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Masculinidades emergentes

Contra la correspondencia entre el cuerpo y sus atributos
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Una profesora madrileña y su novio barcelonés dialogan sobre masculinidad, feminismo, arte y póker.

El Estado Mental me propone hacerle una entrevista al escritor Eloy Fernández Porta por la temática de las Nuevas Masculinidades que trabaja desde hace un par de años. Reacciono:

—Pero…! ¡Que es mi novio!

—Ya, pero tú eres una académica, sabes entrevistar y tienes los datos. No se trata de hablar de cotilleos o de cuestiones domésticas.

—No sé, no lo veo claro. Hablo con Eloy y os cuento.

Eloy dice que le parece bien una conversación o un diálogo, pero que una entrevista… no lo ve. Mi novio debe de entender que entrevistar a alguien es ponerse por debajo, en una situación inferior. ¡Je! Y eso que conoce a Oriana Falacci. Le aclaro que para mí hacer una buena entrevista está entre las mejores cosas que pueden pasar en la vida.

—Esta conversación ya es una cuestión de género —sentencia.

Lo vamos pensando.

En los seminarios que vienes impartiendo sobre Nuevas Masculinidades en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) o en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza has subrayado lo problemático de abordar la cuestión de género de manera aislada (sin atender a otros factores como pueden ser los de clase o raza) porque potencia su carácter esencial y parece algo definitivo. Quisiera comenzar por ahí, por el carácter contingente e histórico de la masculinidad ¿Cuáles son los rasgos que definen la masculinidad en el siglo XXI?

—Lo masculino siempre se ha definido a partir de una correspondencia necesaria entre dos factores. El primero es físico: es el cuerpo genéticamente sexuado, un cuerpo que posea el cromosoma XY. El segundo es imaginario: son las atribuciones que lo invisten, y que cobran sentido en la medida en que se le aplican. Ejemplos clásicos son el valor y la fuerza, que “funcionan inmediatamente” en un cuerpo masculino, mientras que “suelen requerir explicaciones” cuando es un cuerpo femenino el que las pone en acto. La masculinidad se instituye en un enfrentamiento y, a su vez, las dinámicas de enfrentamiento resultan más comprensibles cuando son masculinas. Pues bien: en nuestra época hablar de masculinidades, en plural, implica que la relación entre el cuerpo y sus atributos deja de ser considerada como un vínculo natural y pasa a ser considerada como el espacio prioritario para la rivalidad.

Me gustaría que nos pusieras un ejemplo.

—El director italoamericano Michael Cimino desarrolló una carrera, breve pero muy significativa, en la que tocó todos los palos de la representación cinematográfica de la virilidad: cine bélico, western, cine de gangsters, cine negro, película de atracos. Y en 2006 presentó su película definitiva: apareció en público, después de una reasignación de sexo, como Elizabeth Cimino. Ese giro imprevisto, que generó algún que otro sofoco en ForoCoches, obliga a reconsiderar su producción anterior, y sus consecuencias: ahora las imágenes fílmicas de la virilidad aparecen como un repertorio que se puede agotar y, de algún modo, superar. A su vez, la valentía, que era el tema de todas sus películas, adquiere un nuevo significado: ahora se formula como el valor para romper la correlación entre cuerpo y atributo, y la capacidad para obtener, en esa ruptura, una cualidad positiva. El eje de la rivalidad, que estructura la identidad masculina, se ha desplazado: ya no es un soldado americano contra uno vietnamita, ni un mafioso contra un comisario, sino una masculinidad emergente contra la ideología de la correspondencia entre cuerpo y atributo. Eso provoca que la valentía aparezca como una cualidad emancipada o flotante, lo cual tiene consecuencias para todos los otros cuerpos, masculinos o femeninos, y sus economías de la virtud.

En estas conferencias te has referido a emociones para tratar de definir lo masculino en la actualidad. ¿Cuáles son las que configuran la masculinidad hoy en día?

—El vértigo de género es el repertorio de reacciones suscitadas por la certeza de que se está produciendo un cambio irreversible en los modos de concebir y practicar la sexuación. Ese repertorio incluye la extrañeza, la inquietud, la duda y una cierta nostalgia por el régimen de género abolido. Es un sentir estructural, que organiza otras impresiones y certezas que uno siente a diario, y con las que intenta hacerse una idea del momento en que vivimos en la Historia del Biopoder. En segundo lugar, hay una parte de la inversión emocional masculina que siempre ha sido dirigida hacia la épica, ya sea la guerra propiamente dicha o sus extensiones en la vida civil: la competición laboral, las rivalidades personales. Y siempre ha formado parte de la experiencia de la hombría una distancia preocupante entre la imaginación épica y la realidad, ya sea porque la guerra real no es como cuentan en las academias militares, ya sea porque muchos hombres son o se sienten excluidos de lo épico, y del sentido de la comunidad que lo épico genera. Esa distancia produce cierta melancolía.

¿En qué consiste esa melancolía?

—Ocurre cuando se constata que en el siglo XXI las formas más poderosas de la narración épica son protagonizadas por sujetos que, en el régimen de género androcéntrico, eran subalternos. Como las sufragistas, como Margaret Sanger en la novela gráfica de Peter Bagge, como Virginia Johnson en Masters of Sex. La lucha por los derechos sociales, desde el sufragio universal hasta el matrimonio universal, y por la recuperación del cuerpo propio, desde la popularización de los métodos anticonceptivos hasta las legislaciones sobre la asignación de género, se han narrativizado en relatos emancipatorios cuyos protagonistas son abogadas, o doctoras, o “sujetos experimentales” que adquieren un carácter heroico. De ahí el sentir que llamo destitución de la épica.

¿Destitución? Es como sentirse inútiles para el mundo actual. ¿Te refieres a un sentir masculino generalizado?

—Me refiero a que en esas epopeyas de la subjetividad el papel del hombre hetero en esos relatos es, en el mejor de los casos, secundario; eso cuando no aparece —con el maniqueísmo que es propio de todas las modalidades de la épica— como causante del mal, siquiera por omisión.

Pero hay actitudes contenidas, más o menos estoicas, que sigue encarnando el carácter masculino en las “narraciones actuales”. Muchos héroes actuales se han impregnado de la discreción y contención que suele acompañar al detective protagonista de una novela o filme noir.

—Te contesto con una lista de reproducción que he creado en relación con el estoicismo, con la templanza:

Esta playlist está formada por temas en que el cantante declara carecer de sentimientos. Porque ha sufrido un desengaño, o porque nunca los tuvo, o para estar a tono con la atonía emocional reinante, o porque es un robot. En las letras de las canciones se dan explicaciones psicológicas (el “entumecimiento” sentimental), psiquiátricas (el espectro de enfermedades que va desde la alexitimia hasta la psicopatía pasando por el autismo) o extramorales (la renuncia a los principios éticos que vienen con toda emoción). Cada estilo musical ofrece una dimensión particular del tema. El indie rock de Goo Goo Dolls sirve para hacer una apología de la impersonalidad como signo de madurez afectiva; en el krautrock de Karl Bartos el sujeto maquinal ha superado la carga demasiado humana del sentir; también hay himnos a la atonía emocional, como “No Feelings” de los Handsome Furs, y, para terminar, la canción sensible de Huey Lewis and the News que inspiraba los crímenes de American Psycho. En función de la voz que lo cante y del género en que se encuadre, el topos del no sentir puede conformar una subjetividad de género más tradicional, como ocurre en el hip hop, o puede crear una subjetividad liminal, como ocurre con la impersonalidad dandy. Un caso muy interesante es el “Numb” de U2, que usa un registro musical átono y de tono bajo, el post punk, para actualizar la vía teológica negativa: líbrate de tus posesiones, siente la grandeza de no tener cargas.

¿Y cómo has organizado esta playlist? Porque en otra lista que preparaste, Medianenas & Milhombresse alternan los temas por un criterio de oposición. Una de cal y una de arena. ¿Cómo podemos sacarle todo el jugo a Poseído por la templanza?

—Las canciones están organizadas en una línea rítmica ascendente, empezando con las más etéreas y melódicas, siguiendo con distintos registros del rock y terminando con temas de metal, de modo que el repertorio de sentires negativos forma un crescendo. Hay varias canciones que usan estructuras minimal, y el minimalismo es un código que, tanto en música como en arte, suele ser equívocamente descrito como “frío”, cuando en realidad es de una calidez demorada. La idea es que la “renuncia a la expresividad” es una estilización y que la supuesta incapacidad afectiva masculina, eso que Wilhelm Reich llamaba “la coraza”, es un ámbito expresivo donde, a partir del “tema de la atonía”, se expresan multitud de matices, tonos, registros y experiencias que una persona hiperexpresiva sería incapaz de articular. “Estoy poseído de un gran amor a la templanza, así lo confieso”: esta frase del tratado de Séneca De la tranquilidad del ánimo, que he puesto como título de la lista, expresa la doble faz del carácter estoico. Que no es simplemente una ascesis del afecto, sino una pasión discreta, una contención elocuente o una elocuencia restringida.

Digamos que ese estoicismo está valorado culturalmente cuando lo representan cuerpos masculinos. Este asunto de la contención me lleva a otro aspecto que has subrayado en ocasiones: que la masculinidad no es una máscara, que no es una farsa.

—Es habitual considerar el despliegue cotidiano de lo masculino como un teatro, con sus “poses”, “aspavientos” y “máscaras” para fingir la entereza. Como si existiera una Verdad del Hombre que sólo pudiera manifestarse en cuanto cae la máscara y empieza el llanto o el fracaso o el derrumbe. Pero esta concepción teatral de lo masculino, que parece crítica y emancipatoria, es, en realidad, reaccionaria.

¿Por qué?

—Porque está basada en una ideología del sentimiento que valoriza el pathos sobre el habitus. Porque lo teatral, qué te voy a contar a ti que te doctoraste con una tesis sobre teatro del XVIII, no es el disfraz sino la escenografía de la caída y la catarsis, ¿no?

Puede ser, pero creo que eso no quita que esas “poses”, “aspavientos” y “máscaras” sean también un disfraz. Por ejemplo lo vemos en lo que hace el videoartista mexicano Yoshua Okón en su pieza Cockfight (1998). En ese video, dos mujeres “ridiculizan” los amaneramientos y vocabulario canallesco masculino barrial.

—Sí, cuando ese vídeo se expone en sala hay dos pantallas confrontadas, en cada una aparece una mujer, de modo que el espectador se encuentra en medio de una lucha de gatas. Que usan ademanes de gato. Y la primera impresión es que existe una discordancia entre los cuerpos y los gestos, que las actrices están imitando, y muy bien, esos aspavientos. Pero en segunda instancia uno se vuelve consciente de que esos gestos no son “intrínsecamente masculinos”, aunque algunos hombres los hayan hecho suyos. Y aquí viene a cuento lo que dice Virginie Despentes: “los hombres han hecho suyas muchas cosas que ni les pertenecen ni les convienen”. Tradicionalmente todos nos vemos metidos en tensiones y antagonías en que los dos polos de la competición resultan ser masculinos, de modo que participamos de una complicidad de género masculina. Porque la competición es también una forma de relación, un vínculo disfuncional, y tanto más fuerte, con el otro, como los culés y los merengues, que forman, todos juntos, una comunidad en la rivalidad, aunque a ellos les parece que son dos comunidades distintas. Cockfight sitúa al espectador en medio de una competición entre mujeres, una situación que en el imaginario colectivo es menos frecuente y está codificada de otro modo. Y eso no sólo es una parodia; es una manera de imaginar una antagonía diferente, lo que implica una dinámica social distinta.

Pero entonces estos “gestos” y “poses” también forman parte de la mascarada de lo masculino, aunque entiendo que, como señalas, lo relevante está en el hábito, en la costumbre. ¿En qué sentido entiendes que la caída y la catarsis son lo verdaderamente teatral?

—En esa escena parece que el hombre es destruido, y en alguna medida lo es. No obstante, hay en la caída un aura que instituye al caído con nuevos valores. La caída masculina es una experiencia que engendra un saber, que, a su vez, es un signo de madurez. En cambio, en el caso de las mujeres la caída suele relacionarse, con demasiada frecuencia, con el trauma. Esa diferencia de interpretación implica dos usos distintos de un área de conocimiento, que es el psicoanálisis. En el primer caso el análisis de la psique se formula como un movimiento progresivo y “terminable”: en algún momento lo habremos dicho todo acerca de la caída masculina, no hará falta decir más. En cambio, en el segundo caso el énfasis en el trauma es propio del movimiento analítico de recuerdo, de anamnesis y, sobre todo, de regresión. Y aquí se trata de un análisis “interminable”: hay un punto en el pasado al que habrá que volver una y otra vez. Hay, por tanto, una economía del saber que distribuye los rasgos propios de un sistema de conocimiento en función de las atribuciones de género. Por eso el discurso confesional es un arma de doble filo. Quien lo usa corre el riesgo de quedarse atrapado en una lógica del retorno al pasado. La narración del trauma difícilmente podrá tener efectos catárticos, porque la narradora será conminada a explicarla una y otra vez con distintas variantes y consecuencias, y se puede ver atrapada en un “bucle catártico” sin resolución.

Ya entiendo. Digamos que esa “caída” o “rasgo de confesionalidad” reafirma la figura masculina en el “saber” y el “conocimiento”, nunca en la “sensibilidad y emoción”, a pesar de manifestar el llanto o asumir públicamente el fracaso. Pues, sinceramente, menuda trampa. Lo voy a llevar a mi terreno, al ejercicio narrativo de los cronistas con los que trabajo. Entonces, quieres decir que cuando un cronista varón dice “yo dudo” es un síntoma indiscutible de sabiduría, ya que ante la dificultad de abarcar la realidad, lógicamente, como ser cabal, duda y lo manifiesta. Y, en cambio, cuando una cronista mujer dice “yo dudo”, su capacidad como periodista se pone en suspenso. ¿Se puede ver así?

—Suele percibirse así, eso creo, y es un factor importante en las narrativas confesionales. La duda, que es un movimiento necesario en la intelección, puede ser dura e instituyente, o puede ser blanda y sensitiva. Y cuando se usa el término “duda” en relación con la homosexualidad, el término también cobra otro sentido, pues en ese caso se ha desplegado sobre una oposición duda/certeza.

En el Seminario “Imágenes, imaginarios y crítica político-cultural” en la Universidad de Zaragoza te centraste en representaciones artísticas contemporáneas que reconsideran al hombre en su dimensión física, emocional, libidinal y cognitiva, y ciertamente no salía muy bien parado en ninguno de los casos. Virtudes asociadas a la masculinidad como el estoicismo, la templanza, además de la fortaleza física, que venían a representar el grupo escultórico del Laocoonte según Winckelmann, quedaban muy cuestionadas en el ceremonial de la virilidad que recreó en su performance Itziar Bilbao Urrutia. Y no digamos la abyección de la instalación 15 padres del artista Enrique Marty para desarticular y desvalorizar la figura masculina paterna, o ese Darth Vader con su máscara intimidatoria pero presentado en calzoncillos, en la escultura Soy tu papi de Samuel Salcedo. ¿Por qué el arte moderno se ríe del padre?

—Será que reírse del hijo vende menos y reírse del Espíritu Santo ya no se lleva… El cuerpo del padre es el más compacto. Sus rasgos materiales —las arrugas, el pelo o la calvicie—, los inmateriales —la mirada y la voz— y las atribuciones que llevan consigo —la autoridad, la referencialidad, la Ley— son continuos: la fisicidad y el significado forman una única superficie. A su vez, ese cuerpo está unido a otros por un vínculo que los supera y los excede, algo que determina “lo parternofilial” sin ser ni paternal ni filial. El abrazo de la serpiente es una metáfora perfecta de ese tipo de enlace. Y en todos los proyectos que has mencionado los artistas han hecho la operación de separar la materialidad del cuerpo paterno de sus atributos.

Según los discursos de estos artistas que mostraste, no es que hayamos matado al padre, y al hombre, es que le hemos ridiculizado, humillado y anulado. ¿Es un paso necesario? ¿Pero no era el padre un aliado para el niño, según Freud? ¡¿Qué vamos a hacer sin padres, sólo con madres?!

—Bueno, en algunos aspectos siempre hemos vivido así, ¿no? Sólo que eran los hombres, “los padres”, los que lo ocupaban todo. Por ejemplo en la Historiografía de la Literatura, como sabes, la dinámica entre maestros y discípulos, antecedentes y contemporáneos, siempre ha sido descrita como un proceso partenogenético en que un escritor “engendra” a otro, sin intercesión “materna”.

También empleaste la evolución de la figura de Walter White en la serie norteamericana Breaking Bad: su paso por padre melancólico, padre tutelar, hasta convertirse en esa máquina de matar hipervirilizada y psicopática del final. Si nuestra sociedad actual no está de acuerdo con esas masculinidades patriarcales y viriles, ¿por qué nos fascinan estos procesos?

—Empatizamos con Walter White porque entendemos que ha encontrado la coartada perfecta para vivir la vida narco: su muerte se acerca y tiene que proveer para su familia. White trata de convencerse de que lo hace por sentido del deber paternal. El público, en cambio, sabe que lo hace por el goce de ser un narco o, al menos, con el goce de serlo. Como en otras series en que la continuidad de la historia, y su desarrollo, están supeditados a los índices de audiencia, en Breaking Bad el superego del protagonista es el público: él es la instancia que le dice: “¡hazlo!, ¡disfruta!”.

¿Y en lo que se refiere a la virilidad?

—La virilidad patriarcal es como un producto que en estado crudo no lo compra casi nadie, pero en versiones derivadas, y con buen marketing, lo acaba comprando la mayoría de la población. Para que ese modelo resulte atractivo hace falta que aparezca en una escenografía dramática, a ser posible en una situación límite, y que su carácter parezca la respuesta más razonable a esa escena, ya sea “me voy a morir y mi familia no podrá mantenerse” o “se están perdiendo los valores de antaño”… o casi cualquier otra, porque en esta lógica la vida cotidiana es una situación límite. No hay que hablar de la “crisis de la masculinidad” como si fuese un fenómeno distintivamente contemporáneo, sino reconocer los modos en que históricamente las masculinidades se han forjado, legitimado y, a veces, impuesto con la coartada de una crisis de género, es decir, como solución conveniente a un problema falso o mal planteado.

¿Es verdad que se está dando una progresiva feminización de la sociedad? La valoración de actitudes confesionales, de la inteligencia emocional, de mostrar los sentimientos en público, de evitar la polémica y la confrontación y apelar más al diálogo… ¿son síntomas de esta feminización social?

—Yo más bien diría que cuanto más obscenas son las formas de expresión del poder (tu compañía telefónica te estafa, tu banco te roba, tu gobierno te pasa la factura de los bancos alemanes) más necesario se hace, para quien lo tiene, usar la jerga socialdemócrata de la diplomacia, la negociación y el diálogo, para que todo eso parezca el resultado de un acuerdo común. Un ejemplo claro es el uso que ha cobrado la palabra “política”. Todo el mundo se muestra muy convencido de que si un texto incluye esa palabra tres o cuatro veces eso indica cierta capacidad crítica por parte del autor, una cierta clarividencia y una cierta capacidad de acción. El problema es que el término “política” presupone una situación en la que es posible intervenir, negociar y, en última instancia, cambiar las tornas. Eso no siempre es posible, y no es bueno insinuar que lo es.

En una de tus charlas hiciste una analogía: la vida como una mesa en la que se juega al póker. La vida como una competición, como un juego sometido a reglas. Un juego en el que se puede jugar la “carta del sexismo”, según convenga. Un juego en el que los hombres en general han recibido de primera mano mejores cartas que las mujeres. ¿Cómo es este juego de la vida?

—El modelo del juego de cartas no es omniabarcador y no propone describir la dominación masculina como sistema. Es un modelo que puede servir para analizar el sexismo en su dimensión actancial y no intencional.

Explícame eso…

—Digamos que en la mesa hay jugadores y jugadoras que compiten entre sí, y no en equipos de hombres contra mujeres. De entre los que tienen mejores cartas de mano, la mayoría son hombres; de entre aquellos que en su infancia no tuvieron un modelo de género de jugador de póker, la mayoría son mujeres.

Luego en este juego ya partimos en desventaja la mayoría de las mujeres.

—Bueno, en este juego parte con desventaja casi todo el mundo, y para saber qué situación se da en una mesa habrá que ver cuál es la economía de las desventajas de clase, de raza, de situación geográfica, y también de género, claro. En la baraja hay dos jokers, que yo llamo “la carta del sexismo”. Contrariamente a lo que algunas jugadoras creen, el joker no es la carta más alta y no asegura, por sí sola, una buena mano. Y no tiene valor de por sí: su valor es imitativo (“repite otra carta”) y combinatorio (es la carta que permite ligar una jugada).

O sea que el joker imita el valor de una carta ya existente. Y cuando hablas de “carta del sexismo” te refieres a jugar con la condición de género del modo que sea para tomar ventaja, ganar terreno y desarticular al contrario, ¿no?

—Sí, y quien juega siempre está “cogido por el juego”, y hace jugadas que tienen pleno sentido en el curso de una partida y que no pueden ser descritas de manera aislada. A lo largo de cada partida una jugadora se encontrará con variantes como éstas: tiene una pareja y el joker, o dobles parejas y el joker… o tiene un tres, un cuatro, un seis y el joker. En todos esos casos tendrá que escoger entre jugar la carta del sexismo, combinada con otras, o arriesgarse a jugar con una mano más baja. La decisión de jugar esa carta aparece, entonces, como instintiva, práctica y coherente con una situación dada.

De alguna forma, al partir de una desventaja, de jugar con una peor mano de inicio, digamos que es instintivo y lícito usar esa carta para esta situación específica, que no tiene que ser en todos los casos, para adelantar o ganar a un compañero de juego.

—Una jugadora que lleva de mano, combinada con otras, la carta del sexismo, puede ganar una mano contra un jugador, o contra varias jugadoras. Eso está ocurriendo ahora mismo en muchas mesas En el póker se puede cambiar de carta. Si una jugadora dice “croupier, me ha salido de mano la carta del sexismo y, como mujer, me niego a jugarla; deme otra”, el croupier le dará otra carta. Si un jugador dice “croupier, como hombre me niego a jugar la carta del sexismo” recibirá a cambio una carta mejor que la que ha obtenido su compañera de mesa.

¿Por qué? ¿Por qué la carta del hombre que decide no jugar la carta del sexismo va a ser siempre una carta mejor que la que reciba una mujer que haga lo mismo?

—Porque la renuncia a jugar esa carta sería una cualidad moral, y las cualidades sólo se reconocen cuando se demuestran. La virtud adquiere sentidos diferentes en función de la situación y del cuerpo que la ejerce. Cuando es una mujer quien se niega a jugar la carta, esa decisión es interpretada, y puede ser valorada, como si se tratase de la expresión de una interioridad femenina rebelde o, en otros ámbitos, como una preocupación que la madre de esa mujer debiera haber tenido pero ella “tendría que haber superado”. En ambos casos, es como si existiese una correlación entre el cuerpo y la decisión que ha tomado. No existe tal correlación, no hay nada genético que predisponga a una mujer a actuar así, y en cuanto a la cultura, hay muchas menos predisposiciones culturales en ese sentido de las que suele suponerse.

Pero, ¿por qué esa renuncia favorece al hombre más que a la mujer?

—Debe ser porque las decisiones feministas suelen ser socialmente interpretadas como un rasgo de caracterización esencial para una mujer, rara vez se consideran un mérito y no resulta fácil obtener ventajas o ganancias con ellas. En cambio, para un hombre, asumir el lenguaje del feminismo, sus reivindicaciones y actitudes, es entendido como un síntoma de progreso: es un modelo renovado de masculinidad que hace algo más que la generación precedente.

¿Y en qué campo laboral ves ese fenómeno?

—Pues en el del arte, ya que hablábamos de eso. A finales de los años sesenta las artistas de género norteamericanas introdujeron una serie de temas, recursos y estilemas, como la deconstrucción de la iconografía del desnudo, el análisis de las tareas laborales feminizadas o la crítica al androcentrismo de los espacios museísticos. Las artistas que inauguraron esta línea, principalmente las que se reunieron en el colectivo californiano Womanhouse, obtuvieron y mantienen protagonismo en parte gracias a esas propuestas. El éxito de estas aportaciones determinó que cada vez más artistas hombres las incorporaran también a sus creaciones. En la recepción de estas obras la presencia de un código procedente del feminismo apenas suscitó reservas. Bien al contrario, adquirió un valor doble: político (como signo de conciencia social adquirida) y estético (porque esos códigos pueden generar cierta ambivalencia o cierta perturbación en una obra “masculina”, y esos dos rasgos, sea como sea que se interpreten, son valores estéticos). En consecuencia, acabó triunfando una versión adaptada del feminismo protagonizada, en su mayor parte, por hombres.

Entonces, según el caso, entiendes y ves más que razonable que una mujer pueda ganar una partida, que puede ser conseguir un trabajo, acceder a una entrevista, lograr un ascenso, etcétera, gracias al uso de esa carta, ¿no?

—Entiendo que una jugadora que lleva el tres, el cuatro, el seis y la carta del sexismo ponga encima de la mesa una escalera de color. No es razonable esperar de ella que diga “paso, no tengo nada”. Si una voz moral se levantara y dijera: “Tú, como mujer, no debieras jugar nunca la carta del sexismo” le estaría pidiendo que limitara su juego, y que confiara en que sus rivales harán lo mismo. Esa voz, que oímos con cierta frecuencia, puede ser inmoral porque no tiene en cuenta las condiciones en que se juega la partida, o porque la imagina como un solitario en que la clave está en no hacerse trampas a una misma.

Me gustaría que explicases dos conceptos que has apuntado en tus charlas y que parece que tienen mucha relevancia en la actualidad. Se trata de lo que defines como “la hipótesis solidaria” y el “feminismo de estadísticas”. ¿Puedes explicar estas ideas?

—Llamo “hipótesis solidaria” a la idea humanista y voluntarista según la cual la desigualdad de género se acabaría si una comunidad imaginaria llamada “los hombres” adoptara, por un golpe de buena fe, las reivindicaciones de otra comunidad imaginada, “las mujeres”. A esa idea, indudablemente bienintencionada y, en algunos casos, exitosa, le pasa lo mismo que a la mayor parte de las ideas humanistas: que cuando dice “Humanidad” pasa por alto una realidad social específica. Y en este caso la realidad es una competición diaria por el trabajo, la notoriedad y el poder simbólico, y esa lucha no está dividida en “el bando de los hombres” y el otro, sino que está hecha de incontables acciones específicas en que se alternan gestos feministas y gestos sexistas en todo tipo de cuerpos. El problema, pues, no es que muchos hombres carezcan de conciencia política o de buena voluntad, sino que aún no se han creado suficientes razones materiales para que el ejercicio de los criterios feministas constituya un mérito, curricular, relacional y, en suma, financiero. Así que la cuestión no es tanto introducir el valor del feminismo en las mentalidades “cerradas” como poner el feminismo en valor en un mercado abierto. Y eso sin perder de vista la paradoja del campo artístico que hemos comentado antes.

Bien, ¿y el “feminismo de estadísticas”?

—Las estadísticas sobre la presencia de mujeres en diversos sectores del mundo laboral son necesarias, son una parte de la sociología cuantitativa que tiene capacidad para desencadenar el activismo. Ahora bien: el feminismo estadístico, si se toma como una perspectiva aislada y autosuficiente, puede dar lugar a ideas inexactas acerca de la distribución del poder. Cuando se dice, por ejemplo, que en las grandes empresas la mayor parte de las posiciones de poder están ocupadas por hombres, ese dato, que es cierto, llevará a una conclusión equivocada si no añadimos a continuación que en el Cuarto Mundo urbano, entre las personas que no tienen casa, hay siete hombres por cada tres mujeres. De la misma manera, cuando se dice que las editoriales publican a más hombres que mujeres también hay que aclarar que, de entre los manuscritos no solicitados que cada año son rechazados por una editorial, son más los que fueron remitidos por hombres. En el sector del libro se hacen numerosas tareas no remuneradas, o a cambio de un pago simbólico: artículos, libros, revistas. Es un sector vocacional donde sólo una minoría está profesionalizada. De entre las personas que se avienen a realizar ese falso trabajo por amor al arte, la mayoría son hombres. “Ser escritor” es un horizonte de realización que aparece más definido en la educación de género masculina, la cual, a su vez, también puede predisponer a dedicarse a un campo donde el criterio básico del juego no es la ganancia económica sino una cierta modalidad del prestigio. Hay “mayoría masculina” en los estratos más altos del poder, sí, pero también en los lugares de ganancia cero.

Me parece como poco seductor que el horizonte de realización de un individuo pueda ser dedicarse a ser escritor, aun siendo consciente de la precariedad laboral que esta realización puede entrañar. En serio, sin ironías, lo entiendo como un lujo. Quiero decir que es casi una osadía, diría que tremendamente individualista. Entiendo que existe ese horizonte masculino porque ya está previsto que siempre esté detrás “esa gran mujer” que se ocupará del sustento, de procrear y de gestionar el hogar ¿no lo crees? Al menos parece que ha sido así durante mucho tiempo. Quizá las cosas estén cambiando. Yo dirijo la revista cultural Zero Grados en la que trabajamos por amor al arte 23 personas de las cuales sólo 4 son varones, y tienen funciones muy restringidas y específicas. Pero son generaciones nuevas, confiemos en que verdaderamente el horizonte femenino pueda permitirse esos lujos en un futuro inmediato.

—Dios te oiga… y la gran mujer que está detrás de Dios también, también tendría que oírlo.

¿Para hablar de Nuevas Masculinidades hay que hablar de feminismos, entonces?

—Sí, creo que en vez de hablar de “las feministas” como una entidad grupal supuestamente definida por un carácter particular y unos modos de asociación determinados es más realista hablar de “los feminismos”: un conjunto de discursos que vienen desarrollándose desde hace más de un siglo, que atraviesan todo el arco político, desde la izquierda hasta la derecha, que tienen distintas intensidades y posologías, y que configuran una parte del ethos democrático. Esos discursos se han ido estabilizando en estratos y han dejado huellas. No es posible vivir un día entero con un 0% de feminismos. Cada agente social tendrá que abordar continuamente ese legado en su experiencia cotidiana, ya sea asumiendo, como parte del hábito cultural, sus victorias históricas, ya sea redefiniendo su subjetividad a partir de fenómenos emergentes.

Es cierto que ha habido logros pero no siempre se reconocen, en parte porque quienes suelen reconocer estas realidades parecen tener en la cabeza una idea de evolución y progreso positivo sin más ni más. Como si los avances feministas fueran una consecuencia histórica inevitable: “todo marcha hacia delante, hacia la igualdad, la libertad y…”

—… y hacia la fraternidad y la Renta Básica. Puede que en España la omnipresencia de los feminismos —a veces en pequeñas dosis y en posiciones aisladas— haya pasado desapercibida porque, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, no existe un feminismo de derechas políticamente articulado. Cuando en la prensa se describe alguna lucha “de las feministas contra los conservadores” muchas veces lo que está ocurriendo es una discusión entre variantes y momentos históricos de la teoría de género. Por ejemplo, cuando Gallardón propuso la reforma de la Ley del Aborto lo hacía en nombre de una versión cristiana de la contrarrevolución sexual…, pero también sobre la base de un programa electoral que habían votado unos cinco millones de electoras (al menos el 40% del voto del PP).

Ya sabes lo poco que me gusta la figura de Gallardón. No puedo ni quiero ser objetiva con Gallardón y con esa “su” Ley del Aborto. Seguro que lo hacía conforme a esas creencias y convicciones que comentas pero, para mí, Gallardón lo ha hecho todo primero por él, luego por él y después por él. Un Hombre y su paso a la Historia. Mientras sus medidas pasaban por fundirse el dinero del Ayuntamiento de Madrid para enterrar la M-30, pues bueno, de esa magna obra finalmente nos beneficiamos todos, pero cuando se trata de legislar el cuerpo de la mujer, ahí no le veo la gracia por ningún lado y casi consigue que retrocediéramos años luz en unos derechos que vienen costando tanto, entre otras cuestiones mucho dolor.

—Mucho. El PP suele hacer esos amagos: “cuidado, que lo mismo revocamos la ley del matrimonio universal”, “al lorito, que revocamos la ley del aborto”. Eso son aspavientos, es la machada barrial convertida en discurso político. Porque no es posible volver atrás, como se vio con la Ley del Aborto, pero cuando se hace un aspaviento así lo siguiente no es “fuese y no hubo nada”, sino que enunciar esa posibilidad hace daño a muchas personas.

Para terminar, parece imposible escapar del debate tóxico de los medios de comunicación y de las redes sociales, de la compulsión constante en la que viven, que nos atrapa y confunde muchas veces. Los medios construyen una masculinidad, ¿cómo ves tú esta construcción y qué efectos tiene?

—Creo que el periodismo es una cosa objetiva y teórica, y eso lo diferencia de la sociología, que se ocupa de asuntos prácticos y presta cierta atención a la realidad material. Hace ya mucho tiempo que la escritura periodística, al igual que el arte abstracto, se emancipó del referente real, declaró que la realidad extraperiodística es un efecto óptico o un residuo estadístico y entró en una fase autoreflexiva y revivalista, una oda a la hemeroteca. A la causalidad sin causa de l’art pour l’art le ha seguido, como consecuencia inevitable, le journalisme pour le journalisme. Hay quien intenta explicar este fenómeno diciendo que el periodismo paga poco y mal, que sus ritmos son demasiado acelerados, y que si el sistema educativo español tal y que si viviéramos en Suecia Pascual. Pero en esa Suecia que nos gusta imaginar estaríamos igual, porque éste no es un asunto que pueda explicarse en clave nacional.

Estoy en parte de acuerdo, pero me mata tu premisa. ¡¿El periodismo, una cosa objetiva y teórica?! ¿Cómo? ¿Cuándo fue así? El periodismo se acerca más al carácter pragmático y a la realidad material con que defines la sociología, creo. Y recuperando la idea, en el periodismo sueco o en el español, si acaso fueran equiparables, ¿cómo se construye esa masculinidad? ¿Cuáles serían esas palabras clave o imágenes rentables para los medios?

—Seguramente la diferencia está en que tú has trabajado mucho la dimensión literaria del trabajo periodístico, en el género de la crónica, que está dotado de unos rasgos de autoría, estilo, efecto estético, que conoces bien, mientras que yo sólo puedo hablar de la recepción de lo mediático, que es un fenómeno más restringido. Esto lo he comprobado en un par de ocasiones en que me han invitado a dar declaraciones para artículos acerca de la moda unisex. Una vez me preguntaron en qué medida ese tipo de ropa puede cambiar el paradigma de género. Se me ocurrió responder que eso depende, en alguna medida, de la manera en que el periodista presente la información. Debiera ser posible presentar las fotografías, explicar sus cualidades materiales y describir los diseños de manera específica, esto es, en relación con otros diseños semejantes, y no por oposición a un supuesto paradigma de la diferencia sexual. Si se redactara el artículo de ese modo la ropa aparecería como una posibilidad entre muchas o como un momento en la tradición del unisex, y no como una instancia de perturbación de la diferencia. Pero parece ser que es obligatorio para el periodista introducir en el artículo las palabras “hombre” y “mujer”, usarlas muchas veces y repetirlas en términos binarios, de modo que al final queda una imagen marcada, codificada y acotada por el texto. Una vez más se comprueba que la “sociedad de la imagen” es muy textual, y que cuando se dice que se habla de la imagen en realidad se habla de una teoría binaria que es aceptada como si fuese de sentido común.

Y en este territorio, ¿dónde queda la abstracción?

—Cuando digo que el periodismo, o si tú quieres, lo mediático, es “abstracto”, me refiero al sentido de la obligación que ese periodista siente de escribir un artículo en términos binarios. Esa obligación no se la impone directamente el jefe de redacción, no está en ningún libro de estilo y tampoco es sólo una emanación de la subjetividad del periodista, sino que se le aparece como algo inevitable y fatal. Hay un fatalismo en esa necesidad de imaginar al “lector medio”, tomar en cuenta su punto de vista e interpelarlo en todo momento. Y en el caso que comento, uno diría que pudiera producirse un cambio si el artículo estuviera escrito para otro lector, pero fatalmente hay que interpelar a alguien para quien se supone que la diferencia sexual es un asunto clave, y resulta impensable dejarlo fuera del texto. “La sociedad” o “el criterio social” son, para el periodista, puntos de vista imaginarios basados en hechos reales, y en muchos casos es el nombre que se da a una tragedia, a una imposibilidad de cambio por resistencia del criterio colectivo.

Ya. “El lector medio”, “el público en general”, “los lectores que no leen”, “¿quién es ese público y dónde se encuentra?”. Un clásico del periodismo. Y, sin embargo, escribimos para esa entelequia.

 
Imágenes:
1. Eloy Fernández Porta y María Angulo Egea. Conversación, noviembre de 2015. Fotografía de Berta Jiménez.
2. Yoshua Okón, Cockfight (vídeo, 1998).
3 y 4. Conferencia de Eloy Fernández Porta “No estás mirando como un hombre. Figuraciones de la masculinidad en el arte español actual”, en el Seminario “Imágenes, imaginarios y crítica político cultural” que tuvo lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, el 28 de octubre de 2015. Fotografía de Silvia Laboreo.
    + Enrique Marty, Mi padre en la cuna (instalación, 2010).
5. Aggtelek, Un doble de Walter White con 'Caja metafísica' de Jorge Oteiza en la cabeza (Double Reality, 2014).
6. Eloy Fernández Porta y María Angulo Egea. Conversación, noviembre de 2015. Fotografía de Berta Jiménez.