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Los cuervos de Sangen Jaya (III)

  

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(79) Anoche, como a las ocho, tembló. Yo subía las escaleras hacia mi habitación; regresé a la calle. Luego llovió a cántaros, a lo largo de la noche y la mañana. Esta tarde las cigarras callaron a los cuervos.

(80) Ese diablo no se irá sin llevarse algo de tu cuerpo. Debes permanecer alerta.

(81) La mujer que has sido te intriga, apenas has visto partes de ella. Tratas de seguir sus pasos. Siempre ha ido contigo, aunque no te percataras de su presencia. Ha sido quien ha hablado a tu oído, a quien has escuchado y cuyos deseos muchas veces has seguido. Y sobre todo es la que te ha dictado lo que despertaste en la mente de las otras.

(82) Tarde de teatro en el Kabuki-za, en la zona de Ginsa. C pagó las entradas. La función constaba de dos obras: una historia de fantasmas y la otra de guerra. Ambas tradicionales, simples. Actitudes melodramáticas, gestualidad exagerada, vestuario impresionante y lo ceremonioso permeándolo todo. Luego fuimos a la cantina Lyon, la más vieja de Tokio. C es muy japonesa: atenta, formal, inaccesible y un tanto asexuada.

(83) Pagas cada momento de lucidez con prolongadas caídas en la oscuridad y la desesperación. Y luego de esas caídas, aunque percibas con mayor precisión, eres más vulnerable. Un precio alto es el que pagas.

(84) Comí por primera vez carne cruda de ballena. Un
sashimi muy rojo, de sabor fuerte. Prefiero la caballa.

(85) La reducción de los espacios. En un izakaya de barra cuadrada, el cocinero, rapado y musculoso, apenas tiene espacio donde moverse; sin embargo, trabaja con precisión, con movimientos casi cronométricos, en un orden impecable. La búsqueda de la perfección en la miniatura.

(86) Roppongi. Agresivo, frívolo y desagradable a primera vista, como cualquier zona nocturna para turistas en cualquier parte del mundo. Pero hurgando en los pasajes, algo se encuentra: un destartalado bar español, un restaurante mexicano con cocineros hindúes y un bar con todos los tequilas imaginables, cuyo nombre, Agave, no deja lugar a dudas.

(87) Hubo una vez cuando te llegó una señal, un mensaje encubierto. Lo pasaste por alto y luego lo tiraste a la papelera. Pero algo quedó sonando dentro de ti. Y en ese mismo tiempo perdiste la palabra escrita que te guiaba. ¿Cuándo volverá a haber otra señal? ¿Estarás igualmente embotado en tu ruido y no la reconocerás?

(88) Viniste a esta ciudad a que te cocinaran. Pero eres un pedazo de carne dura, tensa. Necesitarás mucho fuego.

(89) Te has esforzado tanto en tener éxito, te has enredado tanto en ese esfuerzo, que ahora, cuando ves su futilidad, su tontería, no encuentras ya la forma de desenredarte.

(90) “Lo más precioso en la vida es la incertidumbre.” El compañerito Kenko, con sus ensayos en el ocio o en la pereza, me acompañará estos días.

(91) “Y vienen todos a comer de la puta que hay en mí.”

(92) Me echo en la cama. Siento como si tuviera treinta y tantos años. Tengo cincuenta y uno.

(93) Ayer en la mañana, mientras caminaba hacia la parada de buses, logré que la voz del profesor de salsa, del teniente Pedro, o de Joselito, diferentes nombres del mismo personaje, sonara en mi cabeza. ¿Lo logré? Es más preciso decir que ayer tuve la fortuna de que esa voz sonara durante casi media hora en mi cabeza; luego se fue. Pero me quedó el sabor de una voz nueva. Espero que regrese.

(94) Sueños intensos y prolongados, pero que me abandonan al despertar, como si allá adentro hubiera una disputa de la que no se me quiere hacer partícipe hasta que no se haya resuelto.

(95) Recibí ejemplares de The She-Devil in the Mirror. Very cute.

(96) ¿Te has preguntado en qué salsa te están cocinando y para qué paladar?

(97) “Un hombre debe tener muy firme en su mente que la muerte está siempre amenazando, y nunca ni por un solo instante olvidarlo.” Kenko.

(98) El lado izquierdo de mi cuerpo me manda señales, como si muy próximamente fuera a colapsar. Y yo preocupado por el coño de ella. Vaya absurdo.

(99) Las masas en Shinjuku me apabullan. Imposible hacerme a la idea de que cada uno de ellos tiene tantas preguntas y ansiedades como yo.

(100) “A veces un hombre aprende por vez primera cuán errado ha sido su modo de vida sólo cuando súbitamente cae enfermo y está a punto de partir de este mundo.” Kenko.

(101) Descubres que eres incapaz de perdonar. Te gusta creer que perdonas; te gusta decir que perdonas. Pero no hay tal: la venganza está enraizada en tu corazón. Y como no perdonas, gastas las horas en la acusación, el juicio, la condena. Tanto esfuerzo te enferma.

(102) En la noche, mientras duermes, alguien te usa. Te das cuenta en la mañana, al despertar: has sido usado sin tener conciencia de ello. Alguien te ha succionado; alguien te ha penetrado. Pero has dormido solo, con la puerta bajo llave. 

(103) Eres como el planeta. Tu cuerpo es la Tierra, una sola carne, pero quienes habitan tu mente y tus emociones son como los distintos grupos y naciones, cada cual queriendo imponer su voluntad.

(104) Kenko me recuerda a Chamfort. Los une el manejo de la estampa, el trazo de la anécdota. ¿Habrá leído Chamfort a Kenko?

(105) Hablas tanto con ella en tu mente, le reclamas con tal obsesión, la tratas de convencer una y otra vez con semejantes argumentos, que cuando finalmente te pones al teléfono tienes poco qué decir, exhausto de tanto haberle dicho en tu propia mente, y pronto la conversación languidece.

(106) “Una vez que un hombre comprende la fugacidad de la vida y decide escapar a toda costa del ciclo de nacimiento y muerte, ¿qué placer puede obtener de servir diariamente a un patrón o de impulsar proyectos para beneficiar a su familia?” Kenko.

(107) Has pasado seis años hablando con ella. Ahora quieres sacarla de golpe de tu mente. Eres ingenuo.

(108) Te encantaba la esclavitud de la que ahora te quejas. Le daba sentido a tu vida, al grado de que quieres correr tras el amo.

(109) Mis amigos aseguran que los cuervos que en estos tiempos revolotean en Tokio son apenas una pequeña cantidad. Años atrás eran una verdadera plaga, amenazante. El gobierno hizo entonces una campaña para sacarlos de la ciudad, en especial porque se habían apoderado de los basureros de cada manzana, de cada barrio. Aún ahora, de vez en cuando, descubro a un reincidente tratando de levantar con el pico la tapa de metal del basurero de nuestro edificio.

(110) En este sitio, me advierten, lo que no está expresamente permitido, está prohibido.

(111) Los cables subterráneos tienen un voltaje criminal; algunos de ellos conducen las comunicaciones más siniestras. Por eso es peligroso excavar sin la protección debida.

(112) Lo llamaré “doña E”. Cada vez que aparezca lo llamaré “doña E”, le pediré que deje de vociferar, de exigirle cuentas a quienes le rodean. Y si no se calla, me saldré de la casa y lo dejaré solo. Trataré de ir adonde no pueda alcanzarme. Y si viene tras de mí, pondré oídos sordos a su perorata, seguiré como si no lo conozco, hasta que se canse.

(113) La comida japonesa está atada a las estaciones; se come pescado y verduras de la estación. Nunca había vivido en un lugar donde la comida aún estuviera tan atada a los ciclos de la naturaleza.

(114) La voz rencorosa que te hizo llegar adonde ahora estás es la misma voz que te impide seguir adelante y te mantiene entrampado en el mismo sitio.

(115) ¡Qué noche de diablos me hizo sufrir ese diablo anoche!

(116) ¿Quieres el ruido de Shibuya? ¿Quieres el ruido de Shinjuku? Levántate y anda.

(117) Padezco con frecuencia un estado de ánimo que me cuesta describir: una tristeza de la que no encuentro el origen y que se presenta en los lugares y momentos más inesperados. Tengo su sabor, la sé reconocer, pero no puedo definirla, ni entenderla, ni separarme de ella. Ha estado conmigo en México, Madrid, Lyon, Frankfurt, Pittsburgh y ahora en Tokio. Me gustaría creer que está relacionada con el hecho de estar solo, sin pareja, o con problemas de pareja, pero no siempre se ha presentado en tales circunstancias y estoy seguro de que responde a algo más profundo. Es una sensación de sentirme abandonado en el planeta; un estado de ánimo que, en esos momentos, me impide disfrutar de las ciudades donde vivo y de la vida que se me ofrece.

(118) “¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso!”. El quejido de Cardenio en Don Quijote.

(119) Has vivido con cuatro mujeres. A las cuatro les has puesto los cuernos. Las cuatro te han puesto los cuernos.

(120) “En tiempos antiguos, el anuncio de una orden imperial era conocido como ‘La voz del cuervo’, debido a que el cuervo era un símbolo imperial” (Japan Longest Day).

(121) Te cueces en tu propio veneno, retorciéndote, como si en verdad hubiese agonía.

(122) “La vanidad es una fuerza espantosa”, dice el viejo maestro.

(123) Tienes la sensación de que en tu memoria había un disco ya grabado con la letanía amarga que debes repetir. Y aunque te propongas el silencio, el disco se dispara solo y la letanía vuelve a tu mente una y otra vez.

(124) Mujeres con las piernas bien formadas gracias al ciclismo que a diario ejercen; con poco trasero y nada de pecho, pero con piernas hermosas. No todas. También las hay muchas con las piernas arqueadas.

(125) Sobre la iniciación: “Todo despertar es desagradable”.

(126) Explica un profesor: La base “natural” de la relación entre el Japón y su emperador es muy sencilla: ambos nacieron simultáneamente, por tanto su relación inmutable fue establecida en ese momento, desde el principio hasta el final de los tiempos.

(127) Si hubieras heredado el calmo silencio de tu abuelo, en vez del verbo estentóreo de tu abuela, padecerías menos y harías padecer menos a quienes te rodean.

(128) —¿Cómo puedes tratar de tan mala manera a la persona que supuestamente más has querido en los últimos años? ¿De veras la amabas?

—Hay uno dentro de mí que no la quiere nada, que busca machacarla y luego deshacerse de ella.

—¿Uno dentro de ti?

—Varios.

(129) Cuando te calientas y tu imaginación se convierte en gozosa mujer, recuerda que nada de eso es tuyo, que nada más vives las resacas de la borrachera de tu madre, que tu calentura es lo que queda de sus desfogues.

(130) Ayer tarde fui a Hiroo. Visité la biblioteca metropolitana de Tokio, recorrí el parque de árboles frondosos que la rodea y finalmente recalé en un café estilo parisino, con las sillas de cara a la calle. Zona de occidentales. En la biblioteca me la pasé hojeando un libro de fotos de Canetti: qué fea era Veza y qué guapa Hera.

(131) Vives con intensidad el papel del Fariseo.

(132) Y si pararas de echarte porras, de engolosinado aclamarte. En el silencio, ¿qué quedaría de ti?

(133) Te has inflado. Quieres la gran obra. En tus novelitas breves eras más auténtico.

(134) Como no pudo cumplir el imperativo del éxito, se impuso lo contrario: el imperativo del fracaso. Pero en esto también fracasó.

(135) El disco rayado en la mente repite y repite su cantaleta. Por Dios, ¿cuándo se callará?

(136) Es la ceremonia del atún. Sucede cada domingo, al mediodía, en la zona comercial de Sangen Jaya, frente a la principal pescadería del barrio, a media calle, a esa hora cerrada al tráfico y abarrotada de compradores. Sobre una mesa de madera yace un atún de un metro y medio de largo. Docenas de vecinos nos aglutinamos alrededor. El pescadero, o como se le llame, empuña una larga sierra mecánica y comienza a cortarle la cabeza al pescado. Una ringlera de chiquillos de cinco, seis, siete años de edad, se turnan ordenadamente para coger el otro extremo de la sierra y participar en la faena. Los curiosos observamos en silencio. Cuando finalmente la cabeza del atún se desprende, los chiquillos lanzan vítores y sus padres y los vecinos aplaudimos. Enseguida, el pescadero raja a lo largo el pescado en cuatro grandes lonjas, cada una de las cuales entrega ceremoniosamente a una pescadera que lo asiste. Una vez terminado el corte, los chiquillos se vuelven a formar en fila y la pescadera les entrega un puchito de carne cruda que ellos mojan en un recipiente con salsa de soya y se llevan a la boca con la reverencia de quien comulga.

Horacio Castellanos Moya

Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957) es un escritor y periodista salvadoreño. Ha vivido en Canadá, Costa Rica, México, España, Alemania y Japón. “Cuando viví en Tokio —dice—, llevé un cuaderno de apuntes, a medio camino entre el diario y los notizen, como los llamaba Canetti. Ésta es la transcripción de los primeros apuntes”. Su última novela es El sueño del retorno.