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En torno a la vida contemplativa

La mañana en que me acerqué a la sede de Siruela a recoger un par de novedades de narrativa policíaca sobre las que me apetecía escribir, me llevé la sorpresa de que Elena Palacios me tuviera preparado, junto a esos libros, otro de pequeño formato, que cabía casi en la palma de la mano y del que me dijo: "es nuestro éxito de ventas de esta temporada".

Modo lectura

Se trataba de Biografía del silencio, de Pablo D’Ors. Y me lo llevé, y lo leí, queriendo el destino que alternara su lectura con la de otro título publicado por la editorial Elba comandada por Clara Pastor —Un tiempo para callar— que guarda con él bastantes concomitancias temáticas y recoge las reflexiones de su autor, Patrick Leigh-Fermor, sobre sus estancias en dos abadías benedictinas.

¿Hay, me pregunté tras la inmersión en estas dos obras, lugar para la búsqueda interior, para la disciplina meditativa, para una vida de contemplación en un hábitat tan artificial como el que nos circunda y oprime y casi fagocita, tiranizado por la prisa, empedrado de urgencias banales y en el que la constante promiscuidad con el universo cibernético está prácticamente destruyendo la facultad del ser humano para prestar atención mínimamente duradera a cualquier asunto?

No me siento competente para juzgar el valor último que, en calidad de guía, es decir, de manual para el ascenso por la escala de los estados superiores del Ser, deba ser otorgado a la Biografía del silencio de D’Ors, que es más bien una hagiografía del mismo, una suerte de cronología de su sacralidad intrínseca, y que, tras esa especie de “personificación” del Vacío subyacente en el título, viene a sintetizar la experiencia de un sacerdote católico como seguidor confeso de la meditación zen. Pero, por más que en ella no nos sean precisados los “cauces oportunos” (sic) por los que acceder al gobierno de la mente despojada de impurezas, no cabe duda de que constituye una excelente invitación a romper con el ensueño de la impropiamente llamada vida real. Y, desde luego, el libro no es parvo en asertos dignos de atención, como la pertinente calificación de la meditación como “iniciación a la realidad”. O tan sensatos como los vertidos en ese pasaje donde somos aleccionados en el sentido de que: “Al igual que nos sentamos a la mesa para comer, y no comemos de cualquier manera y a todas horas, quizá también para pensar deberíamos sentarnos y no hacerlo cuando al pensamiento le convenga o se le ocurra”. Se trata de puntos de partida que pueden, sobre el papel, parecer poca cosa, pero ni mucho menos lo son.

Billy Moss y Patrick Leigh-Fermor en Creta (1944)

 

Algo muy a retener es que al occidental de nuestro tiempo le supone un arduo esfuerzo y un férreo ejercicio de doma de su voluntad no ya el sometimiento a la disciplina requerida por la práctica de la meditación, sino la mera circunstancia de verse en el trance de pasar la noche en uno de los apacibles lugares donde transcurre la vida contemplativa. Así, cuando Leigh-Fermor se instala en la abadía de Saint Wandrille, donde va a pasar unos días como visitante, se encuentra con que, al ponerse el sol y aprestarse él a proporcionar descanso a su cuerpo en la soledad de la celda, le cuesta un mundo conciliar el sueño y no cesa de dar, nervioso, vueltas en la cama mientras de día, en cambio, suele quedarse dormido, cosas que no se tiene noticias de que le sucedieran cuando, a sus dieciocho años, fue a pie desde Holanda hasta Constantinopla o, algo después, formó parte de un comando británico que secuestró a un general nazi en Creta. Al poco tiempo, tras unos días de insomnio, pesadillas, inquietud y fatiga, le sorprende constatar que logra dormir tan profundamente como nunca con anterioridad y que las escasas horas diarias que puede consagrar al sueño le cunden más que las muchas dormidas en la ciudad, así como que se despierta con una viveza mental y una alegría antes desconocidas.

Para definir esta extenuante muda de piel, Leigh-Fermor deja constancia de que “el período de tiempo durante el cual los parámetros normales se van desvaneciendo y el mundo extraño y nuevo se convierte en realidad es lento y, al principio, agudamente doloroso”. El trance se nos antoja, en ciertos respectos y aunque atenuado en sus rasgos, paralelo al descrito por el Shaykh Khaled Bentounès cuando se refiere a los trastornos psicosomáticos por él sufridos poco después de haber sido designado como sucesor de su padre al frente de la cofradía alawiya, una de las más prestigiosas del mundo sufí. Apenas recibió los parabienes y bendiciones de los cofrades, empezó a sentirse “víctima” de un proceso de purificación corporal y mental traducido en vómitos, vértigos, insomnio, sueños perturbadores, temblores (“No podía comer más que alimentos naturales y en pequeñas cantidades”)… Tanto la experiencia de Leigh-Fermor como la de Bentounès, ¿no recuerdan, al menos en su primera parte, al síndrome de abstinencia padecido por quien se ve privado de tal o cual sustancia adictiva, o a los síntomas propios del aquejado de jet lag?

 

Por desdicha, acerca de que no sólo la civilización moderna o su hija, la Globalización, sino también el mundo pretendidamente tradicional, ven en la meditación y la vida contemplativa un enemigo a abatir, somos ilustrados por la referida peripecia de las disposiciones en su momento dictadas por Roma contra el canto en latín. Pero también, por ejemplo, por el singular episodio que supuso el envío por el Zar al Monte Athos, en 1913, de un buque de guerra cuya tripulación tomó al asalto el Monasterio de San Pantaleón y se llevó presos a centenares de monjes acusados de practicar la adoración del nombre de Dios, una variante del hesicasmo —ejercicios meditativos de gran solera en la Iglesia Ortodoxa— que, de repente, fue anatematizada por las autoridades de la misma.

Un triste sucedido que sólo se distingue de la invasión del Tíbet por Mao en que los rusos —cierto: no es pequeño detalle— no ejecutaron ni crucificaron a los contemplativos en rebelión, y que debería, sin duda, dar pie a muchas meditaciones —nunca mejor dicho— en torno a lo costoso que resulta en este mundo no ya llevar una existencia tanto como contemplativa, sino, simplemente, sosegada.

Joaquín Albaicín

Joaquín Albaicín es escritor y cronista de la vida artística. La editorial Barbarroja publica este año su ensayo De Viena al Vaticano. Benedicto XVI, el Invernadero Global y el secuestro de la identidad humana. Prepara una biografía de su tía abuela María D´Albaicín, gran bailaora, actriz del cine mudo y estrella de los Ballets Rusos de Diaghilev.