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No se acaba nunca

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Durante la colonización francesa del norte de África, en los países sometidos solía haber sesiones de cinematógrafo por las noches. Las nuevas autoridades querían agasajar así a las viejas, recordándoles sus enormes avances tecnológicos. Querían resultar persuasivos, convencer a aquellos pueblos primitivos de las bondades de la civilización. Muchos espectadores eran musulmanes que iban al cine para no desairar a sus anfitriones; sin embargo, mantenían los ojos cerrados a lo largo de la proyección, de lo contrario creían cometer una herejía. O quizás intuían un peligro en aquellas imágenes, como si fueran parte de una maquinaría -relacionada con la imaginación y los deseos- capaz de colonizar el planeta si no les oponían una resistencia tenaz. Esa pugna en la que se debatían unos y otros pone de relieve algunos de nuestros problemas con las imágenes, que no reside tanto en la distancia que nos separa de ellas como en la actitud con que las vemos: de manera colonizadora (para convertirlas en partes de un discurso preestablecido que las somete y trivializa pese a toda su posible trascendencia cultural, un discurso que puede ser religioso, museístico o enciclopédico) o de manera descolonizadora (dejándonos llevar por sus posibilidades pero devolviéndolas siempre a su forma original, dando por hecho su carácter proteico e irreductible y nuestra imposibilidad para domesticarlas).

Como ejemplos de prisiones para imágenes o películas, se pueden poner las ideologías o las religiones, pero ninguna es tan perniciosa como la historia porque les castra no solo su capacidad para existir en planos temporales heterogéneos sino también para narrarse de manera infinita y distinta continuamente. Bajo la tendencia cronológica de la historia, todo lo vivo, con su tendencia a alternar tiempos y espacios sin un orden aparente, se petrifica y muere. Mueren las formas y los contenidos, mueren incluso las palabras.

Una de las exposiciones que más recuerdo en estos momentos la vi en el Dahesh Museum of Art de Nueva York en 2005. Se titulaba First Seen (vistos por primera vez) y consistía en una serie de fotografías tomadas en diferentes partes del mundo entre 1840 y 1880. En aquellas imágenes se mezclaban gentes de Ceilán, Sudán, Corea, Polinesia, Norteamérica o España, dando un repaso a casi todas las razas, sociedades, religiones y clases sociales. A menudo, se establecían contrastes colocando a occidentales al lado de indios navajos o aborígenes australianos. Bastaba con observar los rostros para dejar volar la imaginación y escribir largos tratados de antropología o etnografía; la ropa, la actitud y la pose conducían a otros detalles, hasta retratar de esa manera un pueblo entero, una cultura. Incluso los paisajes resultaban fáciles de perfilar aunque al mismo tiempo me pareciesen muy distantes.

Como soy aficionado a la fotografía, pensé en los azarosos viajes que se tuvieron que emprender para tomar los daguerrotipos de la exposición, cuyos autores eran en la mayoría de los casos desconocidos o anónimos (¿habría muerto alguno intentando fotografiar a un zapoteca o a un inui?). También pensé que antes las imágenes había que ir a capturarlas y que en la actualidad ya todas parecen capturadas. Algo así me hizo pensar que ahora muchas imágenes pueden generarse desde un ordenador, sin necesidad de que quienes las realizan se desplacen en absoluto. Eso no quiere decir que haya dejado de haber fotógrafos o cineastas que entienden su profesión como una forma de experiencia que requiere viajar, cubrir largas distancias para entrar en contacto con culturas distintas y de ese modo contrastar realmente la identidad propia con la de otros pueblos; lo que quiere decir es que cada vez se arriesga menos, se han sintetizado tanto ciertas cosas que éstas han acabado perdiendo su significación, su auténtico valor, el aliento épico que necesita todo proceso de aprendizaje, que realmente comienza cuando uno está dispuesto a dejar que su identidad se transforme. Hoy en día, por si fuera poco, distinguir entre imágenes falsas y verdaderas se ha vuelto muy difícil, más que nada porque da la sensación de que cualquiera podría hacerlas en cualquier parte. Mi padre, que académicamente era estadista y profesionalmente enseñaba arte, se pasó la vida viajando para ver en directo las obras que luego mostraba a sus alumnos en diapositivas en las clases, insistiendo en que, si uno quiere entender y apreciar un cuadro o un edificio, no debe analizar cómo le llegan sus imágenes, más bien tiene que analizar cómo llega él a esas imágenes.

Cuando François Truffaut escribió el célebre artículo Una cierta tendencia del cine francés, dejó clara su confianza en que el futuro del séptimo arte no descansaba en el cine de cartón-piedra, que puede llegar a convertirse en una traición a lo real, sino en la audacia que mostrasen los guionistas y directores para hacer películas y que en ellas la imagen fuera siempre algo inminente pero no definido, una especie de Esperando a Godot con guión de Jacques Demy y banda sonora de Georges Delerue. Por desgracia, la Nouvelle Vague acabó siendo un movimiento freudiano en el cual un grupo de jóvenes directores decidieron matar a sus padres y enseguida los suplantaron por otros. En lugar de rendir pleitesía hacia los maestros del cine francés, rindieron pleitesía a los maestros del cine norteamericano. Una operación así acabó convirtiendo a François Truffaut en un turista accidental, a Jacques Rivette en un experto en conspiraciones y paranoia, a Jean-Luc Godard en un periódico viviente (unas veces más actual y otras menos), y a Claude Chabrol en el forense de un hospital donde ante todo se practicaba la taxidermia. La Nouvelle Vague de verdad empezó, desde mi punto de vista, con Philippe Garrel, Jean Eustache y Maurice Pialat. Ellos fueron quienes consiguieron resolver la ecuación entre «imágenes únicas y únicamente imágenes», le dieron la vuelta al silogismo de Wittgenstein que decía «dejemos de ver y comencemos a pensar», aunque lo hicieron a su manera, instándonos a «dejar de ver y comenzar a sentir». Fueron ellos quienes le proporcionaron un temblor al cine francés. No tuvieron guías. Lo que deseaban no era sustituir el predicado por el sujeto, solo que este último tuviese el mismo protagonismo que el primero. Y casi lo consiguieron. La memoria histórica les parecía algo distante y además era un tema con el que no podían lidiar porque carecían de mecanismos para hacerlo. El imperialismo de las palabras les resultaba ininteligible y el visual, una arquitectura misteriosa. Con ellos nada tenían que ver ni los grandilocuentes arabescos verbales ni los travellings morales. Sus películas no se planteaban cómo moldea el cine nuestras vidas sino más bien cómo serían nuestras vidas si de pronto el cine dejara de existir.

París fue la mayoría de las veces el escenario de su particular batalla. Una ciudad que abrió sus puertas de par en par, dispuesta a mostrar hasta sus aspectos más turbios. La única ciudad -en mi opinión- dispuesta a no caer en nuestra cultura del simulacro, cuyas huellas podemos ver en el violento exhibicionismo yanqui, la espléndida amnesia asiática, las aflicciones burguesas de los latinoamericanos o la fotogénica miseria africana. En París a lo largo del siglo XX no se escenificó una parte más de la historia del arte o de la Historia con mayúsculas, sino más bien la de su disolución. En todo caso, es una historia de imágenes convertidas en fantasmas que desean el cuerpo de algún espectador. Imágenes que algún día existieron y que narraban nuestros dramas y alegrías, nuestra determinación para no dejarnos vencer aunque la derrota estuviese cantada, y de las cuales hoy queda poco o nada. Con ellas aprendimos que, aunque el mundo carezca de finalidad, París existe.

En su juventud, Martin Scorsese se vio obligado a elegir entre la Iglesia y el cine. Era monaguillo y sus padres le animaron a coger los hábitos cuando él mismo les dijo que estaba sopesando convertirse en sacerdote. El único problema eran las películas, veía demasiadas. Sus superiores entendieron en ello un enorme riesgo, por lo cual le aconsejaron que procurase salir menos de casa y rezar más en lugar de perder el tiempo con westerns baratos y thrillers de serie B. Decidido a seguir aquel consejo, antes se pasó por la biblioteca de Little Italy, donde cogió un libro titulado A Personal Journey Through American Movies, de un tal Dwight McDonald. En sus páginas se hacía un recorrido por la historia del cine norteamericano, ilustrando cada título con una fotografía y un pie explicativo en el que se hacía una breve descripción del argumento y de la importancia de cada película dentro de su género. Según Martin Scorsese, de no ser por aquel libro se habría vuelto loco de remate. O bien habría acabado siendo cura. El caso es que aquellos pequeños textos y aquellos tristes fotogramas le salvaron de ser otra cosa de la que es en la actualidad, uno de los maestros del cine contemporáneo. Gracias a aquellas imágenes y a las descripciones que las acompañaban, soñó cada una de las películas del libro, que además juró ver algún día, cuando al fin pudiese despertar por completo de las contradicciones que tuvo durante su infancia y juventud.

En una entrevista que mantuve con José Luis Guerin con motivo de su vídeo-instalación La dama de Corinto en el Museo Esteban Vicente de Segovia entre el 15 de diciembre de 2010 y el 28 de agosto de 2011, entre otras cosas me dijo que «los espectadores de cine ya no son lo que éramos nosotros, la gente de mi generación. Muchas películas las conocíamos a partir de fotogramas que encontrábamos en libros, pero difícilmente llegábamos a verlas a no ser que nos fuésemos a París. Por eso teníamos que soñar esas imágenes si de verdad queríamos verlas, y eso provocaba un diálogo entre los sueños y la realidad, entre el cine y el deseo». Aquella ciudad se había convertido en el museo donde se albergaban las imágenes que valía la pena ver y al mismo tiempo era el teatro de operaciones del deseo.

A principios de los ochenta, la fotógrafa Sophie Calle encontró una agenda de direcciones tirada en una calle de París e indagando dio con su dueño, a quien se la devolvió sin advertirle que había fotocopiado todas sus páginas y que acto seguido iba a ponerse en contacto con sus amistades para recabar información en torno a su identidad. Se llamaba Pierre D., a quien los lectores de Liberation tuvieron un mes para conocer en profundidad a través de crónicas literario-fotográficas. No era cine pero se le parecía mucho. Una breve y precisa narración ponía en marcha una imagen, a veces de apariencia banal, y sin darnos cuenta éramos los lectores quienes filmábamos la película en nuestras cabezas, a partir del montaje que Sophie Calle nos iba proponiendo día a día. Ya no se trataba de ver instantes embalsamados en el tiempo sino de posibilidades sin horario ni normas relacionadas con la puntualidad. Ya no se trataba de espectadores sino de cineastas en lo que estábamos convirtiéndonos, para divertirnos a nuestras anchas. Así que nos encontrábamos en el siglo XXI aunque creyésemos seguir en el siglo XX. De las posibilidades de una imagen habíamos pasado a las posibilidades ofrecidas por su contemplación, y todo esto había sucedido casi sin darnos cuenta aunque unos y otros fuéramos conscientes de que aquí había pasado algo.

De pronto es como si nos hubiéramos vuelto iconoclastas sin haber dañado las imágenes, permitiéndolas liberarse de la historia y dejándolas vivir un presente eterno. Cada generación podría dotarlas de un sentido, de un movimiento, de una voluntad. Algo inaudito porque antes esa facultad solo se la habríamos adjudicado a los clásicos. Los clásicos venían de lejos y de entrada nos paralizaban, nos autorizaban y nos identificaban, y tan solo después de haber obedecido estos aprioris nos dejaban ir a nuestro aire y silbar de manera intrascendente cuando nos acercábamos a ellos. Con Sophie Calle ya no había preliminares: ni parálisis, ni autorización, ni identificación. El único problema era la responsabilidad. A ese respecto, no obstante, convendría recordar las palabras de William Butler Yeats: «en los sueños comienzan nuestras responsabilidades». Y con la obra de la fotógrafa francesa parecía que hubiese llegado el momento propicio para asumir esas responsabilidades.

Ella llevó a cabo su proyecto sobre Pierre D. sin mostrárnoslo jamás, a cambio nos descubrió tantas facetas de su personalidad como para volver prescindible su imagen. Desvela que en ese momento trabajaba para una revista de cine, que le costaba mantener los empleos, que le habían salido canas (e incluso insinúa por qué)... Uno por uno los datos podrían parecer banales, pero secuenciados y con el ensamblaje apropiado se convierten en una máquina productora de significado más letal que las imágenes. El suyo es un mundo de desapariciones e indicios, de hipótesis que no conducen a ninguna identidad concreta, a no ser a la de la propia fotógrafa, a quien se intuye buscándose a sí misma a través de los demás, como han hecho tantos artistas en las calles de París, intentando atrapar esas imágenes huidizas que siguen alimentando nuestros deseos y que seguramente no nos evitan a nosotros sino a «los verdugos, las ordenanzas, las autoridades llamadas de ocupación, la prisión preventiva, la Historia, el tiempo y todo lo que nos ensucia y destruye», como insinuaba Patrick Modiano en Dora Bruder.

 
Créditos de las imágenes: 
Portada: La fotografía es anónima y muestra el aspecto del Museo del Louvre después de que entre agosto y diciembre de 1939 fuesen trasladadas 3.690 obras de arte a lugares alejados de las ciudades y las estaciones de tren. El museo permaneció cerrado unos meses y volvió a abrir sus puertas el 1 de octubre de 1940, cuando París ya había sido ocupado por el ejército alemán. La planta baja era la única que se podía visitar y las pocas obras maestras que podían verse eran en realidad réplicas de yeso. El acceso era gratuito para todo el mundo menos para los franceses.
En el texto, en orden de aparición: fotograma de Banda aparte (Band à part, 1964), de Jean-Luc Godard; fotograma de Les vampires (1915), de Louis Feuillade; Fotografía anónima, posiblemente de principios del siglo XX, posiblemente francesa, posiblemente cualquier cosa; fotograma de París nos pertenece (Paris nous appartient, 1961), de Jacques Rivette; fotograma de La jetée (1962), de Chris Marker; foto anónima en la que se ve a un grupo de soldados alemanes obligados a ver la atrocidades cometidas en los campos de exterminio.