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Por una crianza social

Un escrito contra la ideología de la familia nuclear y los partos mortales. Un llamamiento a SOStener la vida
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Escribo en primera persona para compartir una parte de la crianza de Laia. Prefiero no llamarle maternidad. Aunque reconozco la inmensidad de la vida en emergencia que acontece en el cuerpo de las mujeres y que ellas protagonizan. Esa potencia de “lo madre” que se degrada pintándola de colores pastel. Sin embargo, yo no deseaba ser madre, deseaba criar. Lo deseaba hasta la necesidad. Quería hacerme cargo del crecer de alguien o, más precisamente, conjugar su crecimiento con el mío. Nadie quiso ser padre. Yo tampoco lo vi imprescindible.

Así que con un Libro de Familia impostado, confié en instalarme en las afueras de la familia nuclear al amparo de un “cuidado extenso”. Nombro así al modo en que una amiga decide acogerte en su casa al dar a luz porque puede y quiere vivir contigo eso. Llamo así a felicitarte por ese cuidado y a dejarte de lamentar de que justo a tu madre le “diera” un ictus justo a dos meses del parto. Extensamente los cuidados se suscitan fuera del “hoy por ti y mañana por mí”, fuera de la “incondicionalidad” familiar. Nosotras no nos pudimos segregar en una familia, no nos atrincheramos. Todo lo contrario, hemos tenido que confiar en la gente y dejarnos cuidar por quien puede compartirnos y disfrutarnos. Así que ahora, con cinco años, Laia se ha convertido en una niña que analiza al adulto que tiene enfrente y si le parece, se queda a su lado buen tiempo.

No quiero dejar de constatar, sin embargo, que me costó sobreponerme a que me había quedado “temporalmente” sin familia, justo cuando iba a ser madre. No quiero mentir, al saber de mi embarazo (tan deseadísimo) caí en un insomnio largo, que me acabó sentando delante de una psiquiatra que me reconoció fortaleza para soportar lo que ella consideraba una aberración, querer a quien no cuidará de su hija incondicionalmente. La psiquiatra, una mujer joven, al terminar me dijo: “Me anima saber que se soporta”. Tendría muchísimo que contar de ese tiempo en que la mujer embarazada es atendida por la clase médica. Muchísimo que gritar más bien. Me concentro en la rabia de recordar todo el miedo que me hubiera ahorrado, si hubiera podido leer sobre mi embarazo sin tantas amenazas, tanta represión y tantísimo cuento. Sin tantas preparaciones al parto “mortal”. No en vano es la ausencia de ese imaginario sobre la potencia de la vida en emergencia lo que anima mi escritura. Yo creo que no somos mucho más de lo que hemos llegado a imaginar. Apenas El pequeño Tate de Jodie Foster me servía para poder soportar una crianza “rara”, vencía pues la proyección hegemónica de la maternidad y pacté una cesárea, seguramente innecesaria.

Laia me ha enseñado que crecer significa no conseguir, sino escoger. Y que sólo haciéndome cargo de lo elegido, podría además salvar otras cosas. Según mi lógica, si yo legitimaba mi necesidad de criar, debía por justicia reconocer la necesidad de no hacerlo que tenía mi pareja de entonces. Ahora bien, eso era aberrante. Un padre que no ejercerá. El amor que se cuantifica no es amor. Dicen. Y yo justo considero lo contrario. Si crías durante varios años no haces muchas otras cosas. Criar, como ser ama de casa, no es inmaterial. Ocupa tiempo de trabajo, y muchísimo, y eso en medio de tanto individuo instado al narcisismo, en medio del desahucio biográfico, habitacional y cultural que vivimos, implica mucha construcción y recursos para que no sea ciertamente traumático. La familia, debemos desvelarlo, no es un conjuro para hacer feliz a todo el mundo que la compone. Yo creo que necesitamos vivir a la altura de lo que podemos darnos y eso supone también reconocer lo que no. Lo que no nos podemos dar. Y saber lo que no podemos, para mí, es amar.

La vida, ese sismo que se emite mudo

Lo bueno de ser madre sola fue el silencio del principio, que me permitió escuchar el temblor de la vida en emergencia. Nos ocupan con innecesarias bañeras de bebés y nadie te advierte que nada quedará igual. El sismo puede ser maravilloso, pero hay que dejarse caer. Así se vuela también. Para mí sobrevivir fue romper todos los manuales (de embarazo), porque yo necesité conducir en el noveno mes de embarazo, necesité cambiar de ciudad. Recuerdo bien a una bailarina que, fuera de cuentas ya, venía a las clases de preparación al parto de la Seguridad Social en Madrid, y cómo al verla decidí que podría mudarme a Valencia, a acompañar a mi madre recién enferma. Que la nieta al nacer cuide de la abuela, pensé, y me mudé. Y lo dicho, si te dejas caer en pleno vuelo puedes encontrar un hombre con el valor de enamorarse de una mujer que ya era dos, y puedes desoyendo todos los tópicos del puerperio y las cuarentenas conocer (tú y tu hija) el placer en la recta final de la bomba hormonal que es el embarazo. Sólo hay que desoír todos los cuentos y salirse de casi todos los relatos. Sin amparo.

Sin refugio tampoco legal, además. Porque lo que nos representa son los Libros de Familia nuclear: papá, mamá, ascendientes y descendientes. Ahí queda todo. Nuestra ley aún es ésa. La que encamina la herencia y predetermina el patrimonio ¡Que horror: poner la propiedad privada en el centro de la estructuración de una sociedad, cuando está tan mal repartida! El miserable patrimonio mueble o inmueble, además. Porque sólo esa riqueza es capaz de valorizar la propiedad privada. Y qué quieren que les diga: toda la gente que me rodea en Madrid no tiene casa; la alquila, la comparte o la ocupa ilegalmente. Yo, además, familia a la antigua usanza, no disfruto. Demasiado viejo todo el mundo (incluida yo). Demasiado desarraigo y precariedad, demasiadas formas de vida intransitivas entre generaciones, clases y culturas.

Díganme honestamente, en medio del cataclismo de esta España estafada, ¿qué familia feliz no es un fetiche o un insulto? Fetiche, porque la literatura mainstream de la crianza nos la sigue marcando como modelo. No me hagan tirar de estadísticas, ya sabemos que la familia feliz es como poco una “república independiente de su casa”. Hasta Ikea lo sabe. Que el niño que sobre una alfombra impoluta es besado por su madre “modelo de alta costura” no existe. Los manuales de crianza, y no sólo por eso, son un insulto a la inteligencia, situando como “prototipo” algo que es básicamente no escalable a un 99% de las mujeres trabajadoras o paradas, inmigradas o no, que viven en el Estado español. Y para peor, tanto los de la crianza con apego como los más adultocéntricos sitúan la responsabilidad de la madurez futura de las crías en las madres. ¡Así sin más! Sin más, Rosa Jové —por ejemplo en La crianza feliz— cuando aborda el asunto del “Desarrollo armónico del niño” puede saltarse la mitad de la historia de la humanidad para señalar que los bebés, las crías mamíferas más dependientes, lo son porque está la madre ahí: para hacerse cargo. “Nuestro bebé —escribe— necesita recrear lo mejor posible las condiciones que tenía en el útero de su madre, puesto que es expulsado de ahí antes de lo que le correspondería”. Ahí queda eso, la madre carga con el peso del bipedismo. Nada se explica sobre desde qué contextos civilizatorios, socio-económico-políticos, “las monas” se irguieron, estrechando esa cavidad entre sus caderas por la que discurre el feto al nacer.

Familias felices, haberlas haylas, pero las que lo son se consideran así excepcionales y entregan sus vidas para crear ese prodigio contingente que resguardan cada segundo. Lo hacen sin orgullo (porque he dicho felices, no idiotas), con infinito tesón, y desde luego no lo manifiestan como un mérito, ni como un destino normalizable. Niéguenme si no que no es absolutamente excepcional contar hoy con recursos para un cuidado consecutivo de “buena hija y buena madre” que sea al tiempo mínimamente liberador.

A mí, ni para seguir siendo madre trabajadora me dio. Me despidieron. Sin poder dedicar la jornada completa, teniendo que dejar a Laia en una carísima guardería pública de 9 a 4 y sin querer tirar del “comodín” de la trabajadora doméstica, empecé a no estar a la altura de las exigencias laborales. Hubiera podido hacerlo, hubiera podido pagarlo, pero no hubiera podido criar. Así que salí despedida del mercado laboral. De hecho, en la condición en la que me quedé finalmente, sin pareja ni trabajo, el Estado no me hubiera permitido adoptar, ni me hubiera cubierto la seguridad social una reproducción asistida. Y aun más, los recursos que luego hemos puesto en juego sus “padres” y yo para criar a Laia como a una niña feliz son irreconocibles y/o ilegítimos. Ya ven.

Laia, luego entraré, es cuidada por varias personas. Nos estamos atreviendo a intergeneracionarnos. Cuidar de niños y niñas que no son tuyas. Eso nos procuramos. Aprender a vivir no sólo entre iguales. Posibilitarnos experiencias de cuidado mutuo inesperadas, fuera de las familias o las pandillas. Sin duda, como señala David, uno de los “doulos” de Laia, deberíamos escribir en qué consiste operativamente la parte colectivizada de la crianza: “Con todas las dificultades y sin idealizaciones y sin pensar que ya queda todo resuelto de por vida, porque para mí —insiste él— algo así hay que peleárselo sin descanso”. Volveré a esto.

“Ante la duda: tú, la viuda”

Primero quiero comenzar revisando la pareja (fundamentalmente) heterosexual y su gran relato, el amor romántico, y sus Libros de Familia como marco legal aplanador. Sospechoso un amor que está necesitando de una “hipertrofia disuasiva” tan espectacular. Está claro que lo que falla en lo socioeconómico, el capitalismo lo quiere redimir en “casa”. De puertas para dentro. Y de este modo se dispara la cómodamente circunscrita “violencia de género”, y no es de extrañar que el último lema del movimiento feminista esté siendo “ante la duda, tú, la viuda”. Sí. Escribo de matarse. Cuando lo que quise escribir es de darse vida. Así de mal veo el modelo que hace de la familia el gozoso chivo expiatorio de una economía genocida. Perfecta la familia, en su contención de “residuo nuclear”, para aguantar la imposible carga de responsabilizarse de la reproducción de la vida.

Ahí, pues, se las apañen los padres y las madres en la intimidad de los hogares. Así privatizamos la radioactividad social, la metemos en casa y en las ficciones que nos cuentan, y así nuestro destino está escrito: de los piojos al botellón pasando por la anorexia, hasta que, si sobrevives a la adolescencia, te produzcas y vendas como fuerza de trabajo barata o cara. Y claro, para soportar esa guerra, la familia se atrinchera cada vez más —en sus mercancías, en sus supernannies y en sus túneles del terror— para sostener el fetiche capitalista de la familia feliz.

Todo, menos confiar en la vida. Ni siquiera en la de la recién nacida, que sólo quien ha criado sabe con qué vigor se produce afuera de los cuentos que neurotizan nuestras maternidades. La máxima aliada de una madre es su hija. Ella puede lograr que se socialice, como tarea y goce, su cuidado afuera del contexto familiar. Conste que no es crónica rosa. No. Nacer es violento. Impresiona tanto que una vida llegue como que se vaya. Tanto. Y más a quienes tan lejos vivimos de los ciclos de la naturaleza. Muerte y nacimiento, entre tanto higienismo civilizatorio y tanta moñez, se ocultan, se tapan. Para así asustarnos, para que no nos dé por celebrar cotidianamente el pedazo de milagro que significa vivir. Ahora bien, un bebé, y luego una niña o niño, no son fragilidad ni peligro. Son pura osadía y pura potencia. Es casi imposible estar con gente pequeña y no congratularse de su plenitud, su intensidad, su camaradería, su diversidad tan salvaje, su curiosidad… Casi imposible también es no impresionarse por la cantidad de belleza, destreza y sabiduría que implica crecer; y, por eso mismo, al compartir ese crecimiento, resulta imposible no quererse. Por eso me jode en el alma que maternidad vaya tan asociado a carencia, penitencia, juicio negativo, lamento.

Contarnos cómo somos, que el “mérito es vivir”

Eso lo sabríamos si “asambleáramos nuestras crianzas”. Si nos contásemos cómo lo hacemos, concretamente. Como primer paso para poder producir “socialmente” un relato de la crianza. Sin miedo, sin la presión de tener que adaptarnos a ningún modelo ni juicio ajeno, que es la norma de cualquier maternidad ser juzgada sin piedad y descuidada por la sociedad. Porque se trata de sostener la vida y no podemos dejar a la sociedad afuera o al margen. Ahora bien, eso implica que lo de “maternar” deje de ser tan íntimo. Significa socializar la crianza. Para que pongamos en el centro de lo social lo que ha sido confinado en la familia. Ésta será una batalla que aventuro gorda. Porque sexualidad y maternidad se siguen realizando, hasta por ley, en lo privado y/o familiar, o en “territorio comanche”. Y así nos va. En su lugar, yo imagino abrir nuestras crianzas, habitarlas de cuidadores, amistades y amantes, cuya legitimidad la dé el cuidado y no el cargo de esposa o padre o abuelo, y cuyo pacto se consensúe para favorecer formas de vida plenas e interdependientes. Debemos evitarnos criar niñas tiranas, abuelos solos, madres a punto de un ataque de nervios y padres custodiados, y todas solas y solos. Vivimos una crisis de época, por eso necesitamos hacer inmensos ejercicios de imaginación. Y los tendremos además que hacer a tientas, explorando lo incorrecto u oculto, porque las recetas hegemónicas lo son de quienes necesitan, para seguir mandando, perpetuar nuestra condición subalterna. Pero también, y por eso son hegemónicas, son las primeras que no nos salen.

En mi caso, me fuerzo a concretar y descubro que llevo años desafiando, cobardemente, “el nombre del padre”. Los dos pasados años nuestras semanas escolares se estructuraron en recogidas sucesivas del colegio de cuatro hombres distintos. Dos de ellos, Dani y David, son cuidadores de Laia, tantos años como un proyecto para el que nuestra “comunidad” ha sido una garantía de latido, Cine sin Autor. Cada uno resolvió como pudo la respuesta que en el parque les hacían de ¿quién era el padre? Una pregunta impertinente en nuestra crianza. Que sin embargo es ineludible.

La “cabeza de familia” soy yo, aunque eso no sea lo que la legalidad reconoce porque di paternidad legal a su padre biológico sin darle importancia alguna. Ahora bien, fruto del pacto de preconcepción que mencioné, Gerardo no ejerce de “padre”. Con la distancia necesaria, nuestra relación se sostiene potentísima desde una autonomía implacable. Es tanto lo que nos hemos soportado que cuando me advierten de que tenga cuidado, por las repercusiones legales, me da la risa. En mi caso sé que mi enemigo nunca podrá ser mi expareja. Desactivé la potencia de esa trama para mi vida a pesar de todos los estrenos de TV del mundo.

Con todo, enfrentamos un gran tótem, que desde su verticalidad perturba nuestra horizontalidad en la crianza. El padre, como las caras de la Isla de Pascua, sigue ahí, impertérrito, con cara de bronca civilizatoria, como el jerárquico patriarca que es. Como bien señala Alfonso, quién es el padre lo determina, en último extremo, la Guardia Civil. Y claro, a la Guardia Civil se la suda que Laia y yo hayamos adoptado a un “padre” que tuvo el valor de dejarse querer desde que Laia fue un feto viable en mi vientre. Alfonso es el padre que escogimos, nuestra familia. Sus hombros para nosotras se hicieron sanamente constitutivos porque nos permitieron ver crecer la hierba y dársela a los caballos. Laia, además, se lava los dientes porque con “su padre adoptado” ha mirado muchas veces un episodio de Érase una vez… el hombre que yo desconocía. Sin embargo tenemos que jugar con que, a la que nos descuidamos, a Alfonso le discuten la entrada al hospital donde Laia está internada porque no es “nadie”. Del mismo modo, Gerardo no puede vivir libremente lo que desea con Laia porque yo necesité colocarle en un lugar concreto para que no me moviera el suelo y ahí le fuerzo a seguir.

Porque es cierto que al ver El pequeño Tate de Jodie Foster a los veinte años me comencé a proyectar como madre sola; ahora bien, cuando se trató de realizarlo, me costó terriblemente estar a la altura. Lo repito, casi me muero de miedo, y recién embarazada dejé semanas de dormir. Pero bueno, he aprendido. Ahora sé que tengo derecho a tomarme mi tiempo para hacerme cargo de esa herencia emocional patriarcal que yo también “atesoro”. Saco, como dice una amiga, “el pico y la pala” y me pongo a trabajar sobre cómo sobrellevar que Laia y Gerardo estén pasando de la falta de interés mutuo a crear una relación interesante, y desato amor romántico de paternidad y sé que a Alfonso no le quiero porque sea mi suelo sino porque me gusta.

¿Qué nos seguirá pasando? No lo sé. Hemos generado una red de interdependencias, unos y otras tenemos que confiar en nuestra verdad, en nuestros pactos, en lo que estamos construyendo. Armar nuestra pequeña comunidad de crianza ha sido y es violento. Recuerdo el primer día en que pedí a David ayuda para cuidar de Laia, cómo se me revolvió el cuerpo. David, de entrada, me recomendó a una cuidadora que tuvo de pequeño, luego se contrarió y aceptó el desafío. Ahora sin embargo procura, con mucho en contra, resolver cómo sostener su cuidado de Laia al tiempo que cuida de su hija Maia y cumple con un trabajo que le llegó como el “pan bajo el brazo” que traen las crías al nacer. David sabe lo que le sanó haber practicado la paternidad antes de haber sido padre. Ahora bien, ¿seremos capaces de ampliar el cuidado a Maia? ¿Cómo quedará nuestra corresponsabilidad ante la emergencia de una nueva vida que a Elia y él les ha cambiado la vida…? Dani y Llanos y David y Elia además hacen vida en parejas aparentemente más clásicas… Lo desean así. E insisto: el mérito es vivir. SOStener la vida. Yo sólo ruego que sea celebrándolo.

SOStenernos

Disfrutar, ésa es la clave. Porque además nuestras crías no son nuestros “lienzos en blanco”. Lo intuía, y Judith Rich Harris me ha convencido. En El mito de la educación, un libro que está completamente agotado en España, asegura que “nuestros” hijos e hijas se determinarán entre sus iguales y con adultos que escojan. Abre el libro Harris con un poema de Jalil Gibran: “Tus hijos no son tus hijos. / Son los hijos y las hijas del deseo de sí misma de la Vida / Vienen a través de ti, pero no desde ti, y aunque están contigo, no te pertenecen. / Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen los suyos propios. / Puedes albergar sus cuerpos, pero no sus almas, pues sus almas moran en la casa del mañana, la cual no puedes visitar ni siquiera en tus sueños. / Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no pretendas hacerlos iguales a ti. / Porque la vida no retrocede ni se demora en el ayer”.

Harris considera que “se ha hecho una propaganda excesiva sobre la paternidad”. Padres y madres —señala— somos una parte más, no definitiva, en la configuración de su existencia. Harris sabe que se opone a una creencia cultural tan arraigada que parece una verdad, y para eso escribe un libro de quinientas páginas. La autora necesita dar lugar a su archivo verdadero —pero inconveniente— de cosas inexplicadas desde nuestro paradigma cultural, como por ejemplo “que los niños —hijos de padres migrantes— siempre acaban adquiriendo el lenguaje y el acento de sus compañeros del colegio o el barrio, no el de sus padres”.

Harris por supuesto no dice que “no importa cómo tratas a tus hijos”; señala que “no podemos tener su futuro en nuestras manos, pero sin duda tenemos su presente y tenemos el poder de convertir ese presente en un infortunio”. Ahora bien, escribe Harris, y estoy de acuerdo: “La concepción tradicional de la crianza de los hijos ha convertido a los niños en objetos de ansiedad. Los padres se sienten nerviosos por si no hacen lo adecuado, y tienen miedo de que una palabra perdida o una mirada puedan echar a perder para siempre las oportunidades de la criatura”.

Frente a eso, Harris sostiene según su teoría de la socialización a través del grupo “que al margen de lo deteriorado que esté el entorno del hogar, los niños se convertirán en adultos normales si se dan las siguientes condiciones: que no hayan heredado características patológicas de sus padres (por lo que sería necesario usar niños adoptados o hermanastros para verificar esta predicción); que sus cerebros no estén dañados por el abandono o por los malos tratos; y que tengan relaciones normales con sus compañeros. Podemos llamar a este experimento el experimento Cenicienta. […] Cenicienta, por cierto, acabó bastante bien”.

No puedo resumir el libro, llamo a leerlo y trabajarlo. Yo estoy en ello, intentando también reeditarlo. Tras leerlo, se me han juntado dos términos en la cabeza que no puedo parar de conjugar: “crianza social”. Casi parece un contrasentido. Otra aberración. Pero a mí me permite dar lugar a dos de mis convicciones neurálgicas: una, saber que no dejamos de crecer nunca, jamás; y dos, que lo hacemos en sociedad. Y a mí lo que me interesa no es que mi hija tenga un padre, sino que nos dañe alguien en la calle y reconocerlo justo. Estoy convencida de que “hay que defender la sociedad” y eso significa poner en su centro a los y las niñas, significa redimensionar lo reproductivo, hacer vanguardia de la retaguardia. Ya hace tiempo en EEM-RADIO hablamos de eso con Marta Malo y Carolina León.

Llamo, pues, a rebelarse contra que los manuales de crianza mainstream al estilo niñocéntrico o adultocéntrico no conjuguen crianza y sociedad. ¿Por qué el libro de Harris es inencontrable? ¿Por qué su autora fue segregada de la universidad? Harris, en el prólogo, cuenta cómo escupió este libro tras años de tener que trabajar de divulgadora de textos de psicología familiar. Ella pensó que iba a morirse y quiso antes dar lugar a sus evidencias, por muy contrahegemónicas que parecieran. Harris no está obsesionada por tener razón. En su libro ella misma señala: “Mi colega David Lykken —que fue psicólogo clínico y ahora es miembro del equipo de la Universidad de Minnesota que estudia a los gemelos criados separados*— discrepa de mí en cuanto a la eficacia de los padres. Él cree que los padres pueden marcar la diferencia, al menos por lo que toca a los tipos extremos de padres”. Lykken por su parte reconoce que “Harris presenta argumentos muy poderosos, argumentos que no pueden ser refutados sobre las bases de las pruebas reunidas para los paradigmas existentes”.

Pues sí, mientras “la teoría del desarrollo —de Harris— no puede ser refutada”, vivimos uno de los momentos de la historia en que más literatura profamilia nuclear está financiándose. Justo cuando mi experiencia me señala que necesitamos ocuparnos del cuidado extenso, de la socialización entre iguales, invertimos miles de millones para naturalizar ese grandísimo engendro de la familia nuclear relativamente reciente (en su forma de “ama de casa”, apartamento y ciudad no acumula más de un siglo en la parte urbanizada y dineraria del planeta) que deja a la mujer —trabajadora o no— en un lugar feroz. A la mujer y colateralmente a los hombres “co-amos” y a los y las viejas y a las pequeñas personas. Angela Davis, en Mujeres, raza y clase, ya llamó maravillosamente a abolir el “trabajo doméstico” cuyo efecto psicológico es detonar “una personalidad trágicamente inmadura y abrumada por sentimientos de inferioridad”. Yo desde niña sueño que vivo en una casa gigante que, como en El castillo invisible, va conformándose en nuevas habitaciones que descubro fascinada. Los apartamentos siempre los odié, los adosados me sobrecogen. Para mí lo aberrante es pretender salvarse porque te atrincheras. Es mi modo de ver el mundo. Yo creo que el mundo que montó este industrialismo “capitalista” extractivo se agota como el petróleo y los combustibles fósiles. Y muere matando. Y debemos evitarlo. Y creo que la vida, ahora, exige un afuera de ese gran relato arrasador de la familia nuclearizada con responsabilidades penales. Y lo podemos construir. Necesitamos, para empezar, reinventar el vínculo: “contar-nos” tranquila y socialmente y no “debernos” a ningún patriarca, ni comprarnos la pesadilla de la segregación familiar. Así, un padre, un apartamento y un novio podrán ser, también, escenarios de libertad. ¿Podremos hacerlo? Laia, los caballos, la yerba y yo confiamos en que sea que sí.

 
El retrato grupal es de la fotógrafa Elvira Megías.
La segunda foto es de evalazcanocaballer, y el retrato de Laia, de Eduardo Menajovsky.
 

* Lykken murió en 2006, ocho años después de la publicación original de El mito de la educación (The Nurture Assumption. Why Children Turn Out the Way They Do), en 1998. [N. de los editores.]