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Florence Foster Jenkins, o el arte de lo peor

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Hace años, en el marco de una feria de alta gastronomía, me acerqué a un puesto patrocinado por una marca de cerveza con el sano propósito de gorronear lo que buenamente se pudiera. Resultó que el tipo a los mandos, o más bien a los grifos, era el campeón nacional de tiradores de cerveza. Moraleja: se puede ser un maestro en cualquier cosa. Pedí que me hiciera una demostración y, en efecto, la caña resultante era casi un ideal platónico: una densa capa de espuma en la proporción justa que auspiciaba unos reparadores y refrescantes tragos. Dos sorbos después, le felicité por esa pequeña proeza cotidiana, pero en lugar de abrazar el elogio con una sonrisa me miró a los ojos, como solo un hombre que sabe lo que se hace puede mirar a otro hombre, y me espetó admonitoriamente: “Se puede tirar bien una caña, pero es igualmente importante saber beberla”. A continuación, pasó a explicarme que era imprescindible degustarla en siete cabalísticos tragos, respetando siempre el copete de espuma –a fin de mantener la nube de carbónico inferior– y dejando los respectivos estratos en el vaso para que al final la nívea corona se posara grácilmente en el fondo.

Igualmente, si en los años cuarenta vivías en Nueva York y querías deleitarte con el canto de la singular diva Florence Foster Jenkins, no bastaba con te gustara la ópera y pagaras el precio de la entrada, sino que debías pasar un examen antes del espectáculo para demostrar que eras un verdadero connoisseur. Tras la rigurosa audición, celebrada en la suite del hotel Seymour de Manhattan donde tenía fijada su residencia, y el preceptivo pago de 2,5 dólares, se abrían las puertas de un peculiar valhalla musical. Para entender en toda su magnitud lo que ocurría en aquellas funciones es imprescindible escuchar con atención esta performance de “La flauta mágica” que se marca Jenkins. El entrecomillado no es baladí:

Y sí, la gente hacía cola porque, tal como te habrá pasado a ti, no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Las grabaciones que quedan de ella, con títulos como Murder in high Cs (Homicidio en do mayor) o The Glory (????) of Human Voice (La ¿gloriosa? voz humana), ya nos ponen sobre la pista de la que fuera bautizada como la peor soprano de todos los tiempos. Pero el misterio sigue ahí, como un buey tozudo clavado en el surco: una mujer que se lanzó al “bel canto” (he aquí otro entrecomillado capcioso) a los 41 años y se mantuvo fiel a su despropósito durante más de tres décadas, hasta cumplidos los 76. “El mundo oyó mi voz por primer vez en 1912, el año en que se hundió el Titanic”, declaraba la cantante. El 25 de octubre de 1944, apenas un mes antes de su muerte, dio un concierto en el Carnegie Hall con un lleno absoluto y la presencia de dramaturgos de la talla de Noel Coward, que al parecer cayó rodando por el pasillo en un ataque de risa.

El pistoletazo de su carrera artística lo dio el fallecimiento de su acaudalado padre. Decía Virginia Woolf que hace falta una renta anual de quinientas libras para acometer una carrera literaria con cierta independencia y dignidad. No sabemos cuál fue la herencia de Foster Jenkins, pero le permitió mantenerse refractaria a cualquier crítica. En cuanto a lo de la dignidad, no es algo que entrara en la ecuación. La incredulidad de los primeros conciertos dio paso al fervor del público, que acudía masivamente a sus recitales anuales en los salones del hotel Ritz-Carlton para comprobar en persona si era tan mala como la pintaban. Nunca faltaba su interpretación de La flauta mágica de Mozart –para qué conformarse con alguna obra de menores exigencias vocales, mejor apostarlo todo al rojo– o el número de Clavelitos, en el que arrojaba la susodicha flor a una audiencia extática. En su último concierto, en un arrebato de entusiasmo, tiró la cesta misma a los espectadores.

Cada vez que se enfrentaba a las risas del público o las burlas de la crítica, lo achacaba a la envidia y la falta de criterio de los demás. Pero lo verdaderamente fascinante es el optimismo inextinguible con el que vivió. Como en aquel accidente que tuvo a bordo de un taxi y en el que emitió un escalofriante alarido. Lejos de molestarse con el conductor, le envió una caja de puros explicando que gracias a él había “alcanzado el fa más agudo que jamás hubiera entonado”.     

La extraña y misteriosa figura de Foster Jenkins ha mantenido intacto su interés. Prueba de ello son las obras de teatro Souvenir, de Stephen Temperley (2005), y Glorius!, de Peter Quilter (2005), o el biopic que se está rodando en estos momentos, con Meryl Streep en el papel de la cantante y bajo la dirección de Stephen Frears. Aunque las anteriores obras están escritas en clave de comedia, puede que esta última sea un intento sincero de arrojar algo de luz sobre su enigma. ¿Lo suyo fue una broma infinita? ¿Quizá un trastorno de personalidad? Su marido y manager,  St Clair Bayfield, la arropó durante toda su carrera musical, tal como lo hizo su círculo de amigos más íntimos, no se sabe si cómplices en la farsa o verdaderamente arrastrados por su contumacia artística. Hoy también la reivindican cantantes tan dispares como Barbra Streisand o David Bowie, como me contaba el escritor Bosco Ussía hace unas semanas. 

Quizá una de las claves resida en lo que decía la actriz Judy Kaye, que representó su papel en Souvenir: “Es difícil cantar mal tan bien. Se puede cantar mal mal durante cierto tiempo, pero si sigues así te acabas destrozando la garganta”.

Es triste pensar que hayamos bajado tanto el listón. Hoy a Paquirrín le basta un single y un rostro controvertido para quedar aupado al olimpo del esperpento. Belén Esteban apenas necesita un divorcio de Jesulín y una edición de Gran Hermano VIP. Florence Foster Jenkins, en cambio, dedicó el empeño de toda una vida, y una pasión incombustible, a ser la peor en su campo. Eso es infinitamente más meritorio que ser mediocre. Y por eso la recordamos.

PD. Si te has quedado con ganas de más, aquí tienes media hora de Florence en estado puro: