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El huevo

Hace tiempo que te sigo. He creado una cuenta fantasma, una de ésas que siguen a doscientos sin que las siga nadie: por todo avatar un huevo solitario, neutro. De vez en cuando cambio el huevo por una foto sin sentido, luego abandono esa cuenta, creo otro huevo, otro nick, y me oculto de nuevo entre tus seguidores. No quiero que sepas que estoy ahí.

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Soy, sí, introvertido como tú, aunque a ti a veces no te importe contar lo que te pasa. Me hizo gracia que en un tuit dijeses que eras puntual, confirma mi teoría. La mayoría de los puntuales somos introvertidos, y negativos. En realidad, se cumple mejor al revés: la mayoría de los introvertidos somos negativos y puntuales. Son cosas relacionadas, no necesariamente malas, aunque ahora casi las hayan prohibido: hay que ser positivo y flexible, adaptarse a lo que viene, no quedarse encallado en algo que no salió bien o que no fue como queríamos: los juncos que se inclinan pero no se parten y toda esa mierda. Olvidan —o seguramente no lo olvidan, se acuerdan muy bien— que también los que se arrodillan son flexibles, los que se doblan, se inclinan y hacen reverencias.

Es mejor ver el lado bueno de las cosas, pero si los negativos desapareciéramos el mundo estallaría sin que una sola persona hubiera dado la voz de alarma. Repiten que sentirse a gusto con uno mismo contribuye al bienestar mental, nos ayuda a vivir más y con menos enfermedades. Los puntuales introvertidos no nos sentimos a gusto con nosotros mismos, es un hecho. Ser puntual, lo sabes, consiste en llegar antes de tiempo. Llegamos antes porque es la única manera de no llegar tarde si se tuercen las cosas y, como nos representamos con bastante nitidez esas cosas que pueden torcerse, preferimos evitar de cualquier modo el tiempo de correr angustiados mientras alguien espera por nosotros, seres perfectibles en grado sumo que no merecen la espera de nadie. Acumulamos así dosis de minutos de antelación, a las que sumar posibles minutos de retraso ajeno. Cierto que solemos entretener la espera con los móviles, pero es sólo una máscara: los puntuales hemos alimentado hogueras de amor y cobardía, construimos laberintos para hacerlos saltar por los aires y rehacerlos de forma diferente, removimos la tierra, germinaron señales. Herramientas, cabezas de puente, la toma de diminutos palacios de invierno fueron diseñadas mientras, parecía, dábamos vueltas a la acera, tecleábamos en una pantalla o mirábamos la rama de un árbol.

Hace tiempo que te sigo; aunque no dices que seas negativa, ni introvertida, lo he notado. Algunos, y algunas, se alejan de nosotros cuando notan que no nos sentimos a gusto con nosotros mismos. Les inquieta y, además, no lo entienden. Nosotros que tantas veces deseamos permanecer solos en un cuarto cerrado, leyendo y sin hablar: ¿cómo, sin gustarnos, resistimos nuestra propia compañía? Es que estar leyendo nunca es estar solo. Y no estar a gusto con uno mismo no significa odiarse ni tampoco que no nos gusten los demás. Sólo quiere decir que nos modificamos, estamos siempre modificándonos porque la vida es movimiento y lo sabemos, no nos conformamos con nuestra quietud sino que nos ponemos en marcha: si nos dejan, preferimos hacerlo lentamente.

Antes se creía que los introvertidos estábamos como sin fuerzas, que nos faltaba gasolina, potencia para salir ahí a darlo todo, echar unas risas, contar historias, lanzar y recibir y asumir indirectas, interpretar gestos, tocar cuerpos, besar caras, eso. Lo que nos pasa, descubrieron luego, es que estamos demasiado activados. Demasiado motor, demasiadas revoluciones mentales y latidos. No presumo: demasiado por mucho resulta tan malo como demasiado poco. En cierto modo es como si el umbral del peligro estuviera muy bajo, de manera que en seguida lo hemos cruzado. Si otros sólo se sobresaltan al oír el crujido de una puerta, nosotros hace ya un rato que vimos una sombra pasar por la cara de nuestro interlocutor y nos preguntamos qué la habría motivado; sin dejar de atenderle revisamos recuerdos, palabras dichas y custodiamos el entorno: antes de que la puerta suene hemos oído el motor que se detuvo en la calle, el golpe en el portal, el ascensor; cuando la puerta cruje nos encuentra al mismo tiempo atentos y cansados. A menudo la puerta no cruje, y aquella sombra fue sólo un leve picor de nariz, o un poco de viento empujando una nube en la ventana, de modo que durante el resto de la conversación permanecimos inútilmente alertas, quizá temiendo haber dicho algo inadecuado o no haber logrado captar una preocupación, sin embargo inexistente, de nuestro interlocutor. Así las cosas, sin los extrovertidos que me rodean el mundo sería inhabitable, pero cuando te retraes, cuando ves lo más oscuro de lo oscuro necesito pedirte que sigas porque, a veces, hacemos falta.

Me gustan los tuits negativos que publicas como si fueran normales. Dices que los equipos pequeños no ganan grandes competiciones excepto por casualidad. En seguida se abren conversaciones para llamarte ceniza. ¿Por qué? Cenizos son quienes nos hacen confiar sin causa, quienes cuando se producen esas victorias un poco pírricas empiezan a celebrarlas y a decir que a los equipos pequeños nadie les gana en coraje y corazón. Tú, tranquila, les respondes que en realidad el coraje y el corazón no les importan. Refutas a quienes felicitan al Atleti cuando gana la liga diciendo que lo ha hecho tan bien que habría dado igual que hubiera quedado segundo. No habría dado igual, se habrían escrito la mitad de artículos. Cuenta ganar, cuenta fingir que si gana el pobre es porque el corazón vale más que los suplentes. Cuando luego el equipo pierde, entonces coraje y corazón son como piedras colgadas al cuello, un elogio triste y de segunda. La competición está trucada, tuiteas: los equipos desiguales deberían abandonarla. En seguida, las réplicas: incluso si uno sabe que va a perder debe intentarlo de todas formas. ¿Por qué?, contestas sin excusas, negativa y puntual: si el juego consiste en ganar, ¿por qué hay que intentarlo cuando no se tienen posibilidades? Recibes ocho respuestas pero ningún argumento, sólo palabras inflamables que hacen plop y se apagan. Mi huevo, en vez de responder, te hace otra pregunta: ¿Y en la vida, te dice, en la vida también es como en el juego: hay que retirarse cuando no se tiene ninguna posibilidad?

Tardaste en contestar. Te lo había puesto difícil, y a mí también. Si me devolvías un escueto “en efecto”, matabas el futuro, y me expulsabas. Pero si me decías que siguiera jugando, ¿cómo explicar tu anterior razonamiento? Nos salvó tu lado negativo, tu lado introvertido, tu forma de encallarte en las cosas que no salen bien aunque no, como cree mucha gente, para amargarte la vida o amargársela a los demás sino, todo lo contrario, para persistir, empeñarte, para no dejar nada abandonado ni perdido. En ese caso, dices, no hay que jugar a ganar, hay que jugar a que haya posibilidades. Desarrolla, pido desde otro de mis huevos, con otro nick y como sumándome a la conversación. Yo jugaría, contestas, también fuera de campo.

 

Aquí me tienes, fuera del campo. Un huevo en una botella. Ahora hay campañas, ¿sabes?, a favor de los introvertidos. Dicen que somos buenos líderes, porque escuchamos. Dicen que somos uno de cada tres individuos. Que, al menos de vez en cuando, en los colegios deberían volver a poner filas en lugar de mesas en círculo, paredes en las oficinas para que algunas personas podamos trabajar solas y no en grupo constantemente. No sé si quiero esas campañas. Prefiero camuflarme, es más seguro. Detrás de una pared, dentro de un escondite, si te encuentran estás perdido. Pero cuando te camuflas nunca saben si te han encontrado del todo. No nos escondemos, tú lo sabes, porque seamos cobardes. Se equivocan quienes dicen que no se puede contar con nosotros, que nunca nos arriesgaríamos a perder nuestra tranquilidad. Se equivocan, entre otras cosas, porque no tenemos tranquilidad. Estamos vigilantes, no angustiados, no ansiosos como si todo dependiera de un signo que esperamos. Vigilamos sin ansiedad porque no esperamos sino que solamente percibimos nuestro alrededor y también nuestro actuar, eso que hemos dicho o hecho y que podría haber sido diferente. Aunque llegase lo esperado, por ejemplo, aunque tú leyeras mi huevo en esta botella y me encontraras, yo seguiría vigilante, y tú también.

Voy despidiéndome. Dejo aquí mi agradecimiento a los extrovertidos, los positivos que van a nuestro lado, que salen a los bares virtuales o ciertos, reman en las conversaciones colectivas, conocen a desconocidos en las fiestas. Los extrovertidos, las extrovertidas, nos seducen irremediablemente, y queremos también imaginar cómo es su cansancio que no vemos, abrazarlo. Hasta que al rato nos vamos replegando porque somos huevos, perfiles centinela que emiten pocas señales, que apenas cuentan cosas. Si los extrovertidos nos condenan la reserva quizá tengan razón; no obstante, no callamos para esconder información valiosa sino porque sabemos que toda nuestra energía mal enfocada, ésa que no amanece en las fiestas, ésa que en ocasiones ilumina despacio, otras veces en cambio nos estalla por dentro y puede ser peligrosa, prender fuego a una silla con una mirada, destruir lo que sembramos, colapsar una estrella. Porque nos hacemos cargo del peligro levantamos muros. Luego, desde ahí, nos asomamos. Así te sigo a ti que cuando un huevo o un nick sin apellidos, uno con cuatro o siete o doce seguidores, notifica su presencia, lo tomas en consideración. No sólo hay bombas que retardan su efecto, hay mundos enteros con sus planes, su hipótesis, su tierra con raíces, su amor humano. Y cuando pasan las cosas, a veces, algunas quedas veces, estaban ya pasando en nuestras garitas invisibles, nuestros huevos que trabajaban fuera de campo, donde fuisteis queridos sin saberlo y otros fueron derrocados también.

Belén Gopegui

Belén Gopegui (Madrid, 1963) es escritora y guionista. Ha publicado, entre otras, las novelas La escala de los mapas, Tocarnos la cara, La conquista del aire, Lo real, El lado frío de la almohada, El padre de Blancanieves, Deseo de ser punk y Acceso no autorizado, que han sido traducidas a una docena de idiomas.