabajo ni estudia, y un tercio de las cuatro millones y medio de personas que habitan en el conjunto del extrarradio parisino no viviera con menos de 900€ al mes, tal vez nada de esto estaría ocurriendo. O cuando menos sería más difícil que el salafismo internacional alcanzara una grado de acogida semejante en países con grandes migraciones árabes como Francia o Bélgica.

En definitiva, las redes de captación yihadista no distan demasiado del funcionamiento básico de las mafias: funcionan como pequeños Estados dentro de un Estado —por lo general, ausente— que brindan contención económica, emocional y social a las familias más necesitadas. En ese escenario, la religión es un vehículo ideal para transmitir una forma particular de radicalismo heterodoxo, identificado éste —además de su obvia concepción religiosa— como el único espacio donde combatir eficazmente el opresor occidental. Hay, por tanto, un fino vínculo entre la injerencia de Europa y Estados Unidos en Oriente Próximo —donde viven parte de sus propias familias— y sus matanzas, y la propia explotación y exclusión con que los Estados responden a sus realidades cotidianas: estigmatizando su religión, acusándolos de vagos que viven de los planes sociales y criminalizando sus reclamos. En definitiva, el contexto en el que se mueven —escasos estudios, familias rotas, eternas horas frente a la televisión, fútbol y demás— tampoco los ha preparado para producir un tipo de conciencia crítica capaz de discernir entre un tipo de camino y otro.

Pero, además, la conclusión a la que llega el mensaje #TodosSomosParís —y otros similares— es que el problema no está en París, que el problema, por así decirlo, no es nuestro ni de nuestro modelo económico, sino externo; el problema del terrorismo islámico viene de fuera y, por tanto, nos iguala en la idea de una nueva y estúpida abstracción: la construcción de un conflicto centro-periferia, o más precisamente entre civilización y barbarie.

Si el conflicto actual, que por supuesto excede la problemática puramente nacional, se sigue combatiendo con las mismas armas que hasta ahora —militarismo, discursos de confrontación, control e invasiones armadas—, la violencia seguirá creciendo y encontrará nuevos cauces para hacerse notar, sencillamente porque la violencia siempre consigue alcanzar sus objetivos. Según Michel Foucault, el poder se expresa entonces como un control que se extiende por las profundidades de las conciencias y cuerpos de la población y, al mismo tiempo, a través de la totalidad de las relaciones sociales, pero que ese control se manifiesta en tanto temor a las consecuencias del acto delictivo, esto es: el castigo no tiene una consecuencia directa sobre el castigado, sino sobre el cuerpo social como ejemplo amenazante. El problema, a tal caso, radica en que si una persona está dispuesta a matarse para matar —rompiendo así la lógica del control—, todo el sistema se viene abajo.

Como apunte significativo, la frase real que inmortalizó la Revolución Francesa no fue, como muchos creen, esas tres palabras memorables, sino: Liberté, égalité, fraternité, ou la mort! —¡Libertad, igualdad, fraternidad o muerte!—, lo cual, sin lugar a duda, se adapta mejor al largo brazo de Robespierre y su posterior período de la Terreur. El problema, a tal caso, es que el biombo sigue vigente y Occidente, para sostener sus niveles de riqueza desmesurados, sigue necesitando matar a miles de kilómetros no para exportar un modelo de progreso, sino, justamente, para perpetuarse.

Detrás de todo esto están nuestros muertos, aquellos que son asesinados por terroristas impunemente y los jóvenes que, por desolación, abandono y odio, están dispuestos a inmolarse destrozando todo a su alrededor. Todos ellos son nuestro fracaso. Posiblemente, si en lugar de tantas menciones de Libertad, que no significa nada, todos comenzáramos a preocuparnos más por la igualdad y la fraternidad, la libertad llegaría sin drones.

 
 Liberté, égalité, fraternité. A surveillance camera on the façade of the Crédit Municipal bank. © David Henry.