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El huevo de la serpiente

José Manuel Querol reflexiona sobre los postfascismos
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Llego a media tarde al Café Comercial, ese laberinto de poetas y espejos. Me espera José Manuel Querol, especialista en Teoría de la Literatura y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, autor de un estupendo libro, maravillosamente escrito, que acaba de llegar a las librerías: Postfascismos: el lado oscuro de la democracia (Díaz&Pons). La portada, magnífico diseño de Luis Vassallo, presenta a una gimnasta nazi con auriculares sobre un mar de nubes y rocas del pintor alemán Caspar David Friedrich, adalid del Romanticismo. Postfascismos es un libro provocador, lleno de ideas sugerentes, imágenes brillantes y conexiones polémicas, que nos obliga a reflexionar sobre el pasado, sobre el presente, sobre política, arte, historia, lenguaje, propaganda, publicidad… y señala la principal urgencia cívica de nuestro tiempo: devolver a las palabras su verdadero significado.

En el libro tratas de analizar qué queda del fascismo en las sociedades actuales. ¿A qué conclusión has llegado? 

Más que una tesis, el libro es un análisis, y las conclusiones deben pertenecer al lector. Mi interés era preguntarme si muchas de las cosas, de nuestros hábitos y de nuestras ideas tenían un origen más oscuro del que pensamos, y si realmente todo lo que supuso el fascismo se había evaporado en 1945. En muchos aspectos la Guerra Fría enmascaró el final del nazismo, el “enemigo soviético” se perfiló antes de acabar la contienda, pero eso sólo es Historia, es cierto que Occidente necesitó de quienes más sabían de los rusos, y quienes más sabían eran los servicios de inteligencia alemanes, y quien más los odiaban las SS. El precio que en cierto modo pagamos fue su infiltración en diversos niveles de la sociedad civil y militar de la postguerra, lo que derivó no sólo en actitudes políticas de encubrimiento o captación, sino en la pervivencia de modos de entender el mundo que se han reconstruido de manera suave, aparentemente inocua en nuestra vida cotidiana, desde la moda hasta la pasión por el cuerpo perfecto, desde la obsesión tecnológica a veleidades New Age, pero también en nuestra construcción del discurso político (métodos, estrategias y finalidades) de nuestras democracias estetizadas.

    ¿Crees que estamos otra vez envueltos en el dilema de los años 30 entre "estetización de la política"    y "politización del arte", o ahora todo está entremezclado y confundido?

La estetización de la política es un hecho, basta con observar los procesos de construcción de los programas políticos de los partidos, la importancia de los departamentos de marketing  en las organizaciones, el vaciado de la ideología (convertida en un estudio de “mercado”) y el uso de la fascinación estética que nos permite identificarnos y afirmarnos como individuos (ser alguien, en definitiva, en este mundo de masas), pero no tengo tan clara la posición del arte como instrumento de reivindicación política en nuestro tiempo, como tampoco está muy clara esa postura a mi entender en los años 30. La vinculación con el fascismo del futurismo no es posible llevarla a la Rusia de los formalistas o a la poesía de Esenin o Maiakovski, y sólo quizás los golpes de pecho de los expresionistas manifestaban esa inquietud. La rebeldía, el tener algo que decir, es labor individual de los artistas como seres humanos que tienen la suerte de que puede importar a alguien lo que digan; no del arte, cuya finalidad principal es otra (es autorreferencial).

En nuestro tiempo, tan crepuscular, quizás todo parece mezclado, vivimos aturdidos precisamente porque la propaganda (la utilidad del mensaje) se ha tragado la realidad, y el arte, convertido en industria cultural, se ha convertido en bien de consumo, como toda nuestra vida. Ya no somos ciudadanos, somos consumidores.

En el libro recuerdas que en 1934 Hitler buscó hacerse con el discurso de los "perdedores". ¿Está pasando actualmente lo mismo? 

Siempre ha pasado lo mismo. En tiempos de crisis siempre hay alguien que quiere sacar beneficio del hambre, de la escasez, de los sueños rotos y las esperanzas defraudadas de la gente; el problema es que lo consigan, ese es el peligro al que debemos estar atentos, porque es muy difícil discernir en tiempos aciagos quién está traficando con humo y quién está remangándose para trabajar por que las cosas mejoren. El auge de partidos de extrema derecha en toda Europa tiene perfiles comunes, como son también perfiles comunes los de los que sucumben a los cantos de sirena. Lo terrible de nuestro tiempo, y en eso sí creo que se parece a la Alemania de los años 30, es que no hay alternativa para muchos: no hay oposición, porque el liberalismo (y ahora neoliberalismo) democrático occidental presenta unos niveles de inoperancia para salir del atolladero y unos niveles de corrupción, avaricia y desidia hacia el pueblo que echa literalmente a los afectados por la crisis en brazos bien de la lucha de clases, bien en la renacionalización espartana del fascismo.

¿Qué puntos en común ves entre los discursos de Podemos en España y Marine Le Pen en Francia? ¿Y en qué se distinguen?

Le Pen es antiatlantista, proabortista, laicista, culpa de la crisis al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, pide una reordenación de los impuestos y la subida de salarios, defiende la sanidad y la educación públicas y está a favor de una democracia en cierto modo asamblearia (a través de referéndum). Estos planteamientos son concomitantes con los de muchas formaciones nacidas de las protestas occidentales, especialmente en el Sur de Europa. Sin embargo, hay una diferencia esencial, y es el biologismo de la raza. Todo el asunto que tiene que ver con la ideología racial (sea esta de tipo biológico, como la nazi, o cultural, como lo fue la del fascismo italiano o español, incluso la religioso-cultural, que también existe) está ausente, que yo sepa, de formaciones como Podemos, y sin embargo es una pieza esencial del fascismo. De hecho, sin el patrón ideológico de la raza, el nazismo queda desgrasado, su ideología económica es muy débil, y puede verse como un capitalismo de Estado o como un socialismo chauvinista. Hitler elevó los principios políticos del partido a axiomas intocables, y con eso los desactivó prácticamente, y Mussolini encargó un cuerpo doctrinario a toda prisa que luego ni siquiera puso en práctica. Lo que realmente es sustancial en el fascismo es la construcción de un gen nacional; es una especie de repliegue social buscando la seguridad del clan, de la sangre, frente al mundo, que se convierte en enemigo del pueblo. La renuncia de la polis frente al clan, que es uno de los atributos de la barbarie.

Una de las tesis fuertes del libro es que el lenguaje crea la realidad.

Nietzsche decía que la sustancia de la realidad era lingüística. El mundo existe al margen de nosotros, pero nosotros no podemos percibirlo directamente (porque lo hemos convertido en objeto), y lo hacemos intermediadamente, a través de símbolos (lo que Cassirer llamó “formas simbólicas”). Entendemos el mundo a través de la ciencia, la religión, el arte, la literatura y, sobre todo, del lenguaje, y en cierto modo todo funciona como el Principio de Incertidumbre de Heisenberg para la física: nombrar algo ya es transformarlo, aislarlo del resto del caos que es la realidad para nosotros, y al entenderlo, le damos forma. La pregunta no es tanto por la naturaleza transformadora del lenguaje, su potencia creadora de “nuestra realidad”, sino la finalidad que le damos, es decir: ¿para qué?

Podemos construir diversas realidades en función del discurso que hagamos sobre el mundo, y ahí es donde se pervierte el instrumento más valioso que tiene el hombre. Si nos atenemos a la deixis, yo puedo decir “robo” y designo una realidad en castellano, pero también puedo construir “alzamiento de bienes” o “apropiación indebida”; si digo “despidos”, es una realidad también, pero ¿qué hago con el mundo si digo “flexibilidad laboral” o “regulación de empleo”? El eufemismo es peligroso, porque no tenemos del mundo más que la percepción que de él obtenemos con el lenguaje, y este es el que construye nuestra sociedad. Goebbels y Hitler lo sabían muy bien (tal vez mucho mejor el primero), y construyeron una realidad eufemizada. Nuestro mundo, el político, el comercial y el de las relaciones sociales, también impone a través de la operación lingüística realidades paralelas que impiden el diagnóstico social y maquillan a voluntad (voluntad de poder) nuestras vidas; esto desde la política a los roles sociales, desde nuestros sentimientos a la barbarie de la guerra.

Estamos rodeados de propaganda... 

Y ya no sabemos vivir sin ella. Goebbels es el maestro de facto de todo departamento de marketing, sea de una marca comercial o de un partido político (sin distinción ideológica). Lo que pasa es que por pudor nadie se atreve a nombrar al maestro. Sus principios sobre la propaganda son la obra maestra que enseña cómo pervertir con palabras el mundo, cómo emponzoñar la realidad y configurar un estado de creencia en la que se impele a los individuos a actuar en un sentido o en otro. Es la perversión absoluta de la Retórica antigua, acometida de modo tan brillante como malvado, y que, además, sigue funcionando en todos los niveles que podamos imaginar.

     Vienes a decir también que Hitler fue un vanguardista.

Vásquez Rocca dice que fue un dadaísta, yo más bien lo veo como un futurista vintage… La vinculación de Hitler y el nazismo con las vanguardias procede de todo esto que acabo de decir: la estética como patrón rector del yo. Las vanguardias supusieron la ruptura con los axiomas aristotélicos de la mímesis (y en consecuencia, también de la katarsis). ¿Qué había detrás de la parafernalia nazi en los mítines de Nüremberg? Realmente nada, sólo un happening, una performance que fascinaba, porque la estética fascina, la imagen impactante fascina; eso dice, por ejemplo, Susan Sontag hablando de Die Nuba, el fotolibro que hizo Leni Riefenstahl (la misma que rodó El triunfo de la voluntad, el reportaje más importante de esa catarsis estético-política). Pero ¿qué había detrás? Sólo imágenes, nada más que una escenografía, un decorado sin texto. El dictador se hizo escenógrafo; lo malo es que pintó un cuadro con la realidad de toda Europa, y lo pintó con sangre.

¿Pero no tachaban los nazis de “degenerado” al arte de vanguardia?

Es una vanguardia más que rechaza al resto de las vanguardias. Como todas las vanguardias, que rechazan a las precedentes.

Más de un lector protestará indignado: "¿Cómo puede decir este señor que los poetas románticos son unos nazis? ¡Mi amado Hölderlin!"

También es mi amado Hölderlin… Toda mi juventud la pasé leyendo al griego de Suabia, a Novalis, a Jean Paul, a Arnim… No tengo nada contra el Romanticismo, pero nuestra contemporaneidad son los estertores del pensamiento romántico, y el Romanticismo, además, viró hacia la oscuridad gótica después del Congreso de Viena. Hay un primer romanticismo, el ilustrado, el revolucionario, que nos trajo el emblema revolucionario de “Libertad, igualdad, fraternidad”, pero el segundo romanticismo, el nacionalista y reaccionario, nos trajo las pesadillas de Füssli y aquella soberbia de Schopenhauer (“El mundo es mi voluntad y mi representación”), el culto morboso a la muerte, la ansiedad por el clan (el nacionalismo atávico de la novela histórica) y un egotismo enfermizo que puede rastrearse desde la segunda parte del Fausto hasta las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. Tan románticos son los revolucionarios féreos o Byron como el Chateaubriand tan conservador en su Estudio sobre las Revoluciones.

Es el desarrollo extremado, desquiciado, del yo como único referente de la actitud vital el que encuentra un hueco y anida en el capitalismo antiguo, haciéndole mutar y combinando el idealismo de Schelling con los valores de la bolsa de Londres o Nueva York. Schelling, y no digo que fuera su intención, construyó la idea de que el único pensamiento puro era el pensamiento bello; la estética desplazó a la física y a la metafísica como estructura gnoseológica, de modo que el valor ético de la palabra se trasmutó en valor estético (y de nuevo, como antes he dicho, el objeto artístico es autorreferencial, no sabe de ética).

El Romanticismo es, pues, la génesis de nuestra modernidad, y su evolución y degeneración, desde muy temprano, permitió la estetización de la ética, y sus consecuencias políticas en ese exceso bárbaro del yo (y su avatar social, el “nosotros”, el clan, la nación, la raza), pero prometo que no tengo nada en contra del Romanticismo… 

    En el libro aparece la distinción entre fascismo "espartano" y "sudista". ¿Podrías explicarla un poco? 

La distinción es de Bardèche, un intelectual neofascista francés de los años sesenta. Y creo que es una feliz metáfora. Además, el análisis de Bardèche es impecable, brillante, y de altura; otra cosa es la conclusión que luego extrae de su análisis, que desde luego es preocupante (cuando menos).

Esparta es la Alemania de los años 30. El ciudadano renuncia a sus derechos y libertades por el bien común en tiempos de crisis. Dice Bardèche que es una elección libre, y el ciudadano, disfrutando de menos derechos, sin embargo se siente útil, pero Esparta es inhabitable a la postre y los espartanos se convierten en policías represores de la ciudadanía. El otro modo es el sudista: es el fascismo democrático, suave, corrupto, reformista, gestor, que adormece las conciencias de la ciudadanía (ese es nuestro mundo). El peligro del sudismo es, dice Bardèche, que puede dormirse y desembocar en el egoísmo y la insolencia.

El verdadero problema, en el fondo, es la desambiguación semántica del término “libertad”, que en Esparta tiene un sentido colectivo, mientras que en las democracias liberales es una simple letanía de derechos que se conciben como permisos, y que acaban dando una mirada triste a los ciudadanos. Sí, y entonces es cuando el propio lector de Bardèche alcanza la intuición: Esparta al menos es heroica, no es corrupta; es clara, concisa, práctica; es, como dice Sontag, fascinante. Un verdadero peligro.

Volviendo a la actualidad política, resulta un poco sospechoso ­–como señalas en el libro– que la misma imprenta haya servido para dos revoluciones que no tienen nada que ver.

No sólo la misma imprenta, también el mismo diseñador y el mismo estilista… Supongo que te refieres a los panfletos que aparecen reproducidos en el libro y que se repartían entre los estudiantes de la Primavera Árabe de Egipto (2011) y los de la Revolución Naranja ucraniana de 2014, atribuidos a CANVAS, en cuyo origen está Otpor!, la organización de resistencia que echó a Milosevic del poder en Serbia. Sí, hay demasiadas coincidencias en el diseño y en otras muchas cosas; sólo hace falta, por ejemplo, mirar el mapa de las llamadas Revoluciones de Colores para darse cuenta de que ocupan el espacio geopolítico de las repúblicas ex-soviéticas en un juego de poder que no acabó con el “fin de la Guerra fría”.

Anonymous ya filtró quién financiaba CANVAS, y yo me limito a constatar las informaciones que la prensa ha ido desgranando sobre el asunto, Hay mucho más de lo que parece en todo esto, e implica una guerra sorda vendida como siempre por eslóganes sobre la libertad, además, todo está interrelacionado: las revoluciones de colores, las primaveras árabes, los movimientos de protesta ciudadana en el Sur de Europa… Parece que el Heartland tiembla, como siempre; claro que, como digo en el libro, como en las mejores películas de espías, al final el espectador se queda con la sospecha de no haber entendido quiénes son los buenos y quiénes los malos, o qué fin perseguían unos y otros.

La conclusión final que promueves es la necesidad de devolver a las palabras su verdadero significado.

Es que no hay otra. Siento ser tan “antiguo”, pero los griegos ya hablaban de estas cosas. Mi adorado Aristóteles ya decía que por algo sería que entre todos los animales sólo el hombre tiene la facultad de la palabra, y es la palabra la que diseña nuestro mundo. La decisión es la de elegir el comienzo de la segunda parte del Fausto: “En el principio estaba la acción”, o preferir a Juan: “En el principio era el verbo”. La palabra es la piedra angular de la civilización, sin ella la polis está muda, y por tanto la democracia es imposible, pero para ello debemos respetar el principio básico de la referencialidad; debemos devolver a la palabra su valor de reunión con la realidad (y su compromiso con la verdad), y no traicionar los principios que enunciamos emponzoñándolos con la subversión semántica, retorciéndolas.

“Libertad, igualdad, fraternidad”: las palabras se ordenan en jerarquías, lo que los de filología llamamos “sintaxis” (del griego: “con orden”). No puede nuestra sociedad consignar una reducción semántica de la libertad y reducirla a “libertad de mercado”, por ejemplo, pero tampoco podemos cercenar la semántica ya disminuida en los términos que acabo de expresar del lema revolucionario francés: “Libertad” e “Igualdad” necesitan del equilibrio de la “Fraternidad”, porque el significado es completo en la sentencia, no en cada término. Sólo si apoyamos cada palabra en su significado real, y a su vez apuntalamos unas con otras para formar el lema, tenemos una posibilidad de salvarnos. ¿Ves cómo no me parece tan mal el Romanticismo?

Pagamos y nos disponemos a marcharnos cuando una poeta de provincias, que está sentada a la mesa de al lado, me pide que les haga una foto con su móvil a ella y a su acompañante, otro poeta. Sonríen y trato de encajar en el encuadre el libro que han venido a presentar a la capital del Reino. Es un libro de poesías románticas, con portada bastante hortera, entre fucsia y asalmonada. “Pues este señor dice que los poetas románticos sois unos nazis” bromeo señalando a Querol, que me mira con ganas de matarme, como Peter Lorre en M: el vampiro de Düsseldorf. No llega la sangre al río. Los poetas terminan pidiéndonos los nombres para vincularnos en Facebook. “Lo siento, yo no tengo Facebook”, me sincero. Salimos por la puerta giratoria del Café Comercial y ya es de noche en Madrid, una noche magnífica, llena de luces y vasos y terrazas y risas. “¿Y todavía piensas que Platón hizo mal expulsándolos de la Ciudad Ideal?”