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Cine y falsos recuerdos

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Hillary Clinton perdió la chance de ser candidata a la presidencia de Estados Unidos en las elecciones de 2008 cuando decidió ponerse a jugar con sus recuerdos. Ante una audiencia de miles de seguidores en Texas, la senadora narró uno de los episodios más emocionantes de su vida como primera dama, quizás el que mejor graficaba su experiencia en política exterior. Clinton relató su visita a Bosnia en 1996, un año después de la intervención de la OTAN en la región. Contó que al bajar del avión, ya en suelo bosnio, tuvo que agachar la cabeza y correr con su hija Chelsea debido al fuego cruzado de los francotiradores, que todavía acechaban en la convulsionada zona. La escena era perfecta para el anecdotario: mostraba roce internacional y temple. Pero había un problema. Era falsa.

El video de archivo no dejaba lugar a ambigüedades. En él la primera dama bajaba con total tranquilidad del avión y era recibida por una niña bosnia que le dio un beso y le leyó un poema. La noticia del gran engaño dio la vuelta al mundo. La senadora demócrata quedó como una farsante.

A primera vista se trataba de una mentira grosera, no muy inusual en un gremio que suele jugar con las cartas de la desinformación y las verdades incompletas. Pero había cosas que no encajaban. Hillary Clinton era consciente de que el episodio había sido transmitido por la televisión, pues se trataba de una visita oficial que los periodistas de la época cubrieron. Era muy fácil descubrirla. ¿Por qué arriesgarse a inventar un cuento así, incluso con detalles tan precisos como las balas y el asfalto? ¿Era la Clinton de entonces tan torpe que no previó la respuesta de sus enemigos? ¿Era tan cínica que confió en el poder de su engaño?

Algunos comentaristas trajeron a colación el caso de Ronald Reagan, quien en 1983 narró, con lágrimas en los ojos, la historia de un piloto que prefirió morir en un avión antes que abandonar a un compañero herido: la prensa descubrió que tal piloto no existía y que la escena de Reagan era sospechosamente parecida a la de la película Wing and a Prayer, de 1944. También en este caso, sin embargo, había razones para creer que Reagan no mentía de manera deliberada. ¿Qué ocurría entonces?

Christopher Chabris, coautor de El gorila invisible, un best seller sobre los engaños de la percepción, fue uno de los primeros en ensayar públicamente una explicación alternativa sobre las declaraciones de Hillary Clinton. Para él era posible que la ex primera dama hubiera estado recordando de verdad. Y no es que la senadora sufriera algún problema mental —como no lo sufría el aún lúcido Reagan de inicios de los ochenta—. Simplemente así funciona nuestra memoria: embellece, cambia locaciones, agrega rostros que no estaban allí, confunde el origen de las imágenes. A veces, incluso, da a los hechos una narrativa poderosa y muy visual. Como algo visto en una película. O en varias.

Chabris encontró, en un estudio de 2009, que dos terceras partes de sus entrevistados decían que la memoria humana funcionaba como una cámara de video. Casi la mitad creía que los recuerdos se mantenían intactos para siempre. Ambas creencias son erróneas. «Somos víctimas de la ilusión de la memoria», dijo Chabris, con lo que resumía en dos segundos décadas de conclusiones científicas. Recordar es —también— ver nítidamente, en nuestro pasado, escenas que nunca vivimos, momentos robados de otras fuentes.

Bienvenidos al mundo de los recuerdos falsos. Pasa en las películas y pasa en la vida. Tu infancia no es la excepción.

A fines de los ochenta, miles de adultos en Estados Unidos, ayudados por sus psicólogos, descubrían en terapia que habían sido víctimas de abusos sexuales durante la infancia. El país vivió una ola nacional de «recuerdos reprimidos». Cientos de padres tuvieron que afrontar juicios bochornosos con cargos impronunciables. Al inicio los pacientes gozaron de la solidaridad de la opinión pública; el abuso sexual siempre ha sido un delito de entrecasa y el olvido suele ser la cobarde apuesta de los abusadores. Pero ciertos eventos sembraron sospechas. En 1992, una mujer de Missouri recordó vívidamente haber sido violada de niña por su padre. Al ser examinada resultó que era virgen (la mujer demandó a su psiquiatra). A esto le siguieron casos de supuestas víctimas que negaron la autenticidad de sus acusaciones previas. Mientras tanto, en todo Estados Unidos aparecían padres que clamaban inocencia. Ellos se unieron y formaron la False Memory Syndrome Foundation, para defenderse de esta suerte de epidemia de acusaciones.

Elizabeth Loftus fue una de las pocas psicólogas que decidió apoyarlos. Después de hacer un análisis de la metodología usada por sus colegas, Loftus llegó a una conclusión: las terapias podían inducir recuerdos falsos. La psicóloga llevaba varios años estudiando la distorsión de la memoria. Sus trabajos evidenciaban que, con la interferencia adecuada en el momento de hacer memoria, los recuerdos pueden tornarse inexactos, erróneos, y que es relativamente fácil colocar detalles que no estuvieron allí. Pero no sólo eso. Loftus creía que era posible implantar recuerdos completos con una estrategia de regresión adecuada. Para probar su teoría, la psicóloga creó la dinámica «Perdido en el centro comercial». El método —que hoy es un clásico— sólo requería la participación de un voluntario y la complicidad de un familiar cercano. Gracias a la información brindada por este último, se elaboraban cuatro relatos escritos, situados en la infancia del voluntario —a los cinco o seis años—. Tres de esos relatos eran verdaderos. Pero uno era inventado, y decía más o menos lo siguiente:

Tus padres nos contaron que una vez saliste con mamá al centro comercial al que solían ir. Fueron a las tiendas que le pedías visitar siempre. En un momento, mamá te perdió de vista. No la encontrabas. Seguiste caminando un buen rato. Empezaste a llorar. Las horas pasaron. Mamá no aparecía. Finalmente, una mujer te encontró y te llevó con mamá de nuevo. Era una mujer de mediana edad.

El relato falso incluía nombres específicos de calles y barrios, y de algún miembro de la familia. Después de varias entrevistas, más de un tercio de los voluntarios terminaba creyendo que el recuerdo era real. Lo más inquietante: las personas juraban estar seguras de haberlo vivido, aun después de revelárseles el engaño.

Hacer este tipo de estudios en plena ola de recuerdos de violaciones en la infancia hizo de Elizabeth Loftus una de las psicólogas más impopulares de Estados Unidos. Recibió amenazas de muerte, insultos y hasta un ataque a periodicazos dentro de un avión. Sin embargo, las evidencias fueron dándole la razón. En varias de las terapias de evocación de la niñez se reportaban recuerdos de violaciones en rituales satánicos. Las memorias eran muy detalladas, a pesar de que la policía nunca encontró evidencia de que tales ceremonias hubieran ocurrido. Cuando aparecieron recuerdos de abducciones extraterrestres, quedó claro que algo estaba fuera de control. En sus estudios, Loftus citaba al psiquiatra George Ganaway, quien sostenía que los recuerdos falsos podían provenir de fuentes internas, dentro del hogar; pero también de fuentes externas: la literatura, el cine, la televisión. El detalle puede ser anecdótico, pero la década de los ochenta fue la época dorada de las películas sobre rituales satánicos y los secuestros de extraterrestres. Esas historias se expandieron como virus en las escuelas. Fue la paranoia de toda una generación de niños.

La idea que subyacía en los estudios de Loftus no era nueva. El propio Freud —uno de los padres del concepto de la represión de los recuerdos— había advertido sobre la falibilidad de las imágenes evocadas, luego de oír relatos poco creíbles de sus pacientes. La memoria puede traicionarnos, eso lo hemos sabido siempre. Pero sólo en el siglo XX aparecieron las tecnologías de almacenamiento —grabadoras de voz, videocámaras— que nos permitieron ver cuán asombrosamente inexactos pueden ser esos recuerdos erróneos. Incluso las memorias relámpago, esas que se forman durante una gran catástrofe colectiva, y que todos creemos recordar a la perfección —como si fuera ayer—, resultaron ser muy afectadas por la distorsión. ¿Dónde estabas y qué hacías el 11 de setiembre de 2001? Quizás creas que sabes la respuesta exacta: ¿qué puede ser más nítido que el recuerdo de ese instante brutal? Pero los estudios dicen algo diferente. Dicen que es posible que asumas, por ejemplo, que estuvo contigo una persona que en realidad no estaba. O que pienses que viste el segundo avión estrellarse en vivo, cuando en realidad te lo contaron, y lo que viste fue la fotografía en el periódico. Puedes recordarte más cerca del televisor de lo que realmente estuviste. Puedes incluso recordar que estuviste tomando desayuno en un restaurante de la ciudad que entonces, si te fijas, aún no existía. Es difícil de aceptar, pero es lo que demuestran las pruebas que comparan recuerdos pocos días después de los atentados con los de años después. La memoria es elástica. El recuerdo no se parece tanto a una roca tallada, sino a una figura hecha de plastilina. Un momento: ¿una figura de plastilina?

Para entenderlo mejor es preciso mirar bajo el microscopio.

En los sesenta, el investigador Eric Kandel diseccionaba babosas de mar para analizar su sistema nervioso y sus formas de aprendizaje. Así demostró que el acto de recordar provoca un cambio físico visible en la red neuronal. Cuando la babosa de mar aprende a responder ante un estímulo, ciertas conexiones sinápticas se fortalecen, es decir, se asocian entre sí y empiezan a actuar al mismo tiempo. Esta modificación, para ser estable y durar, requiere una síntesis de proteínas y activación genética. Éste sería el principio que rige la formación de la memoria de largo plazo —un mecanismo necesario para el aprendizaje duradero y para nuestra memoria de episodios—. Para confirmar este proceso de retención, otros científicos empezaron a experimentar con químicos que bloquean la formación de la memoria (antagonistas y toxinas) en roedores. Tal como previeron, los animales se volvían incapaces de formar nuevos recuerdos. “Recuerdos” quizás sea una palabra demasiado grande. El paradigma era el siguiente: las ratas oyen un timbre y de inmediato reciben una descarga eléctrica. La siguiente vez que el timbre suene, la rata temblará (adivinaron: Pavlov). La persistencia habrá fortalecido las conexiones neuronales. Sin embargo, si la síntesis de proteínas es interferida por efecto de la droga, las ratas no temblarán la siguiente vez que oigan el sonido. No recordarán, pues el recuerdo nunca habrá llegado a formarse en sus cerebros. Será como si no hubieran vivido jamás el episodio. Los laboratorios se llenaron de ratas desmemoriadas que tropezaban, una y otra vez, con la misma trampa. La hipótesis era acertada: la memoria, tan bella y literaria, es un fenómeno químico que se puede evitar con una jeringa.

Pero todos esos estudios —llenos de dendritas, axones, canales iónicos y antagonistas— estuvieron durante años muy lejos del mundo de la psicología, el de Loftus y los recuerdos infantiles. Recién a fines de los noventa el neurocientífico Karim Nader condujo un experimento que iba a resultar decisivo para que décadas de trabajo molecular tuvieran aplicación humana —psicológica y filosófica—. Lo que hizo fue más o menos simple. En vez de bloquear la formación del recuerdo de un roedor con una droga justo antes de que sonara el timbre, Nader decidió hacerlo al día siguiente del aprendizaje, mientras la rata estaba recordando (o sea, mientras el timbre sonaba). Algunos de sus colegas le advirtieron que sus esfuerzos serían infructuosos, pues la memoria ya se había formado: estaba allí. Pero intervenir en el momento en que el animal hacía memoria tuvo un efecto sorprendente. El recuerdo cambió. La rata no volvía a reaccionar la siguiente vez que era expuesta a la señal, aun pasado el efecto de la droga. Ya no temblaba. El aprendizaje estaba borrado. ¿Pero cómo era posible que la misma droga que bloqueaba los mecanismos de creación de un recuerdo nuevo borrara también un recuerdo ya existente? Pues eso fue lo que los científicos aprendieron: lo borraba porque recordar implica volver a activar esos mecanismos de creación. Recordar es buscar en la red, pero es también sobrescribir las memorias.

Fue una revolución. Adiós a la metáfora del casete de video: un recuerdo nunca se graba. Ciertas neuronas se asocian en red al fijar por primera vez un episodio, pero el acto de recordar modifica esa red, la alimenta y la actualiza. Recordar es una intervención para reconstruir. Volvamos a la imagen de la plastilina. Imagina que moldeas una figura: digamos, un árbol. Decides guardarlo en un cajón. Al cabo de un año, sacas el árbol. El juego es el siguiente: después de mirarlo unos segundos, debes aplastarlo, amasarlo, volverlo una pelota y hacer exactamente la misma figura que tenías. Luego vuelves a guardar el nuevo árbol en el cajón. Y haces lo mismo un año más tarde: lo sacas, lo amasas y lo construyes de nuevo. ¿Cómo queda el quinto árbol? ¿El décimo? ¿Cuánto se parecerá al primero, al original? El hallazgo implicaba una paradoja: el mismo mecanismo de síntesis proteica y fortalecimiento sináptico que hace la memoria posible, la hace imperfecta, elástica, maleable.

Nunca sabremos qué pasó por la mente de Hillary Clinton cuando habló de su aterrizaje heroico, pero ahora hay más evidencias para pensar que es perfectamente posible que estuviera recordando. Recordar ablanda la memoria y vuelve frágiles las fuentes originales. Hacer memoria —nunca tan oportuna la construcción en castellano— desestabiliza esa red que llamamos recuerdo, ablanda temporalmente el pequeño árbol de plastilina, lo estruja, y luego lo rehace incorporando información nueva, lo visto, oído o leído en alguna parte. Los científicos le pusieron un nombre: reconsolidación. Elizabeth Loftus perdió el aura de controversial y se volvió un clásico de la literatura neurocientífica. Eric Kandel, el científico que estudiaba la memoria de las babosas, obtuvo el premio Nobel de Medicina en el año 2000.

Hay razones para pensar que las películas y las series de televisión podrían desfigurar nuestros recuerdos. Una superproducción gasta millones para hacer una réplica perfecta de lo cotidiano, y por eso el cine es hoy el constructor de arquetipos por excelencia (un juzgado, un laboratorio, la Londres victoriana). El cine, además, cuenta una historia: una sucesión de eventos con sentido. Investigadores como Donald Polkinghorne sostienen que la narrativa es muy eficiente en la fijación de los recuerdos. En el relato de Hillary Clinton, algo prevalece: el miedo y la naturaleza arriesgada de aterrizar en un territorio convulso. Reagan pudo confundir sus fuentes, pero dejó intacta la fábula esencial: el combatiente que da su vida por un compañero. El árbol de plastilina a veces se parecerá más a un abeto, otras a un roble, a un álamo. Será más bello que la vez anterior, o menos tosco, más delgado o alto. Pero seguirá siendo un árbol.

Las fuentes de distorsión de nuestros recuerdos pueden ser variadas, pero el cine y las series de televisión están entre los sospechosos comunes. Vivimos en un mundo en el que la internet y las redes sociales obligan al procesamiento rápido de la información, lo que produce memorias de baja calidad. Nicholas Carr, finalista del Pulitzer con Superficiales, un libro un tanto apocalíptico sobre cómo la red está cambiando nuestro cerebro, sostiene que las nuevas formas de comunicación digital no crean las condiciones químicas necesarias para los recuerdos profundos. En ese contexto, las narraciones audiovisuales siguen siendo una fuente poderosa de memorias de largo plazo, es decir, recuerdos bioquímicamente saludables. Las películas gozan de algo cada vez más esquivo en el mundo real: nuestra atención.

No se trata de una influencia menor. La neurociencia lleva años utilizando retratos de celebridades para medir la actividad cerebral de «lo familiar». De hecho, la reacción ante la fotografía de Angelina Jolie es una forma efectiva de medir cuán grave es una amnesia por contusión. Estudios con imágenes de resonancia magnética confirman algo más o menos esperable: que reconoces con mucha más intensidad el rostro de un famoso que el de alguien a quien vuelves a ver días después de conocerlo; por ejemplo, en la última boda a la que te invitaron. El personaje célebre activa regiones que se creen vinculadas a la memoria de largo plazo que no responderán cuando te reencuentres con una persona con la que estuviste hablando; por ejemplo, la guapa prima de la novia.

Los experimentos de Elizabeth Loftus evidencian que nuestra memoria es frágil, pero también capaz de generar arquetipos muy enraizados. La memoria infantil del rostro de tu hermano es sólida (aunque podríamos discutir si esa memoria es la de su rostro actual o el de esos años, ¿cuántas versiones de rostros guardamos según la edad?). La memoria de tu mejor amigo del colegio es ciertamente sólida. La de tu segundo mejor amigo, probablemente también. Pero ¿qué hay del tercer o cuarto amigo, el chico que se sumaba al grupo a veces, del que no conservas fotografías? ¿Puedes visualizar ese rostro? ¿Qué tan nítido es? Imagina que te das a la tarea de reconstruir una escena en la que participa esa persona. Como nuestro cerebro es poderoso, el rostro aparecerá. La pregunta es si ese será el rostro original. Y lo mismo puede aplicarse a alguien que conociste cierto verano en la playa, un ser espléndido que acuñó —verbo peligroso— desde entonces tu idea de belleza, y que nunca volviste a ver. ¿Prevalecerá esa cara? ¿O es que apelaremos a la vasta galería interior, a una especie de archivo facial? La mujer de mediana edad que te encontró cuando te perdiste en el supermercado poseerá un rostro en el mismo instante en que te creas la historia. ¿Pero cuál? ¡Si ni siquiera existe! En Searching for Memory, Daniel Schacter cuenta el caso del australiano Donald Thompson, detenido por la policía acusado de violar a una mujer. Afortunadamente Thompson tenía una coartada que era también la explicación del hecho: minutos antes del ataque, él había aparecido en una entrevista, en vivo, en la televisión. La mujer lo había visto y había atribuido ese rostro a su atacante. Este caso es especial, pues la violencia y lo traumático de la experiencia influyen en la malformación del recuerdo, pero lo que asombra es la forma como un rostro específico puede colocarse con tal precisión en la memoria.

¿Cuántos rostros intrusos se han colado en nuestra memoria? ¿Cuántos actores de reparto de nuestra biografía tienen puesto el rostro de actores de reparto de verdad? El análisis es difícil. Como nadie puede ver dentro de nuestra mente, la comparación objetiva de las caras y las locaciones que conservamos es imposible. Y no todos tenemos la oportunidad de que nuestras vivencias estén sometidas al escrutinio público, ni contamos con videos de archivo con los cuales cotejar las exageraciones y errores. No todos tenemos acceso a la imagen fundadora, al árbol de plastilina original.

El descubrimiento de la maleabilidad de los recuerdos está por lograr el sueño de debilitar una memoria hasta el punto de extinguirla. O sea, darte una droga justo cuando acabas de estrujar el árbol de plastilina para que no puedas moldearlo de nuevo y te quedes con una cosa amorfa que la siguiente vez ya no reconocerás. No sé si esa cura maravillosa para los traumas —que ya se prueba en veteranos de guerra, sin resultados concluyentes hasta la fecha— llegue pronto. Lo que sí sospecho es que se instalará cierta forma de higiene de la memoria, considerando la nueva ola científica. Me refiero a determinadas costumbres que iremos aprendiendo para minimizar y controlar la distorsión. Quizás para las personas del futuro sea muy claro que recordar en exceso un episodio puede desfigurarlo. Quizás la gente diga «disculpa, hoy no voy a recordar el 11 de setiembre, sólo lo hago una vez al año porque no quiero deformar ese día». Tal vez haya ideas circulantes, hábitos, quizás los adultos alerten sobre los riesgos de escribir basándose en una experiencia real, quizás sea común decir que ponerse a recordar la infancia después de ver una película sobre niños es una muy mala idea.

 
Willie Doherty, Remains, 2013. Imágenes de vídeo. © Matt’s Gallery, London.