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¿Qué le habéis hecho a mi mundo?

El rock y la sensación física de la violencia
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i queremos clasificar la música por géneros, deberíamos hacerlo en función de las emociones que inspira en quienes la escuchan. La alegría, el consuelo, el enardecimiento o la complacencia son algunas de las que suele despertar el rock.

Yo me estrené en el punk rock a través del miedo. Históricamente hablando me alcanzó tarde, en 1980, pero en lo personal me ocurrió más bien pronto: tenía catorce años. Era un niño. El rock es para los niños. Sólo alguien tan joven puede sentirlo en toda su intensidad, hasta confundir un redoble de batería con el mundo a punto de darle un puñetazo. Luego llegan la experiencia y la esclerotización de los nervios, y uno se va percatando de que lo que se promete en las letras no son más que mentiras y poses. Para cuando has cumplido los 28 ya te has dado cuenta de que ese arte al que eres tan aficionado tiene muchas deficiencias. Tus emociones han evolucionado más allá de los dones del rock, pero por otro lado se ha hecho demasiado tarde como para desarrollar un sentimiento igual de profundo por otro género de música. Si de mayor sigues escuchando lo mismo, estás bien jodido.

A los 14 supe que quería estar jodido. En el punk encontré una violencia física, una carga furiosa, algo así como el deseo de que me partiesen la cara. Ansiaba esa violencia en mi vida, siempre que no llegase a materializarse. Puede que ahí, en los motivos de mi deseo, resida un misterio íntimo, o incluso un misterio colectivo, porque, a juzgar por el éxito generalizado del rock y del punk, yo no era el único que anhelaba esa violencia. Y más allá subyace un misterio aún mayor y más interesante: cómo la música, aun cuando le quitas las letras, puede arreglárselas para contener “violencia”.

Hasta ese momento de mi vida, sólo el heavy metal me había prometido algo comparable al punk. Pero por muy estimulantes que me resultasen el doble bombo y el acelerón de las guitarras de Metallica o Megadeth, era incapaz de encontrarme a mí mismo y a mis problemas en las letras de guerra y desvarío propias del metal. Sentía más cercanos los versos de la época dorada de lo que ahora se llama “post-punk”, esa música excéntrica distribuida por sellos independientes que cuando se hartó de insultar a la sociedad comenzó a regodearse en el autoodio.

El punk y el post-punk no sólo repartían violencia contra el oyente por parte de la banda y su cantante; repartían violencia por parte de éstos y también del oyente contra todo el mundo y todos a una. Muchas veces las letras parecían ser conscientes de que no podían estar a la altura de la música, o de que su supuesta garra sólo procedía de la música a la que acompañaban. A veces resultaban agresivas de una manera cómica, a veces resultaban patéticas. Entre un estribillo como “Fuck school fuck school fuck my school / What’s the matter, buddy? Fuck you!1” (de The Replacements) y otro como “I’m a leper… / Who should I believe? / Safest to wallow in my own esteem2” (de Dinosaur Jr.) oscilan los dos polos líricos de las canciones que me gustaban. Pero la música en sí no era ni cómica ni patética. Contenía una amenaza y un estímulo. Me pasaba la noche escuchándola tumbado en la cama con la luz apagada, con los cascos puestos, en un estado de miedo tan real como demoledor.

¿Cómo puedo explicárselo a alguien que nunca ha sentido algo así? Desplacemos un poco el telescopio para ver, ampliados, los pequeños puntitos que conforman todo el archipiélago de datos sociológicos que rodean al niño que está sobre la cama: un chico blanco de clase media, de las afueras, mimado en el colegio, aburrido e indefenso, enfadado sin motivo aparente. Más bien diría, a riesgo de caer en una simpleza, que era un estado inherente a los catorce años, una edad en la que eres lo bastante mayor y fuerte como para comportarte como un adulto, salvo por el detalle de que la turbación de la juventud te impide consumar cualquier acto. Eso te convierte en un superhombre airado cuando estás con tu walkman y en un niño frustrado y desmañado en la vida real. Al menos para mí, los catorce años fueron eso.

En la música había caos para todos, y yo me volví un experto. Tenía mi propia opinión sobre el primer punk británico de finales de los setenta. La violencia de los Sex Pistols era de corte nihilista, descuidada y algo vaga (“No future / No future for you!3”). A mí eso me decía poco, y como a ellos tan sólo los conocía por las grabaciones que había oído, los Sex Pistols me parecieron demasiado profesionales, excesivamente producidos y hasta diría que aburridos. Pasé de sus cintas. En cambio The Clash, con sus litografías de disturbios callejeros en las portadas, eran maravillosos. Tenían temas de resistencia militante como Guns of Brixton (en el autobús de camino al colegio, iba cantando para mis adentros: “When they kick at your front door, how you gonna come / With your hands on your head, or on the trigger of your gun?4”). A la vez, sentía cierta vergüenza. Ya a esa edad tenía un firme sentido de la realidad sobre ciertas cosas, y según la visión del mundo que había desarrollado, sabía que si la policía echaba abajo la puerta de una patada, mi papel sería el de víctima y no el de luchador por la libertad. Iría directo al campo de concentración. Había algo incongruente en cantar los coros de unas canciones que de una manera tan evidente representaban las fantasías de poder ajenas, máxime cuando los que cantaban no creían estar fantaseando. Y aun así no quería convivir con mi debilidad, que día tras día pugnaba por tomar forma. Necesitaba localizar una violencia fantaseada que, de paso, reconociese que era una fantasía: la vertiente cómica del punk, otra vez.

Me enamoré de The Damned, que eran de la misma generación de los inventores del punk. Ellos sí que escupían bien, es decir, ni de manera cínica (como los Sex Pistols), ni demasiado solemne (como The Clash), sino de un modo que me hacía disfrutar. ¡Y además la banda y yo íbamos a juntarnos para escupir a todo el mundo a la puta cara! The Damned eran responsables de esas imágenes casi guiñolescas del ridículo (“She can’t afford no cannon / She can’t afford no gun at all5”), de los superpoderes (“I was born to kill6”) y hasta del asesinato cobarde (“Stab your back! / Stab your back!7”), e insultaban a los fans que los esperaban al otro lado de la puerta del camerino (“Standing in the pissing rain / Must be a drag8!”). Por todo eso me encantaban. Sus letras estaban estrechamente imbricadas con la música, que era tan frenética y aguda (sobre todo en la cinta regrabada de un elepé que me pasó un compañero de litera francocanadiense en un campamento de verano), y tan gloriosamente dolorosa al oído, que la violencia absurda de las letras resultaba inseparable de la violencia real de la música, que, como ya he sugerido, es la receta para que el punk sea potente, interesante y dé miedo.

 

l principio de mi adolescencia, en el instituto, en el ocaso del post-punk, escuchar música grabada valía tanto como asistir a los shows los fines de semana (nadie los llamaba “conciertos”). Nos pasábamos cintas con lo último que habíamos descubierto, en aquel instituto progre al que asistí después de años de estudiar en un colegio privado. Para mí supuso un cambio radical; pasé de Cat Stevens y la Steve Miller Band a Hüsker Dü y la Jean-Paul Sartre Experience. Y siempre había un punto de violencia real en aquellos shows, lo que no dejaba de ser un aliciente.

Los lunes se hablaba de los shows que habían tenido lugar durante el fin de semana. Siempre había algún desconocido que terminaba herido, tirado al suelo o sangrando por un codazo o puñetazo. Tus amigos del instituto te contaban si habían tenido algo que ver, o lo que habían visto. O si aquella noche habías salido, quizá tú mismo habías estado allí, o habías oído rumores, o te habías enterado. Yo nunca llegué a ver a nadie gravemente herido en un show, pero nunca perdí la esperanza. Me acuerdo de un espectáculo que tuvo lugar en una pista de hielo. El sitio era demasiado grande para que aquello fuera un “show” de verdad, pero eso lo hacía más peligroso porque había colegas de la fraternidad que no respetaban los protocolos de los shows punkies a los que, los fines de semana, acudía público de todas las edades, y en los que si tirabas a alguien de un golpe al menos tenías la decencia de ayudarle luego a levantarse. Allí se dijo que alguien se había roto una pierna, o la espalda, y que lo habían sacado en camilla, y un amigo llegó a codazos hasta la primera fila para contarnos entusiasmado: “¡Hay sangre en el suelo! ¡Hay sangre en el suelo!”. La verdad es que era habitual que corriera la sangre; una cabeza despistada podía golpearse por accidente contra una nariz en pleno pogo, que era la última moda en baile. La gente se apretaba formando un círculo, se gritaban unos a otros, se sacudían hombro contra hombro, eran expulsados del círculo para ser empujados otra vez dentro por manos expectantes, arrojándose a donde la masa estaba más apiñada, en lo que se llamaba el pit, el hoyo, y aquello era “casa”… Yo mismo intenté participar, con precauciones. Era habitual que dentro del pit los tíos se encarasen, a veces dos contra dos, o a veces era un solo tipo sudoroso el que esperaba un rival. Eso me daba más miedo todavía.

Uno de los subgéneros más vivos del punk de mi época era el que se conocía como hardcore, una música especialmente adecuada para el pogo, y con la que, justamente, mi vida musical volvió a empezar a los catorce. Hasta entonces seguía una descontrolada dieta prepubescente de rock clásico de la era Woodstock, la música de nuestros padres y madres, que se volvió despreciable de un día para otro. El hardcore era alucinante. También daba miedo por el redoble de batería ultrarrápido y repetitivo, porque las letras se aullaban y se maltrataba la guitarra, y porque estaba rodeado de la cultura de los cabezas rapadas, por lo menos en sus inicios.

Para el niño que yo era, una cabeza rapada delataba a un skinhead, y en 1980 los skinheads era neonazis, hooligans británicos y alemanes admiradores de Hitler que corrían desbocados por las calles de Bremen o Leeds, cenutrios racistas del Frente Nacional: el tipo de gente que veías de vez en cuando en 60 Minutes9, en aquellas bochornosas sobremesas familiares. Entre clase y clase, en el instituto, mis colegas me explicaron que no todo el hardcore era skinhead y que de todos modos había hardcores antirracistas, aunque también había un hardcore racista que defendía la supremacía blanca, sobre todo en Inglaterra, pero que era difícil de encontrar y que… Yo no las tenía todas conmigo. Me parecía una obsesión enfermiza, tanta clasificación entre cabezas rapadas nazis o no nazis. ¿Por qué no se dejaban crecer el pelo y punto? Me hablaron de un mundo llamado “straight edge”, una subcultura hardcore de punks rapados (o afeitados al uno) que no sólo eran antirracistas, sino que además renegaban de las drogas, el alcohol y el tabaco (aunque no de la violencia), y que se dibujaban con rotulador una X en el dorso de la mano, a imitación de lo que se hacía en los clubes de punk para detectar a los menores que se acercaban a la barra. Las casetes recopilatorias iban y venían, y un día mi colega Becky K. me pasó una cinta de las obras completas de la gran banda de Washington DC Minor Threat, ya disuelta. A esa grabación sí que reaccioné: escuché atónito y con muy poca idea de qué hacer al respecto. Cuando vuelve a mi memoria
—estoy seguro de no haberla puesto por lo menos en quince años—, lo primero en lo que pienso es siempre en unos versos de Out of Step:

Don’t—smoke

I don’t—drink

I don’t—fuck

At least I can—fucking think! 10

Hay que decir que las letras de Minor Threat, más que cantarse, se arrojaban, como si se gritasen a alguien, a un volumen atronador, acompañadas por unos acordes convulsos. Yo ni fumaba, ni bebía, ni follaba: deseaba hacer las tres cosas, pero no me salían. Estaba claro que la gente del “straight edge” eran lo contrario a mí, pues trataban de escapar de cosas de las que yo no necesitaba escapar. Casi toda la música que había oído en las emisoras de rock clásico tenía un tono de invitación, te convencía de que podías formar parte de ella, de que podías sustituir al cantante. Cuando Mick Jagger te pide que te bajes de su nube11, sabes que no te lo está diciendo a ti, que se está dirigiendo a otra persona: con sus más y sus menos, es una canción para que la cantes con él. Mucha música punk era similar, una especie de torrente de bilis que podía llegar a anegarte, aunque luego seguiría la corriente para ahogar al siguiente. Pero si Ian MacKaye, de Minor Threat, me hubiera dicho que me bajase de su nube, habría sabido que más me valía apartarme de su camino. De eso me daba cuenta por vías que no llegaba a comprender del todo: en parte por la tensa disciplina que se apreciaba en la música, en parte por los duros enunciados de las canciones, por no mencionar la intensidad de su extraña subcultura. Fuera como fuera, Minor Threat se las arreglaba para excluirme totalmente, a lo cual mi única reacción posible fue la curiosidad.

Con la canción Guilty of Being White pensé que la distancia se había vuelto insalvable. Era un puro aullido sobre el dolor y la ira de ser culpable, ni más ni menos que de ser blanco, por todos los crímenes de las generaciones precedentes. Parecía confirmar la sospecha de que, a fin de cuentas, el hardcore y sus rapados acólitos sí eran racistas. Le saqué el tema a Becky K. cuando le devolví la casete.

—Oye, Becky, son “culpables de ser blancos”. ¿Pero no están… tratando de librarse de su culpa? Es decir… ¿de verdad esto les preocupa?

¿He mencionado ya que Becky K., también de catorce años, llevaba piercings, era de ultraizquierda y siempre me llevaba la delantera en todo? Desde detrás de las gafas redondas, sus ojos me dedicaron la más lograda mirada de desdén que había recibido hasta entonces en el instituto. Me di cuenta de que había quedado como un punk de medio pelo.

No —respondió—. Son completamente culpables de ser blancos. De eso va la cosa. Van totalmente en serio. Son culpables. Somos culpables todos.

Bueno, ya sabía que ya era culpable. Era culpable de ser blanco, igual que era culpable de ser un tío, culpable de no ser pobre, culpable de ser heterosexual, culpable de cualquier cosa de la que un chico progresista pudiera ser culpable. Pero Minor Threat conseguía algo impresionante de verdad: hacerme sentir realmente fuera de su mundo, rechazado por ellos y a la vez culpable. Me recordaban variedades de corrupción personal sobre las que no podía hacer nada, sobre las que debía reflexionar más a menudo. Ahí palpitaba algo nuevo: la ira violenta y el odio y el autoodio alternantes que había en el resto del punk, pero con un montón de razones sociales serias para odiarte a ti mismo. Hasta la parte más autocensora y responsable de mí podía respaldar esa función de la violencia en la música.

El otro disco que recuerdo de cuando tenía catorce, que me asustó y extrañó del mismo modo que el álbum de Minor Threat, fue It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back, de Public Enemy. Yo no era negro, a Public Enemy no le gustaba y su música tenía el mismo efecto ambivalente de exaltación de la integridad y de sensación de ajenidad absoluta. (De paso, aquel álbum te recordaba que a los blancos había que odiarnos.) Hoy en día echo de menos más discos que obstruyan los procesos de identificación propios del rock, que enseñen a más oyentes a no identificarse. A veces no te lo mereces, y quizá sea función de los cantantes impedirlo. Para mí constituyó una lección muy valiosa. No todos los sentimientos que el arte despierta te pertenecen, ni siquiera si —en cierta medida— es tu reacción personal la que los trae a la vida. Hay ocasiones en que las emociones del arte deben ser confiscadas, desplazadas a otra categoría de respuesta, para que te puedas liberar y convertirte en un ser humano responsable: es decir, alguien que sabe soportar un desplante y apreciar a los otros, aun cuando comprendas que no les gustas, que les importa un rábano si estás ahí.

El punk concentraba en la música todas las satisfacciones de la violencia primigenia, para luego canalizarlas o dirigirlas en sus letras. Me gustaba pensar que de ese modo la atornillaba al mundo. Pero si abandonabas los dominios de lo cómico en los que habita gran parte del punk (de hecho era la mayor y más popular parte de él, de los Ramones a Green Day), o abandonabas el reino de la ira llorica (desde Dinosaur Jr. a Nirvana, cada uno en su estilo), resultaba muy raro acercarse a la violencia en los términos en los que se la describía. La de Minor Threat era una violencia verosímil e íntegra, con la cual de todos modos yo no me podía identificar: una combinación interesante. Es una lástima que la música en sí no me gustase tanto. Resultaba un poco elemental. Y esa integridad tampoco tenía nada que ver conmigo. Yo buscaba en la música un miedo y una violencia mejores, que me implicasen en el grado correcto, de la manera correcta, y que de paso también me alienasen de la manera correcta. Para mi suerte, Becky K. seguía al quite. Volvió con otra cinta.

Minor Threat no duró mucho como banda. Sin embargo resultó, como dicen los críticos de música, “seminal”. Mientras tanto su cantante, el joven Ian MacKaye, fue rulando por varias bandas de corta trayectoria hasta que montó otro grupo estable al que invitó a un segundo cantante, menos conocido pero muy intenso: Guy Picciotto, que venía de la banda Rites of Spring, más efímera todavía (pero igual de “seminal”). De aquella colaboración resultó, como se vio más tarde, un combo de genios al estilo de Lennon/McCartney, acompañados por una nueva sección rítmica de incomparable talento. La banda se llamó Fugazi.

 

o me siento muy cómodo escribiendo sobre Fugazi, porque no hay nadie menos cualificado que yo para hacerlo. Yo no estaba en el DC cuando comenzaron, ni los vi en su primera ni en su segunda gira. Además, siempre abrigué la grata sensación íntima de que su música no contaba conmigo, pues estaba estrechamente ligada al mundo post-hardcore y “straight edge”, una subcultura con la que yo no tenía nada que ver. No eran comerciales, no salían en la radio ni en la tele, no tenían nada que ver con ninguna otra cosa que yo conociese o me fuera familiar. Es más, más que un grupo, Fugazi era una especie de fenómeno que seguía mucha gente a la que no le interesaba su música: algo así como una pandilla anticomercial, ultramoral y hasta puritana que estaba en gira permanente, y que muchas veces tocaba en lugares tan poco convencionales como sótanos de iglesias o rectorías de universidades; que se empeñaba en que se admitiera en sus conciertos a gente de todas las edades, para que los fans de entre 18 y 21 años pudiesen verlos; que bajaban los precios de las entradas hasta los cinco dólares, en lugar de andar amasando dinero. Eran el colmo del hazlo tú mismo. Además, la banda vendía sus discos, que publicaba el propio sello de MacKaye, Dischord Record, a precios casi irrisorios. (Dischord existe todavía, y en sus tres decenios de existencia ha publicado 157 álbumes y singles, la mayor parte de otros grupos. Hace poco me mandaron por cuatro pavos una casete nueva del primer álbum de Fugazi, que ha sustituido a la que yo me había grabado —gratis— en 1989.)

Lo que yo buscaba era una música cuya violencia formal inspirase algo más que el deseo de alborotar, de meterse en peleas, de matar. ¿Qué era? Aquello que yo buscaba a tientas lo encontré en el primer EP de Fugazi, una cinta de siete canciones entre las cuales apenas quedaba un instante para coger aliento. Las dos caras de la casete eran iguales, de modo que podías darle la vuelta sin rebobinar y vivir de nuevo la explosiva secuencia. Fugazi es un disco que no he podido sacarme de la cabeza en media vida.

Volviendo a la pregunta inicial: ¿Cómo provoca la música rock el sentimiento de la violencia física, especialmente en los fragmentos sin letra? Me temo que mi respuesta es literal hasta rozar lo estúpido: creo que depende de si el volumen es lo bastante alto como para provocar dolor al oído, efecto que se consigue muy pocas veces, y que depende también de que los instrumentos estén realmente golpeando algo, aunque no sea necesariamente un cuerpo humano.

La violencia del blues residía en las amenazas, en las promesas de que algo iba a suceder, y esas advertencias verbales reverberaban en la guitarra percusiva. Pero la violencia prometida tenía el mismo alcance que aquel instrumento de madera, apenas la longitud de un brazo o el eco de una voz aullante: sonaba a mano a mano. Si el bluesman amenazaba con rajarte, las cuerdas de acero adquirían un frío sonido metálico. También podía compararse con Sansón entre los filisteos: “If I had my way / I’d tear this building down12”, como canta Blind Willie Johnson en célebres versos. Pero lo cierto es que la música, por sí sola, era incapaz de provocar ese desplazamiento del aire, el temblor de una bola de demolición capaz de derruir el edificio. No hay duda de que el rasgueo acelerado de la guitarra acústica y el tañido de las cuerdas pueden llegar a resultar imponentes o escalofriantes (incluso en las canciones protesta, como por ejemplo en The Lonesome Death of Hattie Carroll, que a la violencia responde con virtud), pero no hay nada en ellos que emule una fuerza capaz de causar un daño real y de manera inequívoca.

Si lo que quieres es inspirar miedo, tienes que recurrir a algo verdaderamente atronador. Necesitas una gaita, una orquesta sinfónica o, en nuestros tiempos, un amplificador potente. Para alcanzar esa violencia auténtica de la que es capaz el rock, es preciso, lo primero, que el volumen de la guitarra sea extremo. Pero creo que si hay algo decisivo, por encima de todo, es esa manera amplificada y muy articulada de tocar la batería, tomada del hard bop y de todo lo que le siguió, de bateristas negros de jazz como Max Roach y Art Blakey y Elvin Jones; ese sonido que luego penetró parcialmente en el rock a través de bateristas blancos como Ginger Baker, de Cream; Keith Moon, de The Who, y Mitch Mitchell, de The Jimi Hendrix Experience. El batería de un grupo de rock tiene una facilidad pasmosa para golpear objetos —puede pegar, puede sacudir la piel— y sus porrazos y golpes, más que un ritmo concreto, cuando están bien dados, pueden provocar un movimiento de lo más inesperado, como cuando un bombo o una caja echan a rodar, o un golpe de platillo entra de repente, y lo sientes como una especie de percusión sobre tu propio cuerpo, y luego como si fuera tu propio brazo, o tu pie, el que da el puñetazo y produce el sonido. Cuando un guitarrista abandona la línea melódica y distorsiona y amplifica el sonido, puede componer con la batería un tejido musical, puede emularla y darle la réplica, sincronizándose con ella —al golpe seco en el bombo le replica un aullido desafinado, mientras la baqueta golpea el platillo—. Y ya tenemos un nuevo tipo de arte, el escalofriante arte del rock and roll, en el que la violencia física simbolizada se manifiesta en toda su amplitud.

La música pop más interesante es aquella en la que las letras son capaces de comprender el ánimo que transmiten las partes instrumentales. Entonces, o bien ejercen un complejo control sobre el estímulo de dicho ánimo, o bien se distancian deliberadamente de él. Si en 1989 Fugazi fue tan importante para mí, fue por su control de la extrema violencia mediante un ethos de distanciamiento, por su combinación de música violenta y letras que se oponían, hasta ahogar por completo a los diversos modos de embotamiento y vejación que desde el exterior asediaban a todo el mundo: el consumismo, la cosificación sexual, la obsesión con la enfermedad y la salud, y el uso de las drogas, tanto legales como ilegales. Esa música asumía el ataque preventivo dirigiendo la violencia hacia fuera, en una defensa contra las agresiones del mundo artero. Sonaba como un sagaz murciélago esquivando los proyectiles, como un garrote que reventase un recipiente de hielo o de cristal. Reconocía que el daño ya había anidado en ti, pero intentaba que lo vomitases.

Tardé años en oír en grabaciones en directo la prueba de lo que había oído comentar en la época de la universidad: Ian MacKaye trataba de damas y caballeros a su público y se mostraba educado y amable hasta el extremo (“Buenas tardes a todos. ¿Cómo se encuentran esta tarde?”, “¡Qué demonios importa!”) antes de zambullirse en otra canción devastadora. Esa corrección tan consciente parecía confirmar la posibilidad de una música capaz de canalizar la erupción de emociones violentas, sin tener que destruir la civilización, sino construyendo una sociedad civilizada en otros términos, más considerada, reformada de arriba abajo.

Me equivoco si interpreto el álbum Fugazi como la historia de una evolución? Siempre lo he entendido así. Waiting Room arranca con un célebre fraseo de bajo, al que siguen las baquetas repicando cuenta atrás y después una guitarra intermitente, hasta que la canción se detiene, en un alarde de control, y vuelve a comenzar con una percusión muy apretada. “I am a patient boy / I wait, I wait, I wait, I wait13”. Esta canción va de verdad de una sala de espera. El cantante es tanto un paciente (de los que hay en las consultas de los médicos) como alguien que se abstiene de actuar. Observa cómo a su alrededor todo y todos se mueven, pero a pesar del movimiento “no se pueden levantar”. La sala de espera es como el Mito de la caverna de Platón, en el que todo el mundo contempla las imágenes en la pared, se desplaza de acá para allá, lleva una vida aparentemente excitante, pero está secretamente encadenado. MacKaye es el único que promete que está saliendo, con una convicción muy juvenil: va a pelear “por lo que quiero ser”. “And I won’t make the same mistakes14”, declara. A lo cual Picciotto, cantando por detrás, contesta en un ceceo “Yes, I know15”, con una voz que a mí siempre me ha sonado engañosa y diabólicamente suave. ¿Seguro que no cometerá los mismos errores? En Bulldog Front, es Picciotto quien ensaya su propia tonada de certidumbres. Se dirige a un “tú” innoble, a un individuo ignorante que acepta las cosas como vienen y se limita a defender su territorio. “Ahistoric...16”, canta. “My analysis: it’s time to harvest the crust from your eyes17”.

Picciotto reaparece en Give Me the Cure. La letra es frontalmente directa, como si se le hubiera caído la venda de los ojos y hubiese descubierto algo aún peor de lo que imaginaba. “I never thought too hard on dying before18”. Cara a cara con el miedo a la enfermedad, canta sobre las maneras en que la sociedad promete que podrá arreglarlo, arreglarlo… pero o no puede, o no quiere arreglarlo. Éstos son los versos que siempre me remueven:

But you’ve got to—

Give me the shot

Give me the pill

Give me the cure

Now what you’ve done to my world? 19

Ian se incorpora y canta con él, mientras que el bajo, la guitarra y la batería se unen para atacar al unísono, antes de acabar con un redoble de batería y con el grupo entero dejando de tocar mientras Guy aúlla: “Give me the shot!”.

Yo el álbum lo entendí literalmente, como si tratara de una sociedad en la que estás vendido: hasta tus acciones, tus acciones violentas, están regladas, y cada vez que te mueves o dices algo no tienes más remedio que tener en cuenta dónde estás. El modelo más perfeccionado de todo esto es la medicina. Detrás del álbum, a mi modo de ver, merodeaban la consulta del médico (con su sala de espera) y la medicina que éste te iba a administrar y lo poco que te iba a servir. También sabía, mientras escuchaba el disco, que la cultura desde la que hablaba esa música me era tan ajena que probablemente me equivocaba de cabo a rabo al interpretarla, aunque era sólo una sensación. Suponía que estaban hablando de drogas y estupefacientes y de la vida dura, cosas que yo no conocía. Como carecía de un contexto al que aferrarme, me imaginé que podrían estar hablando de la medicina, sobre una sociedad hipermedicalizada, sobre una gestión y una manipulación del miedo a la muerte que nos obligaban a estar constantemente mendigando una ayuda que no llegaría nunca. Sin duda era eso lo que me asustaba, allí residían mis temores.

Con “Suggestion”, otra de las canciones, MacKaye se internaba en la más pura cultura política de los 80. La protagonista, que es evidentemente una mujer, quiere saber por qué no puede recorrer la calle sin recibir insinuaciones sexuales. Debería verse libre del acoso del macho, de la cosificación, de la visión totalmente falsa de “lo que supone ser un hombre”. Aquí el hardcore, tan ensordecedor, se lanza a la defensa de la urbanidad, la integridad y la imposición de ciertas limitaciones, lo cual parece una paradoja. Al final, MacKaye se desliza desde su extraña ventriloquia hacia una distante tercera persona capaz de apreciar tanto al hombre, que se siente en su derecho, como a la mujer, que es ella misma y nadie más, y al resto de nosotros, que nos quedamos callados, por lo que todo esto acabará mal, puede que hasta en una violación. “We keep quiet like they taught us… / We blame her for being there / But we’re all here /And we’re all—GUILTY!20”. Palabra por palabra, lo que me había dicho Becky K. para explicarme en qué consistía Minor Threat.

 

Por fin conseguí verlos en 1991, en el Channel, un club de rock de Boston que ya no existe y que estaba en Fort Point Channel. Me coloqué a más de diez metros del escenario, y junto a mí no tardó en organizarse un segundo pogo. Habían retirado las mesas, de tipo night club, y las habían reunido alrededor de los pilares que sustentaban el techo, lo que proporcionaba a los rapados danzarines descamisados plataformas adicionales desde las que lanzarse a la multitud, siempre que no hubieran decidido lanzarse unos contra otros como arietes en medio del tumulto, con las camisetas blancas sudadas colgando de los cinturones. Después he sabido lo desagradable que le resultaba al grupo tocar delante de una panda de capullos en las salas de conciertos, una vez que se hicieron demasiado famosos para seguir tocando en iglesias. Pero lo hicieron para que su nuevo público de pánfilos de clase media, como yo por ejemplo, pudieran oírles. Todavía les estoy agradecido.

Lo curioso es que, delante de ese gentío, y muy al contrario de lo que sentía con los cascos puestos, todo el enigma de la música parecía haberse evaporado. La idea de exclusión seguía en cierto modo en la música, pero al permitir que todos escuchásemos su mensaje, éste se desvanecía. Recuerdo que me pareció que la banda estaba aburrida o molesta. Tocaron tan bien como era de esperar, pero ante un público tan aborregado como aquél parecían saber que no habría trascendencia posible. Apenas hablaron, y al final dejaron de rogar a la gente que fueran más amables unos con otros, que tuvieran en cuenta que en las primeras filas había tanto chicas como chicos cantando, para que dejasen de empujarles… Eran ruegos que ya habían hecho muchas veces, a diferentes audiencias. Pero aun así no parecían surtir efecto.

No había sangre en el suelo, no había más que gente constantemente arrojándose contra la masa y jóvenes solitarios levantando las rodillas en una danza macabra, con la cabeza baja, esperando que alguien arremetiese contra ellos. Recuerdo la escena, recuerdo un par de canciones, pero el momento verdaderamente dramático que creo recordar es cuando Fugazi dejó de tocar y en aquel violento pogo no hubo ni cambio ni pérdida de intensidad. “¿Es que no os importa lo que hagamos?”, preguntó Ian desde el escenario. “¿Os da igual si tocamos o no?”. Y en ese momento —cuando a ojos de Fugazi se habría dicho que la manada debería haber vuelto en sí, avergonzada y apaciguada— quedó claro que a aquellos adolescentes les daba igual. La violencia de la música sólo servía para permitir un juego de violencia simulada en la pista de baile. Me pareció que Fugazi no seguirían tocando más. Con lo que tenían delante, parecía lo único que debían hacer, recoger y largarse sin más. Pero, es de suponer que por respeto a los que habían pagado para escuchar, siguieron tocando hasta el final, y al final recibieron su aplauso.

De manera que el mundo sigue siendo así, pensé abatido cuando me marché. Otra vez tenía miedo, no por la música, sino por los chicos que había visto y por la sospecha de que incluso en presencia de la “mejor” clase de violencia musical, la más catártica, fortalecedora, política, instructiva y culpable, mis modestas ideas o esperanzas no llegaban a cuajar.

Por alguna razón —por terquedad o estupidez— me he mantenido desde entonces fiel a una idea, no he dejado de creer que hay cierta música pop que debe hacer algo por la gente. En concreto, debería tratar de reformar sus ideas, o al menos recordarles algo que por otro lado ya deberían saber, y ayudarles a que conserven un cierto estado de ánimo, una idea o una esperanza que todos necesitamos mantener. No debería sonar a chiste, decir que hay álbumes que te cambiaron la vida. Pero quizá ésta sea la más fantasiosa de todas las fantasías, y si desde los catorce años yo hubiera aceptado la impostura del pop y su falsedad, quizá me habría ahorrado algún desengaño.

  • 1. Que le jodan al colegio, que le jodan al colegio, que le jodan a mi colegio. ¿Qué pasa, colega? ¡Que te jodan!
  • 2. Soy un leproso… / ¿De quién me puedo fiar? / Lo mejor es que me revuelque en mi autoestima.
  • 3. No hay futuro / No tienes futuro.
  • 4. Cuando tiren la puerta de una patada, ¿cómo saldrás? / ¿Con las manos en la cabeza o con el dedo en el gatillo?
  • 5. No puede permitirse un cañón / ¡No puede permitirse ni una pistola!
  • 6. Nací para matar. 
  • 7. ¡Puñalada por la espalda! / ¡Puñalada por la espalda!
  • 8. Estar bajo esa lluvia de mierda / debe de ser un coñazo. 
  • 9.  Programa de reportajes de actualidad periodística de la CBS, fundado en 1968 (N. de la T.)
  • 10. No fumo / No bebo / No follo / ¡Al menos tengo un puto cerebro!
  • 11. En “Get Off of My Cloud” (N. de la T.). 
  • 12. Si las cosas se hicieran a mi modo / tiraría abajo este edificio.
  • 13. Soy un chico paciente / Espero, espero, espero, espero. 
  • 14. Y no cometeré los mismos errores.
  • 15. Sí, ya lo sé. 
  • 16. Ahistórico
  • 17. Este es mi análisis: ya es hora de recoger la costra de tus ojos.
  • 18. Hasta ahora nunca había pensado seriamente en morir. 
  • 19. Pero tenéis que / administrarme el sorbo / administrarme la pastilla / administrarme la cura. / ¿Qué le habéis hecho a mi mundo?  
  • 20. Permanecemos callados, como nos enseñaron… / Le echamos la culpa a ella por estar ahí / Pero estamos todos aquí / ¡Y somos todos CULPABLES! 

Mark Greif

Mark Greif (Estados Unidos, 1975) ha estudiado Historia y Literatura en las universidades de Harvard, Oxford y Yale. Es senior editor y co-fundador de la revista n+1, colaborador en The American Prospect y la London Review of Books, y activista del movimiento Occupy Wall Street. 

Este texto apareció originalmente en el libro Heavy Rotation. Twenty Writers on the Albums That Changed Their Lives, editado por Peter Terzian.

Traducción de Bárbara Mingo