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ALBERT SERRA ELIGE UNA BIBLIOTECA

Llucia Ramis

El planteamiento es sencillo: pasear con el director de cine 
por alguna librería o biblioteca de su elección.

Serra opta por la biblioteca de la Facultat de Lletres de la Universitat Central de Barcelona.

Albert Serra

En el umbrío claustro del edificio histórico, sentados en los bancos de piedra junto a un andamio, los estudiantes leen concentrados. Ni apuntes, ni libros, sino mensajes de WhatsApp o lo que suceda en sus redes sociales. Bizquean frente al móvil mientras los taladros perforan la fachada.

Albert Serra llega serio de alguno de esos viajes que lo han llevado a promocionar Història de la meva mort, mejor película del Festival de Locarno y, como sus obras anteriores, elogiada o pateada según la sensibilidad del espectador. Estudió aquí, Filología Hispánica. Las lenguas le parecían un coñazo, pero siempre le ha interesado la literatura francesa más que cualquier otra, incluida la española, aunque hiciera su propia versión del Quijote en Honor de cavalleria. Lleva una gabardina de cuero, pantalón negro, camisa blanca y tres anillos de oro en la mano derecha; uno en el corazón, otro en el anular y el tercero en el meñique. Gafas de sol. 

Nos dirigimos a un aula prefabricada, en un patio al fondo, antaño dedicada a los autores franceses. Ahora es el archivo de literatura catalana. Lástima, a Serra le gustaba ese búnker. Regresamos al edificio central y subimos al primer piso, mientras comenta que, en general, la literatura catalana no le interesa. De hecho, salvando a los poetas del siglo xx, poco tiene que hacer frente a la gran literatura del xix que se escribió en Francia, Rusia “o incluso Inglaterra”. La literatura del xix es su preferida. 

La feria de las vanidades, de William Thackeray, es una obra maestra, mucho mejor que Dickens, a mi modo de ver, aunque parece ser que las otras novelas de Thackeray no son tan buenas. Claro que no he leído a Dickens, así que no puedo opinar, pero nunca me ha llamado la atención”, comenta mientras buscamos un plano para ubicarnos. 

Serra lee en versión original los libros en francés, idioma que aprendió a pelo, porque “si sabes español y catalán, no es tan difícil”. También puede leer en inglés, aunque con menos fluidez y quiere comprarse un Kindle porque incorpora un diccionario y pulsando sobre la palabra que no entiendas, sale traducida. Lo comprará en Estados Unidos, que es más barato. La literatura alemana le gusta mucho, pero no sabe nada de alemán: “Mira que estuve tres meses allí. Fue la estupidez más grande de mi vida, no aprender el idioma”. En el festival dOCUMENTA de Kassel de 2012, realizó una película diaria durante cien días; rodaba por la mañana, montaba por la tarde y proyectaba por la noche. El resultado final, titulado Los tres cerditos (en referencia irónica a Goethe, Hitler y Fassbinder) dura unas 200 horas y se proyectó íntegro y sin interrupciones. 

El plano nos indica una salida de emergencia. Dudamos unos segundos antes de abrir la puerta, no sea que se dispare la alarma. Nada. Subimos por una escalera metálica a una planta en la que las estanterías se sostienen sobre un suelo también metálico de rejilla, a través del cual vemos las plantas inferiores. Da un poco de vértigo. Mientras pasamos por delante de los estantes de literatura inglesa y escocesa, Serra comenta que las bibliotecas ya no tienen sentido. “Es bonito ver todos estos libros antiguos”, dice frente a la obra de Jonathan Swift, “pero ahora si los compras en Amazon, te los escanean, los imprimen y te los envían a casa; son un poco caros y siempre hay cosas difíciles de encontrar”. Así adquirió él las cartas de la mujer de Thomas Carlyle, escritos sobre la Revolución Francesa, Mirabeau o Beaumarchais, “el de las óperas, Las bodas de Fígaro y todo eso”.

De repente exclama: “¡Mira cuántas ediciones del Ulises!”. Siete estantes llenos. Coge una traducida por José María Valverde y dice que el catalán ha dado las tres mejores traducciones de la historia: “El Ulises de Joaquim Mallafrè (esto lo dice Jordi Llovet), la Odisea de Carles Riba (esto es unánimemente reconocido), y Tristram Shandy, también de Mallafrè”. Serra ha leído el Ulises como casi todo el mundo; es decir, lo ha empezado. Cuenta que, aunque fuera irlandés, Joyce odiaba a los irlandeses. Le gustó mucho la biografía Mi hermano James Joyce, de Stanislaus Joyce, y añade que es famosa la traducción que Dámaso Alonso hizo de su Retrato del artista adolescente.

Pasamos por delante de los libros de Paul Auster. No le cae bien. Coincidió con él, su mujer y su hija en un hotel de Portugal, en el Festival de Lisboa y Estoril. Le parecieron “demasiado americanos”. También estaban Don DeLillo y Coetzee, y a Serra le hubiera gustado hablar con alguno de ellos, pero desconocía su obra y se abstuvo. Tiene en casa la trilogía de Coetzee, pero le falta tiempo; por eso quiere ser millonario, para poder leer más. Por ejemplo, a Jane Austen. Cree que Emma le gustaría, “es muy fina, ¿no?”, e insiste con Vanity Fair: “Es subversiva, pero al mismo tiempo muy clasista, no se entiende cuál es su posición y esto es lo que la hace interesante”.

Considera que Mary McCarthy era muy importante, “su correspondencia con Hannah Arendt me gusta mucho. A Christina Stead no la he leído, pero John Waters dice que es muy buena”. Al mencionar a Waters, recuerdo esa frase suya que ha popularizado Facebook: “Hagamos que los libros molen de nuevo; si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”. 

Albert Serra calcula que tendrá unos seis mil. Vicenç Altaió, que interpreta a Casanova en Història de la meva mort, donde se enfrenta a Drácula, tiene unos veinte mil. “Pero la mayor biblioteca privada de Europa es la de Karl Lagerfeld, con más de 200.000, creo que son 250.000”. En Internet hay fotos: los libros se apilan horizontalmente en estanterías que forran las paredes del diseñador hasta el techo. Lagerfeld es un referente para Serra, y puede que por eso no se haya quitado las gafas de sol, pese a que la lechosa luz de los fluorescentes deslumbra poco. Como máximo, se deslizará las gafas hasta la punta de la nariz para buscar algo en el apéndice de Port-Royal, un libro de Sainte-Beuve, autor que entusiasmaba a Josep Pla.

Pla, que era misógino, recomendaba Moll Flanders, “una novela de Daniel Defoe muy bonita y muy misógina”. A Serra le gustan Saul Bellow y los dietarios ingleses, de los que destaca los de Isherwood y el dramaturgo Noel Coward. Entonces descubre Vidas de los poetas ingleses, de Samuel Johnson, un libro que no sabía ni que existía, y asegura: “Éste me lo compraré, ya te lo digo ahora”. Se desabrocha la gabardina, saca del bolsillo interior una libretita granate en la que tiene mil cosas anotadas, y apunta el título y la editorial.

Conoce a fondo la obra de Shakespeare, y su preferida es La Tempestad, pero la gente de teatro le aburre. Quizá sea extensible a todo el gremio de los actores. En la última gala de los premios Gaudí sugirió que expulsaran a todos los actores de la Acadèmia del Cinema Català y los llevaran a Guantánamo. 

La obra que más le ha influido es la Historia de la literatura universal de Martín de Riquer y Valverde. Tiene la edición antigua, de doce volúmenes, le costó cien mil pesetas. “Me la sé de memoria, de verdad. Luego salió la de kiosco, pero no es tan completa.” Otro libro esencial y magistral: ¿Qué es la literatura?, de Jean-Paul Sartre, “el mejor libro didáctico para la introducción al tema”. 

Volvemos a la escalera de incendios y la puerta se cierra a nuestras espaldas con un sonoro golpe. Subimos un piso.

Sus cuatro autores austríacos preferidos son: Thomas Bernhard, Peter Handke, Elfriede Jelinek y Josef Winkler. Va señalando los libros de Bernhard con el dedo: El sótano, leído, Trastorno, leído, Plaza de los héroes, leído, La montaña, leído, El malogrado, leído, Corrección, leído. Helada no lo ha leído porque los del principio no le gustan tanto. 

Aunque Handke sea críptico, le gustan sobre todo Carta breve para un largo adiós, La ausencia, La doctrina del Sainte-Victoire (sobre Cézanne y el paisaje) y Don Juan contado por él mismo, que inspiró Els noms de Crist, una serie de 14 capítulos y 193 minutos pensada para una exposición del MACBA y que Serra basó en De los nombres de Cristo, de Fray Luis de León.

Le gustan los diarios de Jünger, pero las novelas le parecen un poco pesadas. A Thomas Mann no lo ha leído, pero dice que Los Buddenbroock es el preferido de Jordi Pujol, porque trata el nacionalismo de derechas. Cuando vemos los libros de Hermann Hesse, comenta que hay cosas que sabe que son tonterías desde que era pequeño. Se considera precoz en el buen gusto, y por eso nunca se ha interesado por el autor de El lobo estepario. Reconoce que Kafka es importante, pero no le apasiona.

Por fin llegamos a la literatura francesa, como Serra indica, “mi patria espiritual”. De Montaigne lo ha leído todo. Y asegura que su conocimiento de las mujeres proviene de Las amistades peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos. La traducción que hojea es de Gabriel Ferrater mientras explica que su madre y su abuela eran costureras y, de pequeño, le dejaban estar con ellas mientras hablaban, como si él no pudiera entenderlas. “Entre lo que me quedó en el subconsciente de aquellas conversaciones, un poco de La Princesa de Clèves y claro, Stendhal y Proust, entendí cómo eran. Pero la obra maestra para conocer a las mujeres es Las amistades peligrosas. Aunque las francesas son un poco… bueno, son como los franceses, las más inteligentes del mundo; pero su carácter me aburre”.

En casa tiene la obra completa de Saint-Simon, editada por La Pléiade. Me enseña un libro que comentó en televisión, Leer a Saint-Simon, “del maestro Carlos Pujol, un retrato muy bueno, porque si lo lees sin conocer su biografía no te queda muy claro cómo era”. De Voltaire considera que son geniales sus memorias, sus relaciones con Federico de Prusia y su correspondencia, siete volúmenes en La Pléiade. Él tiene un recopilatorio.

Le hubiera gustado leer Las confesiones de Rosseau y empezó las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. No le queda pendiente nada de Baudelaire, ni siquiera las biografías que le dedicaron González Ruano y Sartre. Por cierto, de Sartre le cuesta encontrar el ensayo sobre Flaubert, El idiota de la familia, que según el autor era su obra maestra. Entonces, tesoros de las bibliotecas, aparece aquí mismo, son tres volúmenes. 

Serra

Nadie ha traducido al Cardenal de Retz al castellano. “Le he dicho mil veces a Jaume Vallcorba que lo traduzca. Es imprescindible. No digo que traduzca a Saint-Simon, porque sería muy caro. Pero esto es genial. Él siempre me responde: ‘Ya lo he pensado muchas veces’. Y yo: ‘Joder, pero no lo haces!’. Tiene mucho trabajo, pero yo creo que lo hará. Es un libro absolutamente magistral”. Dicen que el Cardenal de Retz le dedicó sus memorias a Madame de Sevigné, a quien Proust cita en A la sombra de las muchachas en flor. 

“Stendhal es muy grande. La cartuja de Parma es su mejor novela. La he leído varias veces. Diría que, en la construcción psicológica, Stendhal está a la altura de Proust, y la contrasta con su delicadeza. Hay una traducción muy buena de Carlos Pujol (la catalana es de Gimferrer), pero la que más me gusta es la de Consuelo Berges”. Al ver que el traductor de Rojo y negro es Just Cabot, exclama: “Gran periodista: estaba loco. Hay muchas cosas suyas que no están reeditadas y tiene mucho interés”. Hace unos años, Valentí Soler publicó su biografía El periodisme silenciat: Just Cabot

Serra estuvo a punto de comprar la correspondencia de Proust, pero es muy cara. Tiene 21 tomos. Me enseña Monsieur Proust, de Céleste Albaret, una biografía inspirada en su criada, tal vez la única persona que le entendió. Serra ha leído En busca del tiempo perdido de cabo a rabo en dos ocasiones, y hasta tres o cuatro los pasajes que más le gustan; por ejemplo, tras la muerte de su abuela, cuando a él le vuelve el dolor. O el fragmento en el que Madame de Villeparisis expulsa a Albert Bloch de su salón.

Céline le aburre un poco, Marguerite Duras no le gusta, Saint-Exupéry “es patético” y jamás lo leerá. Tampoco ha leído a Zola, a Daniel Pennac o Perec. Ni entra en sus planes. En cambio lo ha leído todo de Robbe-Grillet y Philippe Sollers, a quien saludó en una ocasión. Ha leído La ceremonia del adiós de Simone de Beauvoir, el Diario de André Gide y Los samuráis de Julia Kristeva, autora que le gusta mucho. Catherine Millet también le gusta, y una vez cenó con ella y su marido. “Houellebecq es bueno; lo que cuenta es divertido. Me hace gracia su punto de vista.” No sabe si Patrick Modiano está un poco sobrevalorado, y destaca dos libros de Paul Morand: Journal inutile y Venises. Raymond Roussel es bueno, pero requiere esfuerzo. 

Llovet le aconsejó la versión en prosa de la Divina Comedia publicada por Clásicos Cristianos. Además, Serra tiene una edición ilustrada por Botticelli. Hablamos de La ruina de Kasch, de Roberto Calasso y Los novios de Manzoni. De Italo Calvino no le interesa nada, salvo las páginas autobiográficas de Ermitaño en París. 

Le han recomendado a Manganelli y quiere investigar en Internet cuál es el bueno para comprarlo: “Parece que A los dioses ulteriores es su libro más famoso, ¿no? Pues habrá que leerlo”. Sobre Carlo Emilio Gadda dice que es muy experimental y tiene un gran conocimiento del dolor. 

Ha leído mucho a Tolstoi, y reconoce Guerra y paz como una de las grandes novelas de la historia. Quiere darle una segunda oportunidad a Dostoievski. Pese a que Gimferrer le dijo que El idiota es una obra maestra, él no acabóde entenderla, y El jugador le pareció un poco aburrida.

Llevamos una hora y media en la biblioteca, y al ver el nombre de Kundera es como si se sorprendiera un poco. Leyó casi todos sus libros y los ha olvidado, “ha pasado de moda, ¿verdad?”. Tal vez las bibliotecas tengan algún sentido, después de todo: son el inventario de lo que no recordabas que sabías. Cree que Las mil y una noches le gustaría, y me cuenta que Rafael Cansinos Assens tenía fama de ser bastante jeta: “Dicen que no traducía del original, sino de otras lenguas, y se inventaba algunas partes”.

Le gusta Kenzaburo Oé, a quien, recuerda, su padre solía decirle que con esas orejas nunca encontraría mujer. Antes de salir —en la calle brilla el sol—, Serra ve el nombre de otro autor en el apartado de literatura japonesa y sentencia: “Este Murakami es una basura integral, hay que ser muy corto para leerlo”.

 

LA AFINACIÓN DEL MUNDO

Juan Manuel Artero

Vivimos en una época en la que lo visual prevalece de manera obsesiva sobre cualquier otro sentido. No hace falta poner ejemplos, el lenguaje está plagado de metáforas visuales y nuestra mente conceptualiza siguiendo ese paradigma. Hasta la misma palabra idea, del griego είδω, significa “yo vi”.

Pero no siempre la visión tuvo esta preponderancia: hubo un tiempo en el cual el sonido era el origen del mundo, dictaba los ritmos de la vida, decidía dónde ubicar ciudades, construía comunidades o indicaba la presencia de un dios. Y es que los espacios visuales y los auditivos son muy distintos. Con la mirada estamos siempre al borde de un espacio que se abre hasta donde alcanzan los ojos, mientras que el espacio sonoro se despliega a nuestro alrededor y nos coloca en un centro imaginario.

La línea y el círculo. Quizá esta diferencia sea una de las razones por las que consideramos a las culturas aurales como estáticas, poco dadas al desarrollo, al contrario que la nuestra, una sociedad de concejales infatuada de la idea de “progreso” y embarcada en una huida hacia adelante perpetua. Afortunadamente, tan empobrecedor afán cada vez se cuestiona más y son ya diversos los frentes desde los que se advierte que la mentalidad de la flecha no tiene por qué ser la única figura que dicte la manera de habitar el mundo. También nos gustan las curvas. Y estar rodeados.

La música es una relación, todos hemos tenido una. Habita en el tiempo y para ser algo más que simple sonido necesita componerse. La imagen, en cambio, apenas necesita tiempo para hacerse presente, y lo peor de todo es que las ideas, los conceptos, se desenvuelven casi siempre en el espacio de las imágenes, un espacio fuera del tiempo, y así nos va. Están sin componer. En consecuencia, nuestro mundo es un mundo más de objetos que de relaciones.

Los paisajes, por ejemplo, ya sean pintados, recordados o fotografiados, caben en un segundo. Los visuales, claro. Pensemos ahora en otro tipo de paisajes y consideremos la pregunta de Lorca en su conferencia Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre: “¿Por qué se ha de emplear siempre la vista y no el olfato o el gusto para estudiar una ciudad?”. Murray Schafer alegaría que “todo cuanto se mueve en nuestro mundo hace vibrar el aire. Si se mueve de tal manera que oscila más de 16 veces por segundo, este movimiento se oye como sonido. El mundo entonces esta lleno de sonido. Escuchen”.

Así, al igual que en un momento dado lo que veíamos frente a nosotros dejó de ser campo, pueblo o montaña para convertirse en un paisaje, hoy podríamos decir que lo que nos rodea acústicamente constituye un paisaje sonoro. Ocurre, sin embargo, que este paso no es evidente, pues para que el medio ambiente sonoro se convierta en paisaje hace falta una conciencia, una atención y una comprensión por parte de quien lo escucha, de quienes lo construimos día a día.

Y si nos pusiéramos a escuchar atentamente esta sinfonía terrestre, ¿qué es lo que oiríamos? ¿Podría mejorarse? ¿Añadiríamos o quitaríamos algo? ¿Existiría de verdad un paisaje sonoro al que poder regresar? ¿Qué queremos oír, cuándo, dónde y por qué? ¿Y cómo organizaríamos todo esto?

Pues bien, de eso y mucho más trata este libro, de afinar el mundo. Un libro que debiera ser de obligada lectura para arquitectos, músicos, ingenieros, políticos, sociólogos, urbanistas y, ya puestos, enseñado en cada escuela.

A finales de los años 60, y paralelamente al trabajo de compositores como John Cage, a las derivas situacionistas y al Land Art, surge en Canadá, vinculado a la Universidad Simon Fraser, el World Soundscape Project, liderado por Murray Schafer, cuyo objetivo era “investigar el desarrollo histórico del sonido, proponer una metodología flexible que se pueda aplicar a ambientes específicos en cualquier lugar y, en consecuencia, participar en la interpretación del paisaje sonoro mundial como un todo”. Y, aunque sus primeras investigaciones estaban destinadas a la documentación de sonidos socialmente significativos o en vías de desaparición y a los problemas de contaminación acústica, pronto se dieron cuenta de que la tarea debería implicar a otras disciplinas y trascender el ámbito académico. Así nació, inspirado por la Bauhaus, el diseño acústico —del que este libro es una perfecta introducción—, el cual aspira a “afinar el mundo” sin resignarse a aceptar como hechos ya consumados ni los sonidos de la vida moderna ni la desaparición progresiva de los paisajes sonoros naturales.

En 1977, y tras varias experiencias en Canadá y Europa, Murray Schafer publica El paisaje sonoro y la afinación del mundo, en el que vuelca el resultado de sus investigaciones, escuchas y lecturas, convirtiéndose muy pronto en una referencia internacional. Es a partir de entonces cuando el concepto de paisaje sonoro es plenamente aceptado y se sientan las bases de su estudio, surgiendo nuevos grupos de investigadores que han propuesto soluciones ambientales en todo el mundo. Si bien es cierto que algunos problemas de ruido se han solventado, todavía queda mucho para mejorar la calidad del paisaje sonoro.

Afinación

 

Este libro fascinante y enciclopédico tiene la particularidad de hacernos asistir al nacimiento de una nueva disciplina y de invitarnos a explorar un mundo poco transitado. El lector, con ayuda de su imaginación sonora, atraviesa bosques, se acerca a costas y riberas, se rodea de ranas y grillos, y asiste al ruidoso paso del burgo a la ciudad, mientras aprende a clasificar y a reconocer sonidos, texturas y ritmos y, en algunos casos, lamenta con el autor su desaparición. Todo ello de la mano de Virgilio, Dickens, Flaubert, Mann, Tolstói o Kafka, ya que, al no disponer de grabaciones, la mayoría de las descripciones sonoras del pasado han sido inteligentemente tomadas de obras literarias. Tan abundantes son las citas que el volumen constituye una pequeña antología, si así puede llamarse, de literatura sonora.

Excepción hecha de las carencias debidas a la época en que fue escrito, antes de la revolución digital, y de los momentos en que el autor parece añorar un paraíso perdido, el libro de Schafer mantiene toda su vigorosa vigencia. Hoy en día, además de la orientación documental, educativa y reparadora, se ha desarrollado toda una serie de prácticas artísticas tales como el paseo sonoro, la composición de paisajes sonoros o las intervenciones urbanas. Y la continuación natural ha sido la aparición de la ecología acústica, dedicada a “entender las conexiones existentes entre los comportamientos del sonido, del oyente y del ambiente como un sistema de relaciones y no como entidades aisladas”. En definitiva, una nueva manera de pensar sobre el mundo, en la que éste tiende a contemplarse como un conjunto de relaciones en lugar de como una mera suma de objetos.

Como no podía ser de otra manera, hay un capítulo dedicado al silencio, que recorre santuarios, retiros y ceremonias. Y es que cuando no hay sonido, el oído está más alerta y es el silencio el que trae la música, como en la primera elegía de Rilke:

“[...] pero escucha el soplo,
el mensaje incesante que se forma en el silencio.”

La música, de hecho, en algo se parece al miedo: los dos parecen llegar de algún otro sitio, sin ser vistos; entonces la sensibilidad se afina y detrás de cada sonido, de cada articulación, se esconde y extiende toda una red de figuras y sentidos, puesto que la escucha es también construcción de historias, interpretación de signos. Porque el libro no sólo habla de los sonidos que nos rodean. En el fondo habla, sobre todo, de la escucha, de un camino que de alguna manera se ha ido desdibujando desde hace cientos de años y que debemos recuperar a toda costa. Y es que la escucha es siempre escuchar al otro, y en palabras de György Ligeti, “la música no es sólo ella misma, es siempre la imaginación de otra cosa”.

Mientras termino este artículo llega desde el Santiago Bernabéu un sonido digno de circo romano, súbitamente interrumpido por la petición a través de los altavoces del estadio de un minuto de silencio en memoria de Adolfo Suárez, que acaba de fallecer. Lo que ocurre es que, en lugar de dejar que acontezca ese minuto en el que todos han de callar para escuchar juntos el silencio, proyectan un audiovisual, convirtiéndolo todo en un espectáculo más. Casi las únicas ocasiones en que nuestras vidas estaban regidas colectivamente por la escucha eran Nochevieja y los minutos de silencio. Ya sólo quedan las uvas.

Y es que hay momentos, melancólicos, en que no podemos estar más de acuerdo con Schafer: “Quizás todos los recuerdos sonoros se conviertan en poesía. Cuanto más velozmente nos arrojan nuevos sonidos, tanto más nos adentramos en los pozos profundos de la memoria para reconstruir ficticiamente los sonidos del pasado, tomándolos en dulces y serenas quimeras”.

En otro de los capítulos, tras repasar algunas utopías sonoras —de Tomás Moro, de Francis Bacon…—, subgénero por desgracia poco visitado, apunta una interesantísima pregunta: “Usted, que modelará el mundo futuro, escuche a lo lejos, escuche el futuro dando grandes saltos con su imaginación e inteligencia, escuche hacia delante cincuenta, cien, mil años… ¿Qué es lo que escucha?”.

Si hiciéramos una encuesta con esta pregunta, ¿que tipo de respuestas encontraríamos?

Aterrados, no dejemos que Google se ocupe de ello.

 

DIARIO 92/93

Beatriz Navas Valdés

En el trastero de la casa de su madre Beatriz encontró este diario, escrito hace más de veinte años y del que dice lo siguiente:

“Son los años triunfantes de España contados a través de los titulares de periódicos que incluía cada día y de las andanzas de una niña de 14 años de clase media que pasa de 8° a BUP. Se fumaba en todos lados, a los menores nos daban de beber sin problemas... pero el encendido entusiasmo con el que se inicia se va oscureciendo por acumulación de borracheras, ligues que nunca son nada y cierto malestar existencial. Una niña que saca buenas notas, que acude a los conciertos de moda y eventos relevantes del año y que lleva una vida paralela que ni sus padres imaginan porque ellos no la llevaron. Padres divorciados de los que apenas se habla, a los que apenas ve una niña cuyos valores son adoptados de la tele que ve todo el día (el principal medio de colonización americana y neocapitalista)…”.

Diario de Bea

4 de mayo de 1992

Eres mi nuevo diario. El anterior abarcó un año y pico y en él conté un montón de historias. Espero compartir contigo un montón de aventuras.

Hoy tengo 14 años, 3 meses y 10 días, y vivo en un año muy importante para España: el famoso y esperado ¡1992! Tenemos la Expo en Sevilla, que es una exposición importantísima que merece la pena visitar; también celebraremos las Olimpiadas en Barcelona, que seguro que serán un éxito y que no me pienso perder por nada del mundo; además, es el quinto centenario del descubrimiento de América; y, por si esto fuera poco, es Madrid, en este momento, la capital cultural europea. ¡No nos podemos quejar!

He esperado a que mi madre llegue con los periódicos para poner algunos titulares (mi idea es ir haciéndolo cada día, siempre que pueda, si no, dejaré un hueco para añadirlo después). EL PAÍS: “Los sindicatos quieren que la huelga general dure al menos 12 horas”; “El ejército yugoslavo libera al presidente bosnio y abandona su cuartel en Sarajevo”; “Dos naves vikingas con destino a la Expo se hunden frente a la costa de Alicante a causa del temporal”; “Bush declarará Los Ángeles zona de catástrofe”. ABC: “Policía municipal de madrid: en 1975, ochenta y cinco días de vacaciones; en 1991, ciento sesenta y ocho días”; “Los Reyes recibi-rán hoy a Lech Walesa, primer jefe de estado extranjero que visita la Expo”; “Dos viajeros del AVE tuvieron que ce-der sus plazas a Alfonso Guerra y a su familia”; “Desconvocado a última hora el plante de los picadores”.

Ahora a lo importante. Hoy es un lunes normal y corriente, pero que viene detrás de un fin de semana de lo más loco. El jueves salimos ya que el viernes era fiesta. Estuvimos todo el rato en el centro comercial y nos lo pasamos genial haciendo el gilipollas y fichando, ¡cómo no!, a Álvaro y todos éstos. Aunque tampoco hicimos nada fuera de lo normal. Pero el viernes fue un día por una parte de puta madre y por otra horrible. Patricia y yo fuimos a Morasol con la idea de cogernos una mierda enorme (ponernos pedo, se entiende). Primero bebimos en el Zorpes, bar de al lado de Morasol, un par de minis de cerveza con tequila, mientras esperábamos a Itziar y las demás. Ya en Morasol nos bebimos todas las consumiciones que pudimos pillar: cua-cua (cointreau con licor 43), licor de menta con chocolate y varios whiscolas. Además de todo el alcohol, fumamos bastante y el tabaco nos dio el toque final para ponernos fatal. Estábamos tan mareadas que nos tiramos la noche arrastrándonos por el suelo muertas de risa. Hicimos el tonto bastante, pero conocimos a mogollón de gente. Yo perdí a Patricia, que por lo visto conoció a un tal Raúl con el que acabo enrollándose. Yo conocí a un tío que se llamaba Jesús. Era guapísimo y con unos ojazos… Era un tío que te cagas y me sacó fuera para que tomase el aire. Cuando salí, me fui a una esquina y no paré de potar. Luego volví a entrar con él y estuvimos hablando de todo un poco. Yo seguía con la mierda encima, pero ya no me encontraba tan mal. Luego Jesús nos acompañó a Patricia y a mí a coger un tequi. He quedado con él, el próximo sábado, aunque ahora sé que no podré ir porque tengo una fiesta en casa de Lucía Peyró. No tengo su teléfono y no puedo llamarle, pero ¡qué se le va a hacer!, a lo mejor me lo encuentro otro día.

Una vez en el taxi, decidimos hacer un “sinpa”. Paramos en el portal 2 de la calle Guadalajara, dijimos que subíamos a por dinero, saltamos por la verja que da a la piscina de la calle Sándalo y nos escapamos corriendo como en nuestra vida. Yo estaba bastante acojonada, pero ya en casa me di cuenta de que no debía asustarme porque nadie me iba a pillar. Luego no pude dormir en toda la noche del pedo, y el sábado tenía una resaca que no podía conmigo, pero me fui a El Corte Inglés de Castellana (que mi abuela sigue llamando de Generalísimo) a comprarle algo a mí madre porque el domingo era el día de la madre. Le he comprado el CD triple ¡Viva México!, en el que viene “La llorona” cantada por Lola Beltrán. Me encanta cantar con ella canciones mexicanas cuando vamos en el coche aunque nunca se lo contaría a éstas. Así que esta semana haré una recopilación en casset. Después fui a casa a comer y enseguida me cambié y preparé para volver a Morasol.

Vi a toda la gente que conocí el día anterior y de muchas personas ni me acordaba, pero estuve hablando con ellos y luego me fui a bailar. No paré en toda la noche y no probé ni una gota de alcohol porque nada más verlo me hacía pensar en lo mal que lo había pasado el día anterior y se me revolvía el estómago. Conocí al primo de María Peñas, Gonzalo, que creo que es el tío que me gusta en este momento. Es un tío que me cayó de puta madre y que me pasó consumiciones de Pachá porque es casi relaciones. Me encantaría volverle a ver y creo que vendrá a la fiesta de Lucía.

Pero al final de la noche me amargué un poco porque Álvaro se puso delante de mí a enrollarse con la tía con la que sale: la zorra de Paula Asencio, que está en 2º de BUP. Ah, Valeria, la hermana de Álvaro, es una tía que te cagas y hace unos días me dio varias fotos de Álvaro de pequeño. No sé cómo ella puede ser tan genial y simpática y su hermano tan chulo y tan gilipollas. Aunque, bufff, está buenísimo.

Bueno ahora te dejo, y ya te iré contando cosas, que me tengo que poner a estudiar, ¡qué coñazo!

En próximos capítulos:

  • Movida en los baños con las de 2º de BUP
  • Joe se ha echado un novio que baja al moro y sube hachís
  • Concierto de Guns N’ Roses con Faith No More y Soundgarden de teloneros
  • Fin de curso y verano
  • Bromas en los vagones de metro sobre estar embarazada y querer abortar para escandalizar a los viajeros (una propone que un amigo nuestro me pegue una paliza)
  • Fiestas de Bilbao
  • Olimpiadas Barcelona. Partidos de basket EE. UU.-Brasil o Croacia-Alemania. Noche en el Pueblo Español bailando con los de halterofilia canadienses
  • Viaje a la Expo y descripción
  • Empiezo 1º de BUP
  • Conciertos de Barricada, The Cure
  • Aparecen muertas las niñas de Alcasser
  • Lista de grupos que me gustan y de bares a los que voy

 

Los estados mentales de Ferrer Lerín

Llucia Ramis

Llucia Ramis Laloux (Palma, 1977) es autora de los libros Todo lo que una tarde murió con las bicicletas, Egosurfing y Coses que et passen a Barcelona quan tens 30 anys

Juan Manuel Artero

Juan Manuel Artero Fernández-Montesinos (Madrid, 1969) es compositor.

Beatriz Navas Valdés

Beatriz Navas Valdés (1978) es licenciada en Comunicación Audiovisual y ya ha entregado su tesis doctoral sobre el cineasta Werner Herzog. Trabaja como programadora y crítica de cine y es cocreadora de la plataforma de cine de vanguardia e independiente www.plat.tv

Francisco Ferrer Lerín

Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) es escritor y ornitólogo. Ha publicado los libros de poesía De las condiciones humanasLa hora oval, Cónsul, Ciudad propia, Fámulo y Hiela sangre; las novelas Níquel y Familias como la mía, y las colecciones de prosa El bestiario de Ferrer Lerín, Papur y Gingival. Ha traducido a Claudel, Flaubert, Monod, Tzara y Montale. Su último libro publicado es Mansa chatarra. Como parte de su trabajo en el Centro Pirenaico de Biología Experimental (CSIC) recuperó los muladares del entorno de Jaca, donde vive.