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Una o dos páginas sobre la vigilancia

Mucha gente tiene bares favoritos donde le gusta reunirse con los amigos y compartir una copa. Yo prefiero beber con mis amigos en casa. Lo que sí tengo es mi piscina pública favorita, a la que voy a nadar unos buenos largos a mi ritmo y donde me cruzo con otros nadadores a los que no conozco, aunque intercambiemos miradas y, a veces, sonrisas.

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Estas piscinas públicas no tienen nada en común con las de la gente con dinero ni con las lujosísimas piscinas de los ricos, que hoy, de modo catastrófico, se están adueñando del futuro mismo del planeta en que vivimos.

El uso del gorro de baño es obligatorio. También lo es el ducharse con champú antes de zambullirse o de descender por las escalinatas que hay las esquinas de la piscina. Yo soy de los que se zambullen de cabeza y, al tiempo que doy las primeras brazadas bajo el agua, tengo la impresión de haber entrado en otra escala temporal, una sensación parecida a la que puede tener un niño pequeño cuando decide aventurarse de un piso a otro de su casa.

Los nadadores compartimos una especie de anonimato igualitario: sin zapatos ni otra seña que revele nuestro rango, sólo con nuestros trajes de baño. Si por casualidad rozas a alguien al pasar por su lado, te apresuras a disculparte. La crueldad sin límite que solemos mostrar hacia nuestros semejantes —esa crueldad de la que somos capaces cuando estamos obligados a seguir ciertas reglas o doctrinas— es difícil de imaginar aquí mientras das la vuelta para completar tu vigésimo largo.

Las paredes exteriores y el techo de mi piscina favorita son de vidrio, de forma que desde el agua puedo ver los edificios circundantes y el cielo. Hacia el oeste hay una ladera de césped en cuya cima crece un enorme arce plateado; es a este árbol al que observo mientras me deslizo de costado.

El árbol en su conjunto, con sus numerosas ramas apuntando hacia arriba, se asemeja a la forma de cualquiera de sus hojas (lo cual es más o menos evidente en casi todas las variedades de arce). Se trata de una hoja pinnada que evoca la forma de una pluma (en latín, pluma es pinna), con el haz o cara superior de un color verde ensalada y el envés de un plata-verdoso. El destino que lleva grabado el arce es ser un árbol pinnado.

Me animo a dibujarlo en cuanto salga de la piscina: un bosquejo del árbol completo y, en la misma página, un acercamiento a una de sus hojas. De este modo, me digo mientras sigo nadando, mi dibujo también hará referencia al código genético del arce: una especie de texto oculto del arce plateado.

Uno de esos textos que pertenecen al lenguaje no verbal que hemos venido leyendo desde nuestra más temprana infancia, aunque no lo pueda nombrar.

Más tarde nado de espaldas y elevo la vista hacia el cielo a través del techo de vidrio. Es de un vívido color azul, con esos cirros blancos que se encuentran, diría yo, a unos cinco mil metros de altura (en latín, rizo es cirrus). Los rizos se desplazan lentamente, se unen y se separan al tiempo que las nubes se dejan llevar por el viento. Puedo captar su deriva gracias a los vanos del techo; de otra manera sería difícil notarla.

El movimiento de los rizos parece provenir del interior del cuerpo de cada nube, no de una presión ejercida desde fuera; como te imaginarías, por ejemplo, los movimientos de un cuerpo dormido.

Es probablemente por este motivo por lo que dejo de nadar: me pongo las manos en la nuca y floto. Los dedos gordos de los pies apenas me sobresalen de la superficie. El agua me sostiene.

Cuanto más contemplo los rizos, más pienso en historias sin palabras. Historias como las que se plasman con los dedos, pero que aquí son narradas por unos minúsculos cristales de hielo en el silencio de un cielo azul.

Ayer leí en la prensa que veinte palestinos fueron volados en pedazos dentro de sus propios hogares en Gaza; que Estados Unidos había enviado en secreto más de 300 combatientes a Irak con el propósito de defender sus intereses en las refinerías de petróleo; que el periodista estadounidense James Foley, tomado como rehén por el Estado Islámico, fue filmado mientras lo decapitaban en una ejecución de carácter ritual, y que 35 inmigrantes de La India —hombres, mujeres y niños— fueron hallados al borde de la asfixia dentro de un contenedor en un carguero que acababa de cruzar el Mar del Norte rumbo al muelle de Londres.

Los cirros vagan en dirección norte, hacia el extremo más profundo de la piscina. Yo me mantengo a flote de espaldas, inmóvil. Observo esas nubes blancas y trazo con los ojos la ruta de sus ondulaciones.

Es entonces cuando se desvanece la certeza de esta visión; me toma tiempo entender de qué manera. Sin embargo, poco a poco el cambio se hace ostensible y lo que recibo es ya su confirmación: son los rizos de los cirros los que observan a un hombre flotando en el agua con las manos en la nuca. Ya no soy yo quien los observa; los que me vigilan son ellos.

Estemos atentos a los detalles de las marchas contra el Nuevo Orden Mundial, próximamente…

John Berger

John Berger (Londres, 1926) es escritor, pintor, guionista de cine y crítico de arte. En 1972 ganó el Man Booker Prize por su novela G.; desde entonces han aparecido en español otras como De A para X, Aquí nos vemos o la trilogía De sus fatigas (Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag). También es conocido por sus ensayos sobre arte, como Modos de ver o El tamaño de una bolsa.

  • Traducción de Toño Angulo Daneri