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Lo más hermoso es el silencio

Entrevista con Robert Bresson
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1. El Jardín de las Delicias

Entrevisté a Robert Bresson en dos ocasiones. La primera en 1978, teniendo yo veintidós años de edad (es la entrevista que se recoge aquí), y la segunda dos años más tarde. En ambas ocasiones la conversación tuvo lugar en su casa de París, en una isla a orillas del Sena, con vistas a la catedral de Nôtre-Dame. Bresson no se dejaba fotografiar ni grabar. Y en ambas ocasiones tuve que esperar más de medio año para poder ver publicada la entrevista. En la España de la transición una entrevista con el autor de Lancelot du Lac tenía mucho menos interés periodístico que una entrevista con Bertolucci, por ejemplo.

Con el tiempo, lo que recuerdo con mayor intensidad de esos dos encuentros es la actitud de Bresson al hablarme de sus proyectos: las películas sobre el Génesis, el dinero y la Pasión de Cristo. Una actitud ilusionada y entusiasta en 1978 y decepcionada dos años más tarde. Él entendía que, por razones de edad y salud, esos eran sus tres últimos proyectos tal vez realizables. Como ahora sabemos, y por falta de apoyo del Ministerio de Cultura francés —que prefirió financiar el Don Giovanni de Joseph Losey—, sólo pudo realizar L’Argent. Y fue una obra maestra.

Y ahora puedo completar lo que entonces se publicó de modo incompleto. Primero, que Bresson quería que en La Pasión de Cristo el protagonista apareciese sólo en forma de sombra, de silueta a contraluz o de figura incompleta: una mano, un gesto, un fragmento. Y segundo (y mejor): que el modelo cromático y también argumental de su película Génesis —que más tarde rebautizó como Génesis: la torre de Babel— era una pintura: El jardín de las delicias, el retablo de El Bosco. Bresson me mostraba entusiasmado detalles del cuadro, en un libro que lo reproducía a tamaño natural, dividido en páginas-fragmentos. Un libro que compré poco después.

También hablamos de pintura. Bresson admiraba especialmente la obra de Cézanne. Consideraba que, a diferencia de Picasso, Cézanne sabía aprovechar «los elementos expresivos de la verdadera pintura». Como él los del cinematógrafo. Ahora pienso que en un tercer encuentro con Robert Bresson me hubiera gustado hablar sobre el cine de Yasujiro Ozu, Andrei Tarkovski, Jacques Tati y también Jacques Becker y José Giovanni (Le Trou, La evasión) y Akira Kurosawa. Que yo sepa, sólo por la obra de Tarkovski expresó su admiración.

2. «Conversación con Bresson», por Juan Bufill, Destino, núm. 2183, 8-14 de agosto de 1979

Recogida en Bresson por Bresson. Entrevistas 1943 – 1983 que Intermedio publica estos días.

No debería hacer falta insistir en que Robert Bresson es uno de los escasos verdaderos creadores que tiene el cine, pero para muchos su estilo espiritual, interiorizado, ensimismado, resulta demasiado frío y esteticista. En la entrevista que sigue Bresson explica el significado de su cinematógrafo. Esta es una selección de lo que hablamos; de hecho, fue una conversación informal, y Bresson no se enteró de que yo escribía sobre cine hasta muy entrada la conversación («Entonces, ¿puede usted escribir sobre algo de lo que hemos hablado?»). También me habló sobre sus experiencias en la guerra mundial y me convenció para que conociese la obra de Susan Sontag y Bob Wilson. Yo, por mi parte, casi lo convencí de que debía ver las películas de Wenders, de Michael Snow y Signos de vida, de Herzog...

Bresson es un ser tan entrañablemente orgulloso, puro y obstinado como sus personajes. Afortunadamente, me presenté de entrada como un admirador de su obra, porque si no habría sido imposible el diálogo (además eran altas horas de la noche y Bresson acababa de llegar del campo). Al hablar del final de Lancelot du Lac o de los ruidos de El diablo probablemente o de las imágenes del Sena en Cuatro noches de un soñador, se le nota que ama verdaderamente su obra. Por otra parte, mencionaré los detalles anecdóticos de que su casa está situada junto al Sena («Al abrir el balcón puedo ver los escenarios de mis películas») y tiene un sistema de puertas falsas que me hizo pensar en la obsesión por las puertas en algunas de sus películas. También era curioso el modo en que repetía ciertas frases. Al principio: «¡Hace frío! ¡Hace frío!». Al final: «¿Por qué no he visto las películas de Wenders? ¿Por qué?».

Juan Bufill —En sus películas prescinde totalmente de la música, a no ser que el instrumento aparezca en pantalla. ¿Responde esto a un deseo de realismo extremo?

Robert Bresson —No se puede decir que mis películas sean completamente realistas. La cuestión es que no soporto el modo en que es utilizada la música en las películas convencionales. Se utiliza para expresar lo que no se ha sabido expresar mediante el cine. Hay mucha pereza e incapacidad creativa entre la gente que hace cine, los elementos cinematográficos se utilizan de un modo superficial, y el resultado son películas falsas. Cuando se hace cine, hay que trabajar sobre los elementos propios del cine. Además, es mucho mejor dosificar estos elementos: en El diablo probablemente, la música sólo aparece una vez, en la iglesia, y el efecto es mucho más intenso que si la hubiera utilizado más a menudo y de cualquier modo.

J. B. — Estoy de acuerdo con las teorías del cinematógrafo, pero la crítica que representan se refiere sólo al cine narrativo. Para el cine de vanguardia estas teorías no son válidas. La música puede cumplir una función muy diferente...

R. B. —En este momento no se me ocurre ninguna película para la que esto no sea válido. La verdad es que no he visto nunca una película de vanguardia, no narrativa.

J. B. —El hecho de provenir de la pintura, ¿ha influido en su estilo cinematográfico?

R. B. —La pintura es un arte únicamente visual, el cine es más complejo, el lenguaje tiene ser forzosamente distinto. No excluyo volver algún día a la pintura, pero entonces dejaría el cine.

J. B. —En sus Notas sobre el cinematógrafo dice que cuando un sonido puede reemplazar una imagen, hay que suprimir la imagen.

R. B. —Sí, el sentido del oído es capaz de captar más matices que el de la vista; tiene más posibilidades. Pero no puedo suprimir la imagen, rompería la narración. Lo que hago es neutralizarla, hacerla inexpresiva para que así se perciban mejor los sonidos.

J. B. —Los sonidos se convierten entonces en música.

R. B. —Sí, es apasionante orquestar convenientemente los ruidos cotidianos. Pero lo más hermoso es el silencio, aunque no un silencio cualquiera. Para que tenga intensidad, el silencio debe ser preparado cuidadosamente. Cualquier momento de una película depende de los momentos que lo rodean.

J. B. —Muchas veces los encuadres son limitados, dejan fuera de la pantalla lo que en el cine habitual debería estar presente. ¿Es el espacio en off, ausente, lo que le interesa sugerir mediante esos encuadres?

R. B. —La función de esos cuadros, para mí, es mostrar lo que realmente es importante en ese momento, y no otras cosas. En las películas convencionales aparecen muchas cosas al mismo tiempo, de este modo la atención se dispersa y la visión es forzosamente superficial. Para que la mirada sea profunda, es necesario que se fije en un solo punto. Si alguien no está de acuerdo con esto es porque no sabe contemplar. Hay gente que piensa que lo hago por capricho; pero, por ejemplo, cuando en Lancelot du Lac muestro las patas del caballo, sus músculos, es porque no existe un modo mejor de expresar lo que en ese momento me interesa comunicar: la fuerza del animal.

J. B. —Son bastante conocidas las declaraciones del director de fotografía de El proceso de Juana de Arco sobre el rodaje de la película. Lo acusaba de no haber querido utilizar a la actriz convenientemente por temor a recordar La pasión de Juana de Arco, de Dreyer...

R. B. — ¡Ah, no! Siento decir esto de Burel ahora que está muerto, pero esas declaraciones son una completa mentira. Burel estaba enfadado conmigo porque él quería hacer una película muy espectacular sobre Juana de Arco, y quiso hacerse publicidad con esas declaraciones, pero todo es inventado. Mi cine es completamente diferente del de Dreyer. No vi La pasión de Juana de Arco hasta dos años después de realizar El proceso de Juana de Arco.

J. B. —Aparte de lograr un distanciamiento, ¿cuál es la verdadera función del inexpresivo modo de hablar de los personajes de sus películas?

R. B. —Por una parte, me resulta falso lo muy evidente. Y cuando los actores hablan como en la vida y buscan una identificación fácil con el espectador, estropean lo que a mí me interesa: el juego formal de la relación entre planos... Lo que se puede expresar mediante lo específicamente cinematográfico es más profundo.

J. B. —Pienso que ese tono despersonalizado funciona mejor en películas que hablan de otra época, como Lancelot, que en El diablo probablemente, cuyos personajes nos resultan muy cercanos. Tal vez son prejuicios, pero esa espiritualidad es más creíble en un contexto medieval como el de Lancelot.

R. B. —No, no. Es exactamente lo mismo. París está lleno de jóvenes como los de mi película. Pese a las apariencias, hay gente que se plantea los mismos problemas, y algunos de ellos acaban suicidándose por motivos ideológicos o espirituales. Por otro lado, tampoco creo que la Edad Media fuese así. Yo no estuve allí, así que no pretendí representar exactamente la época. Mi realismo consiste en comunicar sensaciones verdaderas, no en representar la realidad de un modo naturalista.

J. B. —No sé en otros países, pero en España sus películas son incomprendidas por la mayoría, no sólo el público en general, sino también la crítica. Se lo acusa de maniático, caprichoso y de que su obstinación por mantener su estilo resulta artificiosa. ¿Sigue pensando aquello de que hay que confiar en el público?

R. B. — ¡Ah, no! Ahora ya no, desgraciadamente. Hubo una época en que me hacía ilusiones sobre la gente, pero ahora ya no. El público está demasiado acostumbrado a un determinado modo de entender el cine, teatral, fácil. El daño está hecho, y es muy difícil que la gente cambie. El problema es que el cine es un arte excesivamente dependiente del dinero. Es un medio en el que trabajan muchos que no son artistas, y el público cree que el cine son los productos de esa gente. En otras artes es distinto... Pero ¿tantas tonterías se dicen de mí? Yo no tengo que hacer ningún esfuerzo para mantener mi estilo. Al contrario, no podría hacer películas de otro modo. Mi estilo es completamente natural, y la prueba es que ya desde mi primera película operaba del mismo modo que ahora. Las reflexiones sobre el cinematógrafo las fui escribiendo a medida que hacía mis películas, me fui dando cuenta de que lo que yo hacía era un estilo nuevo y traté de teorizar sobre él. Yo no parto de un modelo de estilo para realizar una película: construyo una película y me sale irremediablemente a mi estilo. El hecho de que mis películas estén meditadamente construidas no quiere decir que sean artificiosas.

J. B. — ¿Conoce un largo artículo que Adams Sitney escribió sobre su estilo?

R. B. —Sí, es una aproximación original a mi obra, pero todavía habla demasiado de filosofía. Lo mejor que se ha escrito sobre mí está en un libro de Susan Sontag, Contra la interpretación. Esto es lo importante: contra la interpretación. Todo el mundo busca mensajes y contenidos, cuando lo importante son las formas de un arte y el misterio que éstas encierran. La crítica francesa dice admirar mis películas, pero no me gusta el modo en que lo hace. Tienden a las interpretaciones trascendentes, e incluso religiosas. Las interpretaciones son siempre insuficientes y, sobre todo, inútiles.

J. B. — ¿Cuáles son sus preferencias como espectador?

 R. B. —No puedo contestar. Hace, creo, más de ocho años que no voy al cine; lo que se hace en cine no me interesa. A veces veo la televisión, me gustan algunos trucos de montaje de esos telefilmes americanos tan estúpidos. Sólo he visto, por compromiso, dos películas recientes: una de un amigo mío iraní, y también India Song. La película de Duras es fácil, se basa completamente en un tema musical que vuelve una y otra vez. Pero me gustó el efecto hipnótico que se crea con esas imágenes tan estáticas y el color.

J. B. —Lo que me extraña es que no sienta curiosidad por ver películas experimentales o de vanguardia. Precisamente creo que su obra está muy relacionada con este tipo de cine, en cuanto a preocupaciones y a rigor expresivo. En una publicación en la que escribo, del cine difundido comercialmente sólo tienen cabida gente como usted o Dreyer.

R. B. —Pero ¿por qué todos me comparan con Dreyer? ¿Por la inspiración cristiana?

J. B. — ¡No! Porque en los dos se ve la misma voluntad de crear un estilo propio y depurarlo progresivamente. Y en los dos hay un alto nivel de consciencia lingüística.

R. B. — ¡Ah! Bueno... De películas underground sólo he visto algunas de Morrisey y Warhol, me gustaron. Había una, creo que era Trash, que empezaba con un plano muy audaz, del trasero del actor, lleno de granos. Todo era muy desquiciado, divertido.

J. B. — Yo me refiero más bien a películas como las de Michael Snow, que son reflexiones sobre la percepción y el espacio, compuestas de un modo casi musical...

R. B. —Esto es lo interesante, componer una película como si fuese música. Sí, tal vez debería ver alguna de estas películas. Pero, como autor, no me interesa una película basada en un paisaje. Lo que me interesa es tomar elementos de la vida cotidiana y recomponerlos de modo que queden transformados mediante el cine. Me interesa el cine desde el punto de vista narrativo, y no solamente plástico.

J. B. — ¿Cuáles son sus películas favoritas? Para mí las más logradas son Un condenado a muerte se ha escapado y Lancelot du Lac.

R. B. —Las mejores son las últimas. Un condenado es una película muy bella, pero todavía tiene música.

J. B. —En Un condenado el momento en que el protagonista escucha los silbidos del tren mientras escapa por el tejado me hizo pensar en Hitchcock.

R. B. — ¡Pero no tiene nada que ver!

J. B. —Pensé que aquello era lo que Hitchcock siempre había querido lograr y no ha conseguido. Allí no hace falta ninguna música.

R. B. — ¡Ah!

J. B. — ¿Puede decir algo sobre sus próximas películas?

R. B. —La próxima es una película sobre el dinero, que es un tema sobre el que se podrían hacer muchas películas. Voy a intentar comunicar el máximo de sensaciones con un mínimo de elementos. Por ejemplo, para expresar la sensación de cárcel, me limitaré a un solo plano de un pasillo, el cual aparecerá una y otra vez a lo largo de la película. Hace poco visité una cárcel, y creo que es el modo más efectivo de comunicar la sensación de encierro. En el pasado he hecho demasiadas renuncias para que mis películas se pudiesen difundir, he tenido que aceptar incluso títulos simplones, como Los ángeles del pecado. A partir de ahora voy a depurar mi estilo de un modo más radical. Si puedo expresar algo mediante un gesto o por la situación de los personajes, prescindiré de las palabras. Hace poco vi una obra teatral de Bob Wilson, es muy interesante; no tiene nada que ver con lo que se entiende por teatro. Creo que mis próximas películas irán un poco por ahí. Después quiero filmar la Pasión de Cristo. Nadie ha hecho una verdadera Pasión en el cine.

J. B. —Para mí Diario de un cura rural era, más que un diario, una pasión.

R. B. —Sí... pero ahora he depurado más mi estilo. La Biblia dice que Dios es irrepresentable; por lo tanto, yo no lo voy a representar de un modo completo. Estará presente y ausente de la pantalla al mismo tiempo...

 
La imagen de cabecera es el telefonillo de la casa de Robert Bresson, en la Île Saint-Louis (París), fotografiado por © Jaime Natche en septiembre de 2015; de arriba abajo, los fotogramas corresponden a las siguientes películas de Bresson: El diablo probablemente (1977), Lancelot du Lac (1974), El proceso de Juana de Arco (1963), Un condenado a muerte se ha escapado (1956).