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Deseos de tren superior

“Durante mi segundo año de gimnasia comencé con mi propia manera modernista de escribir poesía”, esgrime en sus memorias Tomas Tranströmer, clavando en quinta posición y perfilando endecasílabos.

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La poesía nace desde la flexibilidad, desde el deseo de llegar con las manos a partes del cuerpo que no han nacido para ser alcanzadas, y es ahí donde aparecen las palabras que consiguen el músculo vigoroso a través de la repetición. Juventud y deseo han sido los extremos donde se ha perpetuado la mejor poesía de género del siglo XX, y ahí el deporte se convierte, muy a su pesar, en imprescindible escenario; un escenario que estuvo asfaltado por el inmaculadísimo manto de las victorias del Real Madrid en Europa, llegando a retrasar, eclipsar y casi anular a esos años tan deseados de la pérgola y el tenis. Sólo lo que espanta es soportable. Qué mejor que el vaho de los vestuarios como perfecta transparencia que camufla y añade la verdadera épica a los mejores golpes: ya se sabe que es mucho más fácil amar aquello que se levanta con facilidad. El físico es el don de lo irrefutable, la grandeza que el deseo concede a la gravedad de lo incuestionable: “Hoy me toca brazos”, dice el de la taquilla 202 al primerizo que asiente rebuscando su body milk en un neceser aún en construcción, y el vaho parece anunciar a estrellas del pop que esconden en su minoría oblicua la forma suprema del amor. Eterna minoría, candente horror, porque la juventud y la poesía se oponen al consenso, de ahí que las mitologías precisen una multitud revoltosa, de ahí el cuerpo como dictadura necesaria. Ni los paseos del Real Madrid, ni un Poli Díaz recolocándose el cinturón y levantando su mito inflado a pastillas, ni los pilotos de F1 anunciando hipotecas a treinta años han conseguido acorralar al deporte en el rincón más heteronormativo y mercantilista. Belleza, juventud y deseo lo han sacado de allí y, de paso, han despertado a la última poesía española de su letargo horizontal. El deporte ha sufrido la feliz bifurcación entre los que mueren por el equipo de Simeone o por las piernas del argentino.

La tesis de Epicuro en el siglo III fue repetida y ampliada por Freud en el XX: un hombre que no goza fabrica la enfermedad que lo consume. La poesía española se posicionó durante demasiados años muy lejos de esta máxima. La autocomplacencia gremial, el narcisismo operetesco y los desaires envueltos en cashmere mantuvieron, durante buena parte de la segunda mitad del siglo pasado, las constantes de un género que empezaba a ser confundido con la arqueología. La imagen del poeta sufridor, del esteta bravo y altisonante ha tenido demasiados corresponsales hacinados en esas mesas falocéntricas sostenidas por grasas trans, mentolados y brandi. Es cierto que la literatura maldita ha sido, y sigue siendo, el ancla por el que muchos se suben a este carro que de por sí no lleva a ninguna parte. Lógico. Se mendiga una pequeña opción, una mínima vía, que no responda a lo que tienen que ser las cosas, y ahí están esos ejemplos, esos genios que además son guapos, carismáticos y capaces de reconocer con tanta precisión un verso de Lope como unos Marc Jacobs falsos. Había que ser absolutamente moderno porque los escritores feos no interesaban a nadie, la naturaleza sigue su marcha bajo los pómulos de Auster, los ojos de Pauls, los tobillos de Kureishi, los abdominales de Barral, los chúpamelapunta de Vilas; no, los feos ni han interesado ni van a interesar nunca, y mira que han sido feos los malditos, menudo desencanto. Paradójicamente, el culturalismo y el pop han acabado siendo dos ámbitos que han ido separando al poeta de aquellos personajes que presumían en sus pisos de las botellas de whisky vacías como si fueran Lladrós. Se acabó. Como siempre fue Cernuda quien —sin él por supuesto quererlo— reparó esta casa acorralada por la humedad mediante mejores humedades: en él se solventa lo griego. El veneno no como elemento destructivo, sino conductivo: verdad es que la poesía también se escribe con el cuerpo, decía. El semen como veneno que hierve en la própolis de los cuerpos jóvenes, desde donde subyace una nueva forma de violencia sobre el lenguaje. La pasión violenta, de récord, de tren superior, que acaba emanando demasiada vida muy lejos de la fecundación, en las huellas del acné que conducen a una playa inédita, en los dientes levemente picados por cualquier pájaro que picotea en la fruta, en el vello que asoma y se para a tiempo para no dejar de desparramar juventud desde el impreciso impulso hacia otra cosa. Y fue principalmente a partir de la Generación del 27 cuando el deporte empezó a tomar un papel protagónico, excesivo y saludable en la poesía española. Eros olímpico. Son ellos los que lo irán incluyendo de forma más premeditada como germen poemático donde los nadadores y los tenistas se habían ganado su espacio. El deporte, que antes de estos años era un quebradero de cabeza para los intelectuales incapaces de ponerse un pantalón corto o unas chancletas no fuese a dar la casualidad que Leopold Bloom pasase por allí y se los encontrara de esa guisa (volverá a ocurrir este año, cuando pasen las heladas), ahora se celebra como un nutriente fundamental para la mente y, claro, el cuerpo. Para Gallego Morell, “hay una época en las letras universales, la correspondiente a los años veinte, cuyo contorno se ilumina con la literatura de tema deportivo”. El binomio deporte-espectáculo que tanto preocupara a Unamuno se convierte en uno de los rasgos unificadores más evidentes en la nueva sociedad, “lo que mejor lleva al deporte sano, desinteresado y puro es, sin duda, la literatura”. Años en los que Concha Méndez participa en las competiciones de Guipúzcoa y se convocan en Navacerrada las primeras de esquí. Esta supremacía lúdica que el juego iba teniendo sobre el hombre también fue estudiada por el escritor y sociólogo Roger Caillois en Les Jeux et les hommes, donde afronta el asunto desde la perspectiva antropológica del hombre, ese “Homo ludens” que subvierte la realidad. Y tanto. Para el poeta Alberto Santamaría, el cuerpo y el poema forman el vértice de la V de donde parte y en donde se reúne, en una fuga raudal de cabo a fin, todo proceso creativo. Y sólo un cuerpo joven con torso de héroe y piernas de mecánico podrá soportar toda la acción que se le presuponen a las últimas letras del diccionario.

Quien golpeó primero el gong clamando esa fuga fue Arthur Cravan. El sobrino de Wilde, e hijo de cualquiera, inaugura esta simbiosis como es debido cuando aquel 23 de abril de 1916 se enfrenta al campeón del mundo Jack Johnson. Boxeador, poeta maldito, marinero, ladrón, “rata de hotel y encantador de serpientes” como lo definió Marcel Duchamp, es el representante más subversivo que ha tenido esta necesariamente maltrecha relación entre el sudor y las palabras, entre el colapso y el deseo. “Silbato”:

El ritmo del océano mece los transatlánticos,
y en el aire los gases bailan como peonzas,
[…]
los atléticos marineros avanzan como osos.

Y acabarían en dicho avance siendo las alas del amor para la poesía española del XX, donde hay un recorrido por un eros abdominal, por un eros casi inaudito que parte de Gil-Albert o Luis Cernuda, y pasa, fundamentalmente, por Jaime Gil de Biedma, Vicente Núñez, García Baena, L. A. de Villena o Juan Antonio González Iglesias; va a ser este último quien lleve al deporte al estrato superior donde eros siempre es más: “lo inalcanzable tiende al espejismo”. Porque ha sido el primero en desarrollar una poética donde normaliza (qué verbo tan desafinado), contempla y celebra el deporte como competición y espectáculo de esos grumetes olímpicos que compiten con sus iguales y aman a sus iguales. Aquellos que desbordan a cualquier alejandrino. Plenitud trabajada en la repetición: plenitud superior. El bronce está asegurado.

El animal perfecto que hace sólo unas horas
conocí en el gimnasio
y no tenía soberbia sino sólo dulzura.
La luz, la sensación
de triunfo de la lluvia
cuando arrecia. No hay frutos en agraz.
Puedo mirar revistas pornográficas
o leer a Platón
en su dialecto ático. La tarde
es larga and all I have to do is dream.

Iglesias ha sido el que más ha celebrado la homilía del gimnasio, el lirismo en la pizarra de un equipo de rugby, pero no el único. Antes, García Baena le puso nombre a ese deseo y esa añoranza de plenitud que siempre regala el que se basta con monosílabos, el que ni de broma articularía semejante cursilería:

Era el amor y se llamaba Antonio.
Y más tarde José Luis Piquero encontró a su Antonio en aquel “Romeo en el internado”:
Los muchachos más brutos le regalaban dulces
y todos le escogíamos para formar equipos.

El chico crece y sabe que su cuerpo anula todos los volúmenes, destruye las formas de regímenes generacionales, cultiva lo bello sin atenderlo. Así es como crecen los mejores frutos, así es la rutina matinal de Antonio Portela:

Tengo veintitrés años.
Es justo que presuma. Sólo soy un joven
incendiando la mañana.

El cuerpo es la condición vital del alma, la justifica, y ésta es el recreo de los poetas. Su fiesta y su decreto: “La belleza de un cuerpo/ que conoce todos sus derechos” (Pablo Fidalgo). La mejor poesía siempre se construye encima de un río, entre el derrumbe y lo transparente, entre lo movedizo y lo rocoso: “lo físico y lo anímico, el jardín y las horas” (Ortiz Poole). A la poesía hay que exigirle verticalidad, y sólo el cuerpo posibilita el arrastre hacia esos extremos. No hay más poesía que la poesía insegura que transforma la poesía, que no vuelve sobre lo ya dicho sino que desorienta a lo ya establecido, una eterna caída hacia lo alto. Hay que exigirle inconformismo, serenidad, luz. El resto es pura imitación. Kitsch para ricos. Esta adoración es una forma de ir al rescate de las palabras secuestradas por la violencia discursiva y banal que impide su primigenia emoción, su verdadero significado. Después de demasiados años de ambigüedades y recursos de camuflaje, el poeta clama a la belleza y al deporte con el único propósito del clamor. Y si sigue reprimido, como apuntaba Foucault, que sea una razón para traerlo forzosamente a la luz (la garantía de libertad es la libertad). Más allá de géneros, la poesía mendigaba desde principios de los años 90 un giro hacia algo menos predecible, pero sin caer en destemplanzas ni alardes. Eros como suero poético, ya sea desde un ángulo más contenido, como el de Luis Muñoz:

Le quiero igual que a una libreta nueva.

O volcando sobre Él todo el éxtasis de la tradición romana, como hace uno de los últimos en sumarse a esta fiesta, Sergio DeCopete:

Alegres por la música y el vodka,
jóvenes, energéticos, amantes,
sin decir palabra, no era para nada necesario,
—gritó la excitación de nuestros cuerpos—
en una cama perdida terminamos la noche
y nos amamos por el culo y por la boca.

Ya dijo Beatriz Preciado que los trabajadores del ano son los nuevos proletarios de una revolución contrasexual. Catulo y Homero sentaron las bases de estos pilares erógenos. Después otros lo buscaron más lejos. Mellville, por ejemplo, su fue al Pacífico a explorar las formas de amar de los hombres, y otros volcaron toda posibilidad en el sur. Alberto Cardín estudió bien todas estas expediciones hacia lo exótico; por suerte ya no hace falta cruzar Despeñaperros para eso y la poesía última española (más o menos joven, bendito Estado de bienestar el nuestro) ha continuado escribiéndose desde el gimnasio, bajo esos vientres firmes con diablillos tatuados para subrayar lo que ya marca; durante el último cuarto con posesión para los nuestros, majestuosamente desproporcionados; o en las orillas del mar o la piscina de medidas olímpicas, eterna placenta del deseo, donde habitan esos nadadores saltando al mar, como los contempla Carlos Bousoño:

Vibrantes de hermosura, sobre vientos marinos,
fulgen al sol invictos, duros, tallados, ciertos.
En el mar se arrojan voraces, diamantinos.
Gozosos, entregados, altísimos, despiertos.

Y añade Pérez Estrada: “Alas huidizas les salen de las espaldas, alas que buscan lo ultramar y se niegan a la tierra. [...] Y es tan hermosa la ascensión de estos ángeles”. Anulado lo portuario a base de cruceros y tiendas de souvenirs, las alas del amor pasan a los jóvenes deportistas. Álvaro Pombo los desea más en su prosa que en su poesía, no quiso añadir demasiadas imágenes a lo ya inabordable, ya fue dicho que la mejor metáfora de una cosa es la cosa misma, pero cualquier revisión de felicidad sucumbe al deseo:

Acabé añorando la calle de Santiago el Salón Ideal
los severos paseos de los días festivos
todo a lo largo de Valladolid y el Pisuerga y el atardecer
castellano los domingos
de invierno antes del cine del colegio y tu imaginado cuerpo
delgado
de jugador de baloncesto.

Jóvenes de una juventud insaciable, disparatada. Acaba el último cuarto, pitido final; añade Iglesias:

A media tarde vuelven del partido de basket […]
“Eres más guapo que tu madre” —ha escuchado
orgulloso y confuso el apuesto cadete. […]
Cuando ponen la mano sobre el hombro del otro
avanzan sin saberlo zodiacales y puros:
es cada uno la suma de muchos resplandores.

La ausencia de los dioses se ha extendido demasiado, la razón no ha sido del todo útil y el único recurso que ha quedado, y mira que escasean, han sido los héroes. Si para el poeta el concepto ideal de cualquier cultura clásica implica la noción de totalidad, no es de extrañar que dicho concepto sólo acuda allí donde se da todo; sólo responda a lo único que se abre a la alteridad. Sólo del cuerpo dependerá la poesía: felices los flexibles.

Alejandro Simón Partal

Alejandro Simón Partal (Estepona, 1983). Poeta. Doctor en Filología Hispánica. Ha obtenido
el Premio de investigación literaria "Miguel Fernández 2016". Los himnos abdominales (Renacimiento, 2015)
es su último libro.